viernes, julio 12, 2024

CASTILLOS DE DULCE, Y DE SALADO

 

CASTILLOS DE DULCE, Y DE SALADO

Algunos de los castillos más significativos de la provincia, se encuentran en el entorno de Sigüenza

 

   Tiene el paisaje de los ríos o valles del Dulce y del Salado, en el rincón serrano de la provincia de Guadalajara, el mismo que aspira a ser Patrimonio de la Humanidad, un entorno histórico, único en algunos aspectos, al margen de sus villas históricas y amuralladas, o sus antaño importantes centros salineros, una página que es igualmente libro abierto para nuestra historia, centrada en sus emblemáticos castillos.

   Sabido es, o debiera de serlo, que Guadalajara, después de Jaén, es una de las provincias en la que más castillos alzaron sobre sus cerros, montículos o llanos, como es el caso de Pioz, quienes por aquí anduvieron en tiempos en los que las defensas se hacían en ocasiones necesarias. Castillos en muchas ocasiones maltratados por el paso del tiempo, o la incultura de quienes nos precedieron o acompañan; en otras ocasiones estos monumentos se han visto acariciados por la mano del hombre hasta hacerlos, como el caso de Zafra, auténticas esbozos de piezas de museo.

   El entorno de Sigüenza-Atienza contó con unos cuantos castillos cuyas piedras nos dirigen hoy a las grandes épicas de la historia castellana: Jadraque, Pelegrina, Palazuelos, Riba de Santiuste, Iñesque…; y decenas de torres vigías o centinelas que se yerguen o asomaron en la extensa línea fronteriza que dividió las del Duero y el Tajo y siguen la que hoy separa las provincias de Guadalajara y Soria. Torres, castillos, almenas, historias, leyendas…, páginas de nuestra historia, en ocasiones todavía por descubrir.

 

El castillo Dulce de Pelegrina

   Debió de ser en sus buenos tiempos uno de los más magníficos tesoros del entorno del río y valle del Dulce, el castillo de Pelegrina. Lo muestran sus torres, deshilachadas con el paso del tiempo; y nos lo mostraron no hace demasiado tiempo, quienes llevaron a cabo la reconstrucción virtual de cómo pudo ser en aquellos siglos en los que don Bernardo de Agén y sus sucesores dominaron esta tierra y alzaron iglesias, castillos y catedral.

   El castillo de Pelegrina es probable que ya existiese cuando el obispo guerrero anduvo por aquí, y sin duda fueron sus sucesores, puesto que fue residencia episcopal, quienes le dieron el aspecto que hemos conocido a través de la virtual reconstrucción, tal y como nos muestran los enhiestos y desafiantes muros y torreones que hoy restan. Imponente fue, hasta que las desdichas de la guerra, en este caso las que se libraron por el trono español en los primos años del siglo XVIII dieron al traste con su fortaleza. Para entonces los obispos habían cambiado los castillos por palacios más acordes al tiempo y vida acomodada; palacios que se tienden igualmente por el entorno; lo que dejaron las tropas austro-portuguesas del castillo de Pelegrina, lo terminaron de desmantelar las francesas del general Leopoldo Sigisberto Hugo cuando anduvieron por aquí.

   Sus muros, y sus torres, nos hablan de un tiempo épico, casi mágico, el que nos remite a los siglos XIII, XIV o XV, cuando nuestra tierra comenzaba a emerger, a hacerse notar, inscribiendo su nombre en las páginas imperecederas del libro de la memoria castellana.

   La visita, para dejar volar la imaginación, es obligada; y sentir el rumor de las dulces aguas del río; la brisa; el color de los cielos y del campo; la paz que acompaña el final de la batalla.

 

 


 

Palazuelos: juego de Damas

   Desde que doña Mayor Guillén de Guzmán recibió como regalo a su silencio las tierras de Palazuelos, la pequeña villa no dejó de crecer. Las cercanías de la inmortal Sigüenza jugaron a su favor, como lo hicieron las aguas saladas del entorno.

