viernes, septiembre 27, 2019

RETORNO A ALCOLEA DE LAS PEÑAS. Cuarenta años después, el escritor volvió a sus orígenes


RETORNO A ALCOLEA DE LAS PEÑAS.
Cuarenta años después, el escritor volvió a sus orígenes



    En apenas unos meses se cumplirán cuarenta años desde que quien firma, entonces lleno de sueños y proyectos literarios, visitó por vez primera la hermosa población de Alcolea de las Peñas. Así me pareció entonces y así me lo volvió a parecer cuando, casi cuarenta años después, por las mismas fechas, bajo el sol de agosto, volví a descubrir que, efectivamente, Alcolea de las Peñas sigue siendo una de esas poblaciones, quizá por descubrir, del rincón serrano de nuestra provincia.

   Las mismas vetas de sal en la tierra arcillosa de hace cuarenta años, salieron al camino cuatro décadas después, a pesar de que en esta ocasión la entrada en la plaza Mayor no fue como la de entonces, en la que el griterío infantil lo llenaba prácticamente todo. Ahora apenas tres o cuatro chiquillos, a lomos de sus correspondientes bicicletas ocupaban la hermosura de una plaza que continúa siendo de las que mayor amplitud gozan, no ya por estos parajes, por la provincia también. Con sus casonas levantadas en la roja piedra de arenisca, tan característica por el espinazo que recorre la línea divisoria de las provincias de Guadalajara y Soria y asciende, tras dar el salto por Villacadima, a la provincia de Segovia, donde sus pueblos se integran en lo que han bautizado como “Ruta de los pueblos rojos”. Una ruta que no se detiene en Grado de Pico, o en Santibáñez de Ayllón, sino que continúa por nuestros lares hermoseando las pequeñas poblaciones de Ujados, Hijes, Romanillos, Bañuelos, Casillas o Bochones, y sigue por aquí.





   Por las tierras de una sal que fue, hace tres o cuatro o cinco siglos, el tesoro de una tierra que ahora dormita al embrujo del silencio. Sal a la que se le puede seguir el rastro desde los altos páramos de Bochones y Romanillos, de Miedes y Bañuelos, para no terminar, tras continuar el goteo del más que nombrado río Salado, hasta llegar a los alfolíes de Burgos o de Salamanca.

   Algo peculiar tenía entonces Alcolea de las Peñas, y lo continúa teniendo. Su cárcel. Esa excavación que horada la roca sobre la que la villa se asienta.

   Entonces, hace cuarenta años, lo primero que me contaron fue la extraña historia de la cárcel, y de aquel preso que, cuenta la tradición popular escapó de ella por uno de los escasos agujeros, no puede denominarse de otra manera, que cuelgan sobre el barrancal que abrió el río del que la villa toma el nombre, el Alcolea. La tradición, que tantas historietas añade a la página del suceso oficial, sin saber entonces sus vecinos si aquello fue cierto o un invento de mente calenturienta que por allí pasó.

   Cuarenta años después conocí que, efectivamente, un buen mozo, muy ágil y de buena estatura, allí retenido cuando lo traían de Pamplona para presentarlo a la justicia de Toledo, a las puertas del invierno y en medio de la lluvia, sin que nadie lo advirtiese se marchó con lo puesto el 11 de noviembre de 1860, a las nueve de la noche. Modesto, se llamaba el fugado, del que nunca más se supo. Dejando en la hidalga villa la leyenda.




   Aquello, lo de tener cárcel, y segura, fue una de las claves para que Alcolea obtuviese el hidalgo título de villa que el rey de las Españas, don Fernando VII, le concedió en 29 de agosto de 1817, cuando Alcolea se cansó de las justicias de Paredes, la cabecera de la tierra; entonces bajo la mano poderosa de los condes de Coruña, y Vizcondes de Torija, los Suárez de Figueroa, que extendieron sus dominios hasta aquí, y los alzaron hasta lo alto de la Serranía, hasta Hijes y Romanillos.

   Entonces fue, a partir de 1817, cuando la histórica tierra de Paredes de Sigüenza (apellido postizo, puesto que siempre perteneció a tierra de Atienza), comenzó a perder sus poderes. Pues junto a Alcolea se le revelaron más de cuatro pueblos que terminaron, como Alcolea, levantando su propia picota. Desde Cercadillo, hasta Romanillos.

   La picota de Alcolea se levantó en la plaza, ¿dónde si no?; por los tiempos que corrían, de madera. La actual, que gobierna el agua de la fuente, sustituyó a la anterior ya en pleno siglo XX. Cuando a la tierra de Alcolea se le había añadido, porque aquella población se quedó al viento del recuerdo, el lugar de Morenglos, por cuyas tierras batallaron, cosa lógica, las tres poblaciones vecinas de Alcolea, Tordelrábano y Paredes, la villa madre.

