viernes, agosto 27, 2021

DAMÍAN SÁEZ, UN OBISPO DE NOVELA

  DAMÍAN SÁEZ, UN OBISPO DE NOVELA

Que fue el primer Presidente de Consejo de Ministros del reino


   En Budia, ese hermoso lugar de la Alcarria, nació un lejano día del mes de abril de 1776 don Damián, hijo de don Damián Isidoro Sáez Mayor y de doña María Teresa Sánchez de Oñoro, que fue nacida en el lugar de Iriépal.

   Como era costumbre en familias de cierta hidalguía, lo era la de don Damián Isidoro Sáez Mayor, Abogado de los Reales Consejos, algunos de los hijos del matrimonio debían dedicarse a la iglesia; al seminario de Sigüenza, para continuar la carrera eclesiástica entregaron no a uno, sino a cuatro de los varones de la casa. Cuatro varones del segundo matrimonio de don Damián Isidoro, quien lo contrajo con doña María Teresa luego de que su primera esposa, doña Teresa de Olarte, falleciese. De doña Teresa de Olarte le nació a don Damián Isidoro al menos un hijo, de nombre José, quien también se graduó en Cánones en Sigüenza.


 

   Del segundo matrimonio vivieron algunos más, don José Joaquín, quien siguió estudios en el colegio de San Antonio de Portaceli y fue cura párroco de Cantalojas por espacio de casi veinte años; antes de serlo de alguna parroquia seguntina.

   Don Tiburcio, quien se doctoró en Teología en Alcalá de Henares antes de ser párroco de Pareja y luego magistral de Sigüenza, pasando después a ser canónico de Orihuela, predicador y capellán de honor de S. M., D. Fernando VII.

   Don Ambrosio, quien fue cura párroco de Carabias y suplente de su hermano don José Joaquín en Cantalojas, antes de acceder al arcedianato de Sigüenza, y que murió siendo Deán de la catedral.

   Doña Juana Antonia María Magdalena de Pacis, a quien se ha definido como “Juana la Hidalga”, por su extraño enterramiento en el trascoro de la nave central, frente al altar de la Virgen de la Mayor, de la catedral seguntina, y que fue a su vez madre de otro obispo de Tortosa, nacido en Cantalojas, y heredero en todo de su tío.

   Y don Víctor Damián, nuestro hombre. Quien ha pasado a la historia como uno de los más poderosos personajes de los últimos años del reinado del torpón rey Fernando VII.

 

Los poderes de don Damián

   Don Víctor Damián Sáez Sánchez bien puede equipararse, en el ejercicio del poder a la vera del Rey, con nuestros gloriosos Cardenales Mendoza o Cisneros.

   Entró en el seminario de Sigüenza en el mes de junio de 1790, con catorce años cumplidos, y de él saldría para ejercer la carrera eclesiástica. Pasó por Alcalá, Cantalojas, Carabias y, finalmente, en 1804 tomaba posesión de una canonjía en la catedral. Allí comenzaba su verdadera carrera, a la sombra de sus hermanos, ante todo de don José Joaquín, el mayor, cura de Cantalojas, cuñado a su vez de don Pedro Gordo, el cura párroco de Santibáñez de Ayllón quien, al poco de que los franceses invadieran España, se puso al servicio de la Junta de Defensa de Burgos junto a su cura vecino, el de Villacadima. Ambos entraron por distintos caminos en la historia de España. Como en la Junta de Defensa de Guadalajara trató de entrar don Víctor Damián sin lograrlo, pues antes de que diese el paso entraba en Sigüenza el general Hugo y se lo llevaba preso, con algunos rehenes más, a la cárcel de Brihuega. Allí estuvo hasta el mes de agosto de 1812. Cuando la invasión francesa comenzaba a agonizar; las Cortes de Cádiz declaraban “Benemérito de la Patria” a su casi cuñado Pedro Gordo, cura párroco de Santibáñez, y la Junta de Burgos entregaba a su hermana Juana Antonia María Magdalena de Pacis y a su marido, Juan Gordo, 4.000 reales que con otros 4.000, sirvieron para reconstruir el pueblo de Cantalojas; saqueado, destruido hasta los cimientos e incendiado por las tropas francesas en la madrugada navideña de 1811.

Para conocer la historia de Cantalojas, el libro que la cuenta, pulsando aquí

 

   La llegada a España del Rey trajo la reorganización de la corte a partir de 1814. Don Víctor Damián presentó solicitud a la plaza de predicador real, y mientras aguardaba la resolución opositó a una lectoralía en la catedral de Toledo. Obtuvo ambos puestos y fue el encargado del sermón mortuorio de la reina María Luisa de Parma. Sermón que debió de llegar al corazón de su hijo, el rey Fernando, quien después de escucharlo nombró a don Víctor Damián, su confesor.