   Nadie ha sido capaz de cifrar la antigüedad de la hermosa y señorial villa de Palazuelos, cuyos orígenes han de remontarse, si hacemos caso a los descubrimientos que por allá se llevaron a cabo cuando el siglo XX comenzaba a mocear, a los albores de una prehistoria que nos habla de íberos, celtíberos y tribus afines.  Uno de los hijos de este hidalgo pueblo que hoy se adormece al canturreo de la historia, Justo Juberías Pérez, indagó por el cerro de la Horca en los orígenes de los primeros pobladores conocidos, junto a alguno de los sonoros nombres de la arqueología patria.

   Su castillo y sus murallas, emblema hoy de lo que fue ayer, se remontan a los siglos XIII o XIV o XV. Las obras, por aquellos remotos tiempos, se prolongaban a lo largo de los años sin tasa ni medida. Lo que uno levantó otro lo trató de mejorar, y así se fueron pasando los apellidos, desde que alguno de aquellos caballeros desconocidos puso la primera piedra, hasta que algún rey, en nombre de la reina Juana I, ordenó al corregidor de Atienza, don Álvaro del Espinar lo era en ese tiempo, que mirase a ver lo que don Diego Carrillo, conde de Priego y marido de una de las señoras de la villa, doña Guiomar de Mendoza, andaba haciendo. Puesto que estaba levantando en el castillo más torres, y más altas, de lo que las leyes de Castilla permitían.

   Decía la reina, por boca de sus regentes, que en el dicho Palazuelos: hedefica e fase el dicho conde una fortalesa con muchas torres e cubos en barrera e torre del omenaje sin mi liçençia e mandado la qual diz que se yntentó a faser en algunos tienpos pasados e diz que por ser en mucho perjuisio de las dichas salinas e del mi patrimonio real fue mandado que no se hisiese…

   Y se derribaron las torres, no fuera a ser que el conde amenazase el poder real desde esta hermosa y silenciosa villa, que tantas miradas, y visitas, merece.

 

La cantinera de Riba de Santiuste

    Quizá sea el castillo de La Riba de Santiuste, en pleno valle del Salado, rodeado a izquierda y derecha por los salinares más antiguos de que se tiene memoria, de los más fotogénicos de la provincia, defendido por la cresta de su entorno rocoso que, cual navajas forjadas en los mejores talleres de Albacete, sirvieron durante algún tiempo, en aquellos de las luchas medievales, para hacer desistir del empeño de tomarlo a quienes se arriesgasen a escalar el cuestudo cerro que la fortaleza corona.

   Su historia se remonta sin duda mucho más allá de los tiempos en los que esta tierra pasó de ser cristiana a serlo árabe, y siglos después nuevamente a ser cristiana. A los tiempos en los que la sal fue preciado tesoro que sirvió para levantar iglesias y catedrales, engrandecer las arcas de la Real Hacienda y motivar que se levantasen en el valle castillos que defendiesen los salinares y el paso de los salineros por estas tierras siempre agrestes de la vieja Castilla.

   El de La Riba de Santiuste se encontró en tierra de frontera durante largo tiempo; frontera de Castilla y la Extremadura por conquistar; y frontera entre Castilla y Aragón.

   Por aquí se libraron combates a mandoble de espada entre castellanos, aragoneses y navarros, y a no demasiadas leguas pasó a la historia el brazo fuerte de la Varona de Paredes, doña Mari Pérez, a cuyos pies y espada, echada la visera del casco sobre la cara, se rindió nada menos que don Alfonso el Batallador, Rey de los Aragoneses y consorte que fue de Urraca de Castilla.

   Castillo, el de La Riba de Santiuste, al que acompaña la leyenda, quizá escuchada para asombro de infantiles esbozos, de la cantinera, o la molinera, o…, cuya estampa fantasmal, ha de pasearse en noches de luna llena.

    Y después, al cabo del paisaje, el castillo de Atienza, que en tantas ocasiones se ha asoma a esta página. Y a la cabeza del entorno, la grandiosa figura de Sigüenza.

   Tierra, castillos, leyendas, villas, entorno…, que merecen una mirada, una visita, un recuerdo, en días como estos, de templado sosiego.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 12 de julio de 2024

 




 

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