   Contaban los chismes de vieja, las leyendas que se escuchan al redor de la lumbre en noches de invierno, que Morenglos desapareció devorado por las hormigas cuando las hormigas lo devoraban todo; pero no. Morenglos desapareció como desaparecen los pueblos. Cuando sus habitantes se van marchando poco a poco en busca de mejor abrigo. Los últimos vecinos de Morenglos se marcharon a Alcolea, de ahí que, contaban, la justicia de Sigüenza concediese a Alcolea la titularidad de las tierras en discusión. Tampoco las tan traídas y llevadas piedras de la iglesia de Morenglos, de la que como pendón justiciero se mantiene la espadaña, terminaron como se cuenta siendo base de la iglesia atencina de San Juan del Mercado. La iglesia de San Salvador de Morenglos se mantenía en pie, piedra sobre piedra, todavía enterita, en los inicios del siglo XIX. Como se mantienen sobre la losa que fue su asiento las sepulturas talladas que albergaron los huesos, sin duda, de algunos de los principales habitantes de la población. Cuarenta años atrás quien esto escribe todavía pudo ver aquellos huesos de las gentes que allá reposaban a la eternidad eterna de los siglos.

   Algunas de aquellas cosas se las contó, al bisoño aprendiz de escritor, un buen hombre, descendiente de los últimos carceleros de Alcolea, y de los  últimos habitantes de Morenglos. Se llamó Quiterio de Miguel.

   Y el escritor bisoño, que cuarenta años después se adentró por los orígenes de su escritura, cuando alguien, frente a la hermosa iglesia de San Martín Obispo, cuyas puertas entonces le abrieron para que viese a San Martín cabalgando sobre lo que parecía un desproporcionado borriquillo, alguien le hizo la advertencia de: “Si no conoce Alcolea, no deje de visitar la cárcel”. Que, de no conocer Alcolea, la invitación puede que asuste.

   A las puertas de la iglesia, digo. Una iglesia que guarda, en su interior, las trazas de la que bien puede ser considerada su hermana mayor, la de la Santísima Trinidad atencina, con sus mismas crucerías, trazas, arcos, e incluso baranda del coro en piedra tallada. Incluso en los retablos tienen un punto común, en ambas iglesias trabajó el atencino Diego de Madrigal, aunque sólo en la de Alcolea lo hiciera el maestro por excelencia de la talla en madera de esta parte del obispado seguntino, Martín de Vandoma.






   Por la calle de la Travesaña comenzábamos a enfilar, en dirección a la cárcel famosa, cuando me hicieron la pregunta de si la conocía o no.

   La de la Travesaña fue, en tiempos, una de las principales calles de la localidad. Ahora todas son principales, puesto que todas están bien urbanizadas y muestran hoy como ayer la grandeza de sus hermosas edificaciones. Algunas conservan, doscientos años después de ser levantadas, aquellos esgrafiados tan característicos del siglo XIX que ya, en el XXI, apenas si nos van quedando. En la calle de la Travesaña vivía Quiterio de Miguel, que hace cuarenta años me mostró, en el portal de su casa, los últimos documentos oficiales que hablaban de Morenglos, y de su abuela, o bisabuela, Venancia de Higes.

   Sobraba la pregunta. Pero pregunté por él. Por Quiterio de Miguel. Es entonces, cuando escuchamos respuestas que nos traen recuerdos, cuando se advierte el paso del tiempo. A Quiterio de Miguel lo habían dado a la tierra tan sólo hacía quince días. Después nos metimos en eso de hablar de aquel hombre, de su vida de lucha; de la tristeza que a veces marca el camino. Su padre se marchó a la guerra, y nunca volvió. Y Quiterio nunca conoció a su padre.     

   Retraté su casa. La familia ya no vivía allí desde años atrás, y no estaba en el pueblo. Y volví a visitar la cárcel, sobre la que se levantó un castillete, o torre de vigilancia cuando Alcolea de las Peñas era una de aquellas al-Qulailas previas a la Reconquista.

   Aquella visita, a la Alcolea de las Peñas de cuarenta años atrás, se convirtió en el primer artículo impreso que aquel bisoño aprendiz de escritor dio a la prensa. Lo publicó este periódico, Nueva Alcarria.

   Cuarenta años después, regresé a Alcolea. Supongo que a aquel hombre, Quiterio de Miguel, le hubiese gustado saber que regresé, y que pasó a ser parte de mi historia.
   En su memoria.


 Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 27 de septiembre de 2019








2 comentarios:

  1. Muchas gracias por el libro y el artículo que nos has dedicado a mí pueblo, Alcolea de las Peñas. Has recogido nuestros orígenes, lugares,personas,nos sentimos congratulados por esta dedicatoria.
    Te deseo mucho éxito en tu profesion y mucha salud en estos momentos tan difíciles del coronavirus.
    Un saludo.

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  2. Muchas gracias por toda la informacón que nos aporta, pensé en comprar el libro pero no lo he hecho aún, Yo como codueña con mi familia de la Torre de Morenglos y sus 4.000 M.(aunque se la ha puesto el Ayuntamiento, yo conservo mis escrituras donde lo acredita) me hace especial ilusión cualquier detalle. Es mi lugar de nacimiento y eso queda para siempre en la memoria. Guardaré el recorte de Nueva Alcarria ya que también tengo el antiguo donde habla con el Sr. Crescencio, amigo de la familia. Un saludo. María.

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