VILLACADIMA,
TIERRA DE SILENCIO
A
pesar de su soledad, conserva un pasado hidalgo que nos habla de su industria
ganadera
Villacadima fue uno de los pueblos más
representativos de la arquitectura ganadera serrana, que también los hay, de la
provincia de Guadalajara.
Surgió con anterioridad a la Reconquista cristiana de la tierra, como
evidencia su nombre árabe que viene a ser, en la composición etimológica de la
que nos hablan los entendidos, una villa antigua, que perteneció tras la
reconquista a la Tierra de Atienza, antes de incorporarse poco tiempo después a
la de Ayllón, en la que se mantuvo al menos desde el siglo XIV al XIX,
perteneciendo durante estos a las provincias de Segovia y Burgos, pasando a la
de Guadalajara en 1833. Villa de Cadima, la designan en el Censo de la Sal de
1631.
Población principalmente ganadera, en la que hicieron fortuna algunos
hidalgos de apellido Sanz Merino y Medina que, provenientes de Segovia en los
años mozos del siglo XVI, tornaron a aquella provincia dos siglos más tarde,
asentándose en poblaciones como Sepúlveda o Riaza. Entonces, por aquellos
remotos tiempos, Villacadima, enclavada en el macizo de Ayllón, pertenecía a
esa tierra, y se enclavó en aquella provincia, la de Segovia, a la que estuvo
adscrita durante siglos, a excepción de unos cuantos años en los que, por
aquella división provincial de los tiempos de José I Napoleón, anteriores y
posteriores, pasó a pertenecer a la provincia de Burgos y su partido judicial
de Aranda de Duero. De ahí que Villacadima, junto a Cantalojas, sea tierra de
fronteras, tierras que pertenecieron a tres provincias distintas en unos pocos
años.
A
pesar de ello, de que los Sanz Merino se aposentaron en Riaza, Sepúlveda y
otras grandes poblaciones de Segovia, en Villacadima dejaron su sello, y en su
iglesia reposaron a la eternidad algunos de ellos. Las estelas funerarias de
don Diego Sanz Merino, su mujer, doña Ana, y algunos más de sus antecesores y
descendientes pudieron verse durante largos años en la nave central de la
iglesia de San Pedro de donde, antes de que fuese recuperada, quedaron al
viento del olvido sus huesos, y horadadas sus sepulturas por aquellas manos que
ni a los muertos respetaron.
El ilustre don Diego de Medina, forjador de una de las líneas hidalgas
de la familia en Villacadima, recibió el privilegio de hidalguía de don Enrique IV, el 7 de mayo de 1462; quizá a él perteneciese aquel
gran escudo de armas que con su yelmo cubría una de las sepulturas.
A
Don Diego de Medina le sucedió en aquellos patronazgos de enterramientos su
hijo don Amador Sanz, quien alteró lo apellidos familiares de Merino por
Medina, quien casó con Juana Vallejo y tuvieron por heredero a don Miguel Sanz
Merino, quien contrajo matrimonio con María Sáez Rosuero, de quien le nacerían
don Diego y don Juan Sanz Merino y quien, a su fallecimiento en 28 de noviembre
de 1587, dejó por heredero a Don Diego, quien continuó con los apellidos Sanz
Merino; descendientes de estos, todos aquellos que se fueron poco a poco
acostumbrando al silencio, desde que comenzó el siglo XX hasta que cerró sus
puertas.
Claro está que llevar hidalguía en la sangre, por aquellos años del
siglo XVI y XVII, cuando nuestros ricos ganaderos habitaron Villacadima, tenía
aparejado dejar el nombre para la posteridad de los siglos, más allá de las
laudas sepulcrales. Quizá por ello uno de aquellos, don Clemente Sanz Merino
fundó, en los albores del siglo XVII una memoria para atender a los transeúntes
pobres que hacían el camino de Santiago, o camino de la lana, que desde tierras
levantinas, a través de estas, lleva a Compostela. También atendía, por aquello
de ser generoso con los vecinos, anualmente, a tres pobres de la localidad con
una cantidad económica que dependió de los réditos de las tierras que para
obtener ingresos puso a censo la familia, y no debieron de ser pocas, pues en
los inicios de 1863 contaba con unos ingresos de más de 25.000 reales, que era
cantidad más que meritoria.
Con sus fondos socorrió, entre otros, a Bienvenido Martín Hergueta, que
llegó a ser mediado el siglo XX, meritorio escultor en el Madrid en el que se
aposentó.
