viernes, junio 26, 2020

VILLACADIMA, TIERRA DE SILENCIO


VILLACADIMA, TIERRA DE SILENCIO
A pesar de su soledad, conserva un pasado hidalgo que nos habla de su industria ganadera


    Villacadima fue uno de los pueblos más representativos de la arquitectura ganadera serrana, que también los hay, de la provincia de Guadalajara.

   Surgió con anterioridad a la Reconquista cristiana de la tierra, como evidencia su nombre árabe que viene a ser, en la composición etimológica de la que nos hablan los entendidos, una villa antigua, que perteneció tras la reconquista a la Tierra de Atienza, antes de incorporarse poco tiempo después a la de Ayllón, en la que se mantuvo al menos desde el siglo XIV al XIX, perteneciendo durante estos a las provincias de Segovia y Burgos, pasando a la de Guadalajara en 1833. Villa de Cadima, la designan en el Censo de la Sal de 1631.



   Población principalmente ganadera, en la que hicieron fortuna algunos hidalgos de apellido Sanz Merino y Medina que, provenientes de Segovia en los años mozos del siglo XVI, tornaron a aquella provincia dos siglos más tarde, asentándose en poblaciones como Sepúlveda o Riaza. Entonces, por aquellos remotos tiempos, Villacadima, enclavada en el macizo de Ayllón, pertenecía a esa tierra, y se enclavó en aquella provincia, la de Segovia, a la que estuvo adscrita durante siglos, a excepción de unos cuantos años en los que, por aquella división provincial de los tiempos de José I Napoleón, anteriores y posteriores, pasó a pertenecer a la provincia de Burgos y su partido judicial de Aranda de Duero. De ahí que Villacadima, junto a Cantalojas, sea tierra de fronteras, tierras que pertenecieron a tres provincias distintas en unos pocos años.

   A pesar de ello, de que los Sanz Merino se aposentaron en Riaza, Sepúlveda y otras grandes poblaciones de Segovia, en Villacadima dejaron su sello, y en su iglesia reposaron a la eternidad algunos de ellos. Las estelas funerarias de don Diego Sanz Merino, su mujer, doña Ana, y algunos más de sus antecesores y descendientes pudieron verse durante largos años en la nave central de la iglesia de San Pedro de donde, antes de que fuese recuperada, quedaron al viento del olvido sus huesos, y horadadas sus sepulturas por aquellas manos que ni a los muertos respetaron.

   El ilustre don Diego de Medina, forjador de una de las líneas hidalgas de la familia en Villacadima, recibió el privilegio de hidalguía de don Enrique IV, el 7 de mayo de 1462; quizá a él perteneciese aquel gran escudo de armas que con su yelmo cubría una de las sepulturas. 

   A Don Diego de Medina le sucedió en aquellos patronazgos de enterramientos su hijo don Amador Sanz, quien alteró lo apellidos familiares de Merino por Medina, quien casó con Juana Vallejo y tuvieron por heredero a don Miguel Sanz Merino, quien contrajo matrimonio con María Sáez Rosuero, de quien le nacerían don Diego y don Juan Sanz Merino y quien, a su fallecimiento en 28 de noviembre de 1587, dejó por heredero a Don Diego, quien continuó con los apellidos Sanz Merino; descendientes de estos, todos aquellos que se fueron poco a poco acostumbrando al silencio, desde que comenzó el siglo XX hasta que cerró sus puertas.





   Claro está que llevar hidalguía en la sangre, por aquellos años del siglo XVI y XVII, cuando nuestros ricos ganaderos habitaron Villacadima, tenía aparejado dejar el nombre para la posteridad de los siglos, más allá de las laudas sepulcrales. Quizá por ello uno de aquellos, don Clemente Sanz Merino fundó, en los albores del siglo XVII una memoria para atender a los transeúntes pobres que hacían el camino de Santiago, o camino de la lana, que desde tierras levantinas, a través de estas, lleva a Compostela. También atendía, por aquello de ser generoso con los vecinos, anualmente, a tres pobres de la localidad con una cantidad económica que dependió de los réditos de las tierras que para obtener ingresos puso a censo la familia, y no debieron de ser pocas, pues en los inicios de 1863 contaba con unos ingresos de más de 25.000 reales, que era cantidad más que meritoria.

   Con sus fondos socorrió, entre otros, a Bienvenido Martín Hergueta, que llegó a ser mediado el siglo XX, meritorio escultor en el Madrid en el que se aposentó.

