JOSÉ DE SALAMANCA
EN LAS SALINAS DE IMÓN
Fue el último
arrendador de las salinas provinciales
En 1841, y tras muchos años de estar la Renta de la Sal bajo la
administración directa de la Hacienda Real, las salinas del reino fueron
nuevamente sacadas a subasta pública para su arriendo, sin duda ante la
necesidad de contar con ingresos directos, eliminando gastos, que correrían por
cuenta del arrendador, a quien se le solicitaría un adelanto de 45 millones de
reales, precio mínimo de salida para la gestión de la mayoría de las salinas de
la Corona, y cuyo contrato comenzaría a correr a partir del 1º de enero de
1842, por un tiempo de cinco años.
No
fueron muchos los postores, pero sí hubo uno que pujó por encima de los demás,
adjudicándose el arrendamiento en 53 millones de reales a D. José de Salamanca
y Mayol, quien más tarde sería recompensado con el honroso título de marqués de
su apellido –Salamanca-; un hombre natural de Málaga que ha pasado a la
historia contemporánea del liberalismo español como el prototipo de político
especulador, enriqueciéndose de modo enfebrecido a la sombra del poder y de las
concesiones estatales; sobre todo de las ferroviarias y a través de la gestión
de la deuda pública, luego de pasar por las salinas.
Para acceder a la subasta del arriendo, y poder depositar aquella
fortuna que exigía la Real Hacienda, contó con la financiación del banquero
José de Buchenthal, extraño personaje natural de