 

El ministro del rey

   Corría el año de 1819, cuando la muerte de la reina; y llegó el de 1820 con todas las novedades que trajo, entre ellas la del “trienio liberal”, con el alzamiento del general Riego, que obligó a nuestro don Víctor a refugiarse en Francia huyendo de los muchos enemigos que en tan poco tiempo se ganó tras condenar el alzamiento, y de donde tornó con los Cien Mil hijos de San Luis; para entrar, desde entonces, a formar parte del Gobierno interino del reino, presidido por el duque del Infantado, en el que nuestro hombre pasó a ocupar el cargo de Secretario de Estado. Y aquí comenzó otra carrera; de represión, según la historia. Contra los constitucionales, los liberales, los masones y los enemigos políticos; siempre al servicio del Rey. Hasta que el Rey recuperó el trono, lo confirmó en el cargo, creó el Consejo de Ministros y lo nombró a él como su primer Presidente, como primer Secretario de Estado que era. Desde su cargo promovió el decreto que condenaba a muerte a todo aquel que resultase sospechoso de liberal o masón; firmó la condena del General Riego y comenzó a llenar las cárceles con todo aquel que le pareció desleal.

   A tal grado llegaron sus desquites, condenas y represiones que, desde Francia, como cabeza de la Santa Alianza cuyas tropas al mando del duque de Angulema colaboraron a devolver el trono al rey Fernando, pidieron la destitución de su poderoso y sanguinario ministro de Estado, don Víctor Damián Sáez Sánchez, quien nombraba y destituía a capricho, y hasta casi que con él reinaba.

 

El Obispo de Tortosa

   A cambio de la destitución se le nombró Obispo de Tortosa, de donde tomó posesión en 1824, sin dejar de lado la política, aunque fuese en segunda línea, como consejero del Rey. Allí, en Tortosa, continuó hasta la muerte del don Fernando en 1833, con algún que otro viaje a la corte. Regresando al tiempo que estallaba la primera Guerra Carlista en la que, se cuenta, se declaró partidario de la niña reina Isabel, mientras que el resto de la familia, a la que colocó en lugares claves de la política, la judicatura y la industria, se situaba al lado del pretendiente, entre ellos su sobrino don Ambrosio, quien desde las Canarias cruzó España para ser, entre otras cosas, Asesor General de la Hacienda Carlista. Así nuestro buen obispo, ganase quien ganase la partida guerrera. aseguraba su futuro.

   Eran los tiempos de la primera epidemia de cólera morbo que se vivía en España. El mal del Ganges que llamaron, y que extendió su reguero de muerte por los cuatro puntos cardinales de una España ahogada en la miseria, por lo que nuestro obispo determinó que un Madrid apestado y lleno de enemigos no era el mejor lugar para conservar la vida; por lo que optó por marchar a Sigüenza, en la esperanza de que hasta allí no llegasen la peste ni sus perseguidores; y ambos llegaron.

   A estas alturas no debían de ser muchos los políticos que en Madrid se fiaban de nuestro hombre, quien jugaba con los isabelinos y con los carlistas y a ambos prometía fidelidad, como tampoco nuestro hombre debía de fiarse de quienes gobernaban el reino en medio de la peste y la guerra. 




 

   Lo reclamó a Madrid la reina gobernadora; a Madrid, donde tantos eran sus contrarios, y simuló el viaje; tomó el coche de caballos y cuando la ocasión fue propicia se bajó de él, regresando a Sigüenza sin ser visto, para permanecer escondido hasta que le llegó la muerte, sin saberse muy bien cuándo, aunque se cita la noche del 3 de febrero de 1839, después de esconderse durante cinco años, y como no se le podía enterrar, porque no convenía anunciar el óbito y dejar al descubierto a quienes lo protegieron, se embalsamó el cuerpo y optaron los suyos por mantenerlo en conserva dentro de una tinaja de aguardiente. Nueve meses lo tuvieron en aquel “espíritu” de vino. Al decir de unos, en una casa particular de la calle de Guadalajara; al de otros, en las bóvedas de la catedral. Hasta que llegó la paz de Vergara; la amnistía a sus amigos y familiares y su cuerpo, con los honores debidos, fue entregado a la tierra, en la catedral, el 13 de septiembre de 1839.

   Años después, cuando su sobrino y heredero accedió al obispado que dejó vacante el tío, pidió el traslado del cuerpo a aquella catedral, la de Tortosa. Otro de sus sobrinos, el ilustre hombre de ciencias don Francisco Javier García Rodrigo fue el encargado de llevarlo desde la de Sigüenza, y en aquella reposa, a la eternidad de los siglos, desde el año de gracia de 1850. Año en el que comenzó la novela de su historia.

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 27 de agosto de 2021

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