UN VIAJE A PASTRANA
El de Ramón de Mesonero Romanos, en 1856
Tiene Pastrana un aire palaciego que encandila; un temple de mágica leyenda que se une a la real presencia de Ana de Mendoza, quien, natural de Cifuentes, pasó a la villa ducal a concluir sus días en el encierro de la torre enrejada del soberbio palacio que debía de ser parte de su altanero retiro y, en cambio, lo fue de su austera prisión. La presencia de doña Ana, Princesa de Éboli, envuelta en sedas, se parece asomar día a día a la plaza de palacio, a pasear su figura desgarbada a través de las calles principales, camino de la Colegiata, con el regio acompañamiento de damas y criados, secretarios y menestrales; muy a pesar de que, cuando se quiso meter a monja, a Pastrana, desde Madrid, viajó en sencillo carromato, como para irse haciendo a las privaciones del convento. O a las que acompañarían los últimos días de su existencia en las salas grandes y frías, solitarias, silenciosas, desprovista de todo, incluso del favor real que fue el germen del poder familiar.
El viaje de don Ramón
Mucho tiempo hacía que doña Ana, nuestra princesa de novelesca vida, descansaba a la eternidad de los siglos en la fría cripta de la Colegiata, cuando el infatigable don Ramón se echó al camino, en carretela, o calesa, porque no había otra, y viaje harto incómodo que desde Madrid lo había de llevar a la ducal Pastrana; casi una ciudad entonces como lo es en la actualidad.
Era, don Ramón de Mesonero Romanos cuando inició el viaje hacia Pastrana, uno de esos personajes que se unen al diario vivir de una capital de reino, como Madrid. Personaje imprescindible en la historia del día a día; en las tertulias y en la prensa. Como cronista de un Madrid que desparramaba sus bulevares hacia los cuatro puntos cardinales de la España real. Escritor de costumbres, que lo titularon sus coetáneos. Y era, don Ramón de Mesonero Romanos, admirador de la buena literatura, de los grandes literatos que dejaron los siglos XVIII y XIX a las letras españolas. Don Ramón, además, fue fiel seguidor de otro de los grandes de las letras, don Leandro Fernández de Moratín y, a su encuentro, en busca del rescate de su nombre, de su casa y de su huerta en la Pastrana que lo acogió y en la que se recreó, acudía desde Madrid.
Y escribía don Ramón sobre su viaje: “El que traza estas líneas, modesto cultivador de las letras españolas, y entusiasta admirador de nuestros buenos ingenios, especialmente del gran pintor filósofo de nuestras costumbres en principios de este siglo, que aunque no llegó a conocer a este, todavía había alcanzado a oír de boca de alguno de sus más íntimos amigos infinidad de anécdotas de la vida íntima del gran poeta, y especialmente de sus excursiones a Pastrana, y de la animada y poética sociedad que en ella se reunía..”
Don Ramón había leído en la prensa el anuncio oficial mediante el cual se sacaba a subasta pública parte de la hacienda en la que el genial escritor trazó alguna de sus obras, y que sirvió de reposo a su castigado espíritu, un tanto atormentado por la sociedad de aquellos tiempos políticamente revueltos. En Pastrana, hallaba el solaz, el descanso, el consuelo, el hilo que lo conducía a embellecer el trazo de sus obras. La hacienda de Moratín había pasado de sus manos a las de su prima, y, vuelta a ellas, a las de la Inclusa de Madrid, a la que Moratín la cedió; la Inclusa la quiso rifar; la desamortización se metió por medio y, al final, el Gobierno la mal subastaba.
Don Ramón salió de Madrid en carretela, o diligencia, hasta Alcalá, y aquí “montados en sendas mulas del país (únicas prudentes aunque modestas cabalgaduras que permiten sus quiebros y aspereza), nos encaminamos a salvar en nueve o diez horas de afanoso trote, las ocho mortales leguas que separan la antigua Complutum de la no menos antigua Paterniana”.
Moratín en Pastrana
Don Leandro Fernández de Moratín fue, tal vez, uno de los autores más celebrados de los últimos decenios del siglo XVIII y primeros años del XIX. Don Leandro Fernández de Moratín vio la primera luz en Madrid en 1760, y viajó por última vez a Pastrana en 1806.
En medio quedaron “la ruina del favorito (Manuel Godoy), la abdicación del monarca (Carlos IV), la invasión francesa y el glorioso alzamiento de la nación en defensa de su independencia. Quién había de decir al modesto vate, al honrado y patriota escritor más genuino de la moderna sociedad española, que aquellos sucesos habían de lanzarle en una causa que no era la suya, habían de conducirle a la persecución más injusta, al extrañamiento de su patria, a la miseria y al abandono de sus injustos contemporáneos hasta reclinar su venerable cabeza y dejar sus inanimados restos en las apartadas márgenes del Sena”. Don Leandro, que vivió la revolución francesa de 1789, también experimentó los tiempos en los que la persecución política le hizo salir de España para refugiarse de nuevo en Francia. En París le llegó la muerte el 21 de junio de 1828. Atrás quedaba su extensa producción poética, teatral y periodística: El barón, La mojigata, El sí de las niñas; las odas, las epístolas, los sonetos, los romances; la “Elegía de las musas”, considerada su obra cumbre…
Don Leandro Eulogio Melitón Fernández de Moratín y Cabo, hijo de don Nicolás Fernández de Moratín y de doña Isidora Cabo Conde, natural, doña Isidora, de la Pastrana que dio casa, cobijo y sensibilidad al literato. Aquí retocó alguna de sus obras y escribió “La Comedia nueva o el Café”, uno de sus mayores éxitos.
La Casa, la Huerta, el recuerdo…
Don Ramón de Mesonero Romanos también fue hombre de sensible pluma. Hombre que nos retrató como pocos la España de mediados del siglo XIX, con sensibilidad de poeta y aire de hombre de la calle, a quienes todos entendían sin necesidad de acudir a las academias.
También nos dibujó como solo él lo supo hacer, Pastrana: “…es una villa notable en la antigua Olcadia que al parecer está designada por Tolomeo en su biografía con estas palabras: Paterniana civitas in Carpeniis edificata est en 3917; y efectivamente todo su aspecto revela la más remota antigüedad. Se extiende en anfiteatro en el declive de un elevado cerro; sus calles y edificios escalonados, entre los cuales hay, varios de cierta importancia, sus restos de muralla, los huertos y ermitas, las fuentes naturales y los arroyos que le rodean, y los peñascos que limitan su horizonte, forman un agradable conjunto, si bien no despojado de aquel matiz de rudeza, pobre y melancólico, que respira, por decirlo así, toda aquella agria y silenciosa comarca…” La antigua Olcadia, la actual Alcarria, que tantos sabores y paisajes muestra.
A pesar del enamoramiento del horizonte, por parte de don Ramón, la casa de Moratín, ya no era tal, pues se encontraba dividida y no era aquello lo que don Ramón buscaba. La huerta había sido separada de la casa; y la casa de Moratín vendida en un aparte y dividida en estancias, “para que no excediendo cada lote de los 10.000 reales que previene la ley…”; y allí estaba la trampa. Parte de ello, como sucedía en un tiempo oscuro, fue adquirido por notable personaje quien con don Ramón viajó a Pastrana, por si había acuerdo y el conjunto, al fin, pasaba a poder del cronista madrileño, pero… A los ojos de Mesonero Romanos, la magia del literato, había desaparecido.
A pesar de que: Pastrana no es indiferente a los amantes del estudio y de la gloria de la patria… Y siempre merece la mirada calma, pausada de sus mil historias.
Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 19 de julio de 2024
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