lunes, septiembre 03, 2018

VIAJE AL ALTO REY. Memoria de la cumbre de la Serranía


VIAJE AL ALTO REY
Memoria de la cumbre de la Serranía


   Su nombre estar grabado en una peñasca de la cima merecería, a modo de recordatorio a su memoria, aquel que tuvo la idea de subirse a lo más alto de las cumbres serranas para levantar allí a honor y gloria de sus creencias divinas una choza que, al pasar del tiempo, y de creer lo que la historia nos cuenta, de choza pasó a monasterio, de monasterio a ermita y de… De todo un poco, para ser al día de hoy, la tan rehecha ermita que encumbra el Santo Alto Rey de la Majestad. Un monte mágico como pocos y que fue, durante mucho tiempo, la cima a la que todos en Guadalajara y más allá, miraban con respeto, admiración y todo lo demás. El Ocejón, que hoy parece arrebolar todas las miradas quedaba, al lado del Alto Rey, en nada.



   Y llegar a lo alto, a aquella ermita que por estos días ha de congregar a los vecinos de los pueblos de alrededor que todavía mantienen la costumbre de subir a otear los valles desde lo alto, se convirtió a lo largo del siglo XIX en algo así como una especie de reto. El Ocejón no lo buscaba nadie; al Alto Rey quería llegar todo el mundo desde que Hiendelaencina se hizo famosa en el mundo. Como si el Alto Rey guardase en sus entrañas, a más de aquel aceite milagrosa que manaba en su cueva por debajo de la ermita, muchas más onzas de plata de las que se encontraron en todo el término municipal de aquella población, y las vecinas, cuando  la fiebre minera.

   Habría que buscar en los anales quién fue el primero que subió, a lomos de mula, para contar su viaje; es probable que por algún lugar haya quedado escrito, puesto que a los viajeros, desde que el mundo es mundo, les gustó contar sus aventuras, que para eso las vivían. Lo hizo Heinrich Moritz Willkomm cuando viajó a Hiendelaencina a conocer aquel universo plateado en 1850; y también Francisco Goñi y Pedro Antonio de Alarcón,  que descendieron a las entrañas de la tierra, el primero en 1920 y el segundo en 1858; pero de Hiendelaencina no pasaron.

   Aunque sí que  lo hizo, sin concretar fecha, quien sería uno de los capataces más importantes de aquella industriosa población, don Joaquín Menéndez Ormaza, mucho antes de que diese a la imprenta, lo hizo en 1925, sus famosos “Viajes por España del Doctor Kaestner”. Que aunque nos parezca extraño, porque parece un personaje escapado de la mente calenturienta del escritor, el doctor Kaestner existió realmente.



BUSTARES Y EL ALTO REY. UN LIBRO PARA CONOCER LA TIERRA Y SUS GENTES (pulsando aquí)


   Las delicias del viaje, que dan comienzo en la famosa “Fonda Nueva” de Cogolludo, que no es otra que el famoso Palacio Ducal, estuvieron guiadas por un vecino de Atienza cuya fortuna mermó con el buen vivir y el paso de los días, y a juzgar por lo escrito, y los personajes que en los distintos episodios aparecen, hubo de tener lugar en torno a 1880, que es cuando don Claudio Casado, tras no lograr la plaza de médico en Hiendelaencina se subió hasta Bustares y allí estuvo hasta que Dios lo quiso. Don Claudio, quizá uno de los personajes más curiosos que habitaron esta tierra, desde que entró en la historia al lado del doctor Esquerdo, tratando de arrancar de la muerte al general Prim, después de que en la calle del Turco lo cosieran a tiros de trabuco.

   El de Atienza, al que apodaban “El Arcipreste”, y fue el encargado del correo entre Atienza y Jadraque, condujo a la tropa desde Cogolludo hasta la cima del Alto Rey a lomos de unas cuantas mulas. Los viajeros en aquellos tiempos lo hacían con las mayores comodidades posibles, y en lugar de echarse a las costillas una mochila, cargaban a lomos de unas cuantas mulas sus baúles en los que cabía de todo, desde media biblioteca a todo un guardarropa. El relato de Menéndez Ormaza nos habla, llegados a la cima, de alguno de sus secretos. Entre otros que apenas hacía cien años que se había reconstruido la ermita, en 1785. Con anterioridad la arrumbaron las nieves y con posterioridad los rayos y centellas. La última vez, si las crónicas no mienten, fue en el septiembre de 1913 cuando, poco menos que a la conclusión de la procesión, la tormenta se enredó en la cumbre y los rayos se cebaron con la ermita, que la dejaron echa una escombrera. Fue reconstruida por los lugareños y en septiembre de 1916 devuelta al culto y a la devoción de los romeros. Y, todavía en 1923, el 23 de mayo, con ocasión de la romería y mientras los romeros de las poblaciones aledañas se disponían a alcanzarla, una horrorosa tormenta descargó sobre la cima, acompañada de numerosos rayos, descargando uno de ellos sobre la ermita en el momento en que algunas personas buscaban refugio en ella; alcanzados por el rayo murieron dos vecinos de Albendiego, resultando gravemente heridas otras varias de Bustares, Hiendelaencina y Prádena.