  Fueron estas tierras del señor de Ayllón, siendo don Álvaro de Luna uno de sus más sobresalientes titulares, antes de que lo llevasen al cadalso allá por el siglo XV. Don Álvaro, que fue dueño de todo lo que desde los altos de Ayllón domina la mirada, hacía el sur, hacía el norte, este y oeste; y como le faltasen para completar el mapa las tierras de Atienza, pidió  al rey que se las concediese en aquellos días en los que los navarro-aragoneses se hicieron amos de su castillo, y como no lo lograse, mandó derribarla hasta los cimientos y prenderla fuego después de la batalla, por aquello de “o mía, o de nadie”. Amplio señorío hubiese sido, desde Atienza hasta Gormaz, el dominio del señor de Luna, quizá por ello el rey se lo negó.

   A pesar de que sus siguientes titulares, los Villena, también fueron dueños de más que mediana hacienda por estos lares.

   A don Diego Pacheco, duque de Escalona y marqués de Villena, además de señor de Ayllón, lo más que le interesó de Villacadima fue cobrar los derechos de asadura, una res de cada ciento, más o menos, de las que hacían por aquí la trashumancia, pues fue Villacadima tierra de paso de grandes rebaños que provenientes de las tierras norteñas buscaban a través de estás los pastos del sur.

   Si algo destacó, y continúa destacando de la población, es la hermosura de la primitiva portada románica de su iglesia que ha dado carácter al pueblo y lo continúa haciendo. Una portada románica característica por algunos de estos lugares, similar a la de Campisábalos y algunas otras de la vecina Segovia, e incluso de la Bretaña francesa, pues también por aquellas lejanas tierras podemos observar portadas similares a la de nuestra Villacadima. Portada a la que, cuando la despoblación comenzó a asolar estas tierras y esta villa, se la trató de buscar nuevo acomodo, en Guadalajara o en el entonces pujante Museo Diocesano de Sigüenza, cuando corría la década de 1970 en la que muchas de las piezas sacras de nuestras iglesias lo hallaron en el Museo. Fue, el intento de llevarse la portada, un empeño del entonces obispo de la diócesis, Castán Lacoma.

   Sin duda, muchas de las piezas de esta y otras iglesias en semejante situación, se salvaron gracias a aquel oportuno traslado, a pesar de que en aquellos tiempos no se viese con buenos ojos el que las imágenes que durante siglos pertenecieron a una tierra, emprendiesen el viaje de no retorno.

   Por fortuna, y al contrario de lo que sucediese en otros lugares, al levantarse la iglesia de nuevo cuño, algo que sucedió por el siglo XVII, se respetó la entrada primitiva.

   Sin dudarlo, los Sanz  Merino debieron de aportar algo de capital para levantar la torre y rehacer sus muros, e incluso dotar a la iglesia de retablos, como el que se labró por el 1659. Todavía puede leerse en una de las piedras que ornamentan una de las ventanas de subida a la torre que se hizo aquella obra en 1777. En pleno siglo XVIII, que fue de intenso ajetreo para los obreros de esta parte de la sierra, puesto que no sólo se emplearon en esta hermosa iglesia, también lo hicieron por Cantalojas, Miedes, Galve y quién sabe por cuantos lugares más. Eran tiempos en los que todavía podían  acometerse según qué clase de trabajos, pues la población, aunque con sus oscilaciones en cuanto al número, se mantenía fiel a la tierra.






   En los inicios del siglo XX contaba con un número que rondó los trescientos vecinos. En la década de 1980, cuando pasó a depender de Cantalojas, ya no tenía ninguno. Sus casas quedaron al albur de los tiempos y de lo que quedó en la iglesia se hicieron cargo las manos de la rapiña.

   A Nuestra Señora del  Campo, que contó con ermita propia, acudían en procesión los hijos de Villacadima, puesto que la tenían por patrona; y a San Roque, al que también le levantaron la ermita correspondiente, también lo tuvieron como santo bendito para ahuyentar la peste. A su vera levantaron el cementerio en los últimos años del siglo XIX, cuando pasó la guadaña del cólera que hizo trasladarlo desde el patio de la iglesia, donde hasta entonces se encontraba.

   Hoy Villacadima es una tierra de silencio, en la que domina el viento serrano que viene y torna a la Segovia que fue patria de estas tierras. Tierras que, a pesar del silencio, también merecen una mirada, un recuerdo, una memoria que nos hable de sus tiempos mozos.


Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la  memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 26 de junio de 2020

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