Fueron estas tierras del señor de Ayllón, siendo don Álvaro de Luna uno
de sus más sobresalientes titulares, antes de que lo llevasen al cadalso allá
por el siglo XV. Don Álvaro, que fue dueño de todo lo que desde los altos de
Ayllón domina la mirada, hacía el sur, hacía el norte, este y oeste; y como le
faltasen para completar el mapa las tierras de Atienza, pidió al rey que se las concediese en aquellos días
en los que los navarro-aragoneses se hicieron amos de su castillo, y como no lo
lograse, mandó derribarla hasta los cimientos y prenderla fuego después de la
batalla, por aquello de “o mía, o de
nadie”. Amplio señorío hubiese sido, desde Atienza hasta Gormaz, el dominio
del señor de Luna, quizá por ello el rey se lo negó.
A
pesar de que sus siguientes titulares, los Villena, también fueron dueños de
más que mediana hacienda por estos lares.
A
don Diego Pacheco, duque de Escalona y marqués de Villena, además de señor de
Ayllón, lo más que le interesó de Villacadima fue cobrar los derechos de
asadura, una res de cada ciento, más o menos, de las que hacían por aquí la
trashumancia, pues fue Villacadima tierra de paso de grandes rebaños que
provenientes de las tierras norteñas buscaban a través de estás los pastos del
sur.
Si algo destacó, y continúa destacando de la población, es la hermosura
de la primitiva portada románica de su iglesia que ha dado carácter al pueblo y
lo continúa haciendo. Una portada románica característica por algunos de estos
lugares, similar a la de Campisábalos y algunas otras de la vecina Segovia, e
incluso de la Bretaña francesa, pues también por aquellas lejanas tierras
podemos observar portadas similares a la de nuestra Villacadima. Portada a la
que, cuando la despoblación comenzó a asolar estas tierras y esta villa, se la
trató de buscar nuevo acomodo, en Guadalajara o en el entonces pujante Museo
Diocesano de Sigüenza, cuando corría la década de 1970 en la que muchas de las
piezas sacras de nuestras iglesias lo hallaron en el Museo. Fue, el intento de
llevarse la portada, un empeño del entonces obispo de la diócesis, Castán
Lacoma.
Sin duda, muchas de las piezas de esta y otras iglesias en semejante
situación, se salvaron gracias a aquel oportuno traslado, a pesar de que en
aquellos tiempos no se viese con buenos ojos el que las imágenes que durante
siglos pertenecieron a una tierra, emprendiesen el viaje de no retorno.
Por fortuna, y al contrario de lo que sucediese en otros lugares, al
levantarse la iglesia de nuevo cuño, algo que sucedió por el siglo XVII, se
respetó la entrada primitiva.
Sin dudarlo, los Sanz Merino
debieron de aportar algo de capital para levantar la torre y rehacer sus muros,
e incluso dotar a la iglesia de retablos, como el que se labró por el 1659.
Todavía puede leerse en una de las piedras que ornamentan una de las ventanas
de subida a la torre que se hizo aquella obra en 1777. En pleno siglo XVIII,
que fue de intenso ajetreo para los obreros de esta parte de la sierra, puesto
que no sólo se emplearon en esta hermosa iglesia, también lo hicieron por
Cantalojas, Miedes, Galve y quién sabe por cuantos lugares más. Eran tiempos en
los que todavía podían acometerse según
qué clase de trabajos, pues la población, aunque con sus oscilaciones en cuanto
al número, se mantenía fiel a la tierra.
En los inicios del siglo XX contaba con un número que rondó los
trescientos vecinos. En la década de 1980, cuando pasó a depender de
Cantalojas, ya no tenía ninguno. Sus casas quedaron al albur de los tiempos y
de lo que quedó en la iglesia se hicieron cargo las manos de la rapiña.
A
Nuestra Señora del Campo, que contó con
ermita propia, acudían en procesión los hijos de Villacadima, puesto que la tenían
por patrona; y a San Roque, al que también le levantaron la ermita
correspondiente, también lo tuvieron como santo bendito para ahuyentar la
peste. A su vera levantaron el cementerio en los últimos años del siglo XIX,
cuando pasó la guadaña del cólera que hizo trasladarlo desde el patio de la
iglesia, donde hasta entonces se encontraba.
Hoy Villacadima es una tierra de silencio, en la que domina el viento
serrano que viene y torna a la Segovia que fue patria de estas tierras. Tierras
que, a pesar del silencio, también merecen una mirada, un recuerdo, una memoria
que nos hable de sus tiempos mozos.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 26 de junio de 2020
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