   Entonces, cuando la encumbraron Menéndez Ormaza y los suyos todavía se conservaba por los alrededores lo que él definió como ruinas de monasterio templario. Un monasterio, o castillo, que con algo más de detalle describió don Manuel Pérez Villamil cuando subió a la cumbre en 1879, guiado por el sacristán de Albendiego rezando, como era costumbre de aquellos tiempos, las Letanías de la Santísima Virgen, que rezaban los de Albendiego cuando hacían su romería, coincidiendo con la festividad de la Ascensión. Y es que cada uno de los  pueblos del entorno tenía su fecha señalada para subir a la cumbre. Incluso los regidores de la hidalga villa de Atienza que se llevaban, para el camino, dos cántaras de vino. Lo de celebrar la romería conjuntamente todos los pueblos del entorno que lo continúan haciendo viene de 1956.

   Ambos, Menéndez Ormaza y Pérez Villamil se detuvieron a pintar sobre aquel horizonte los pasos que siguieron las trescientas lanzas que acompañaban a Mío Cid Campeador saliendo de Castilla. Pérez Villamil imaginando a Mío Cid encomendándose al Creador a la vista de estas cumbres; Menéndez Ormaza, que cuando dio su trabajo a la imprenta ya conocía los estudios de Menéndez Pidal, poniendo aquello en entredicho, añadiendo que en el Poema el erudito trocó Ayllón por Atienza, que nunca el juglar dijo…






   Viajero incansable fue otro de los grandes eruditos que dio nuestra provincia, don Juan-Catalina García López, quien desde su lugar de reposo, Espinosa de Henares, se subió a la mula y en compañía de su hijo se lanzó a la aventura cuando el siglo XIX daba sus últimos latigazos. Y con sabiduría de hombre de letras e historia, dejó escrito sobre sus orígenes: inútil es que el historiador o el arqueólogo pregunten a aquellas ruinas acerca de su antiguo destino o de su origen, porque no obtendrá respuesta alguna, si algún hallazgo imprevisto no arroja luz sobre aquellas tinieblas.

   Viajar a la cumbre desde la villa de Atienza se convirtió, en la primera mitad del siglo XX, en experiencia de estudiantes caprichosos con ganas de aventura. Crónicas cuentan que algunos de los hijos de las ilustres familias de la villa, en una de aquellas, el agosto de 1931, salieron un pie tras otro para llegar a la cumbre, donde hicieron noche y desde donde, para mostrar que allí se encontraban, lanzaron a los cielos una colección de cohetes de colores. Y algo similar hicieron otros tantos mozuelos de Jadraque en excursión que les llevó tres días con sus noches.

   Y si hombres lo hacían, podían también hacerlo las mujeres. A la cumbre, antes de continuar al Ocejón, llegó quien fuese maestra de Atienza, doña Isabel Muñoz Caravaca en julio de 1901. La acompañaron en la ascensión su hijo Jorge y don Prudencio, el hijo de don Claudio Casado, el de Bustares.


   Y es que hubo un tiempo en el que, sin caminos que lo señalasen, atraídos por esa sana curiosidad de subir a lo más alto y otear cuanto más horizonte mejor, los hombres, y visto está las mujeres también, subieron a lo alto y nos dejaron sus reseñas. Don Juan-Catalina García López no pudo dar mucha cuenta del horizonte que se tiende de un extremo a otro de Castilla; cuando él subió la bruma todo lo cubría y el entorno se encogía de tal manera que apenas se veían los cimientos de la cima.

   Pero, con bruma o sin ella, es una delicia ascender por aquellas laderas, como por estos días lo harán los romeros del entorno siguiendo sus cruces, con sus pendones al viento, arropados en el olor de la jara y del romero. Y es que, a pesar de que los tiempos han pasado, el Alto Rey siempre estuvo allí, y lo continuará estando, aunque de los pueblos que lo miraron falten las gentes. Allá arriba quedarán las leyendas del Bafometo, el mendigo sordomudo que pedía limosna y escapaba con ella y tenía miedo a la gente, y él sabría por qué; y de aquel gato negro que pintase Menéndez Ormaza, que aparecía y desaparecía como sombra del infierno; la cueva, rezumando aceite con el que prender las lámparas, y… la leyenda viva del monte mágico de la Serranía.

   De esta Serranía que se nos pinta como ella sólo sabe hacerlo. A golpe de magia, y de leyendas. También de romerías que nos llevan a los orígenes de los nuestros. De los que amaron, mucho antes que nosotros, la tierra que nos abraza.

Tomás Gismera Velasco
Nueva Alcarria 31 de agosto de 2018
Atienza de los Juglares, septiembre 2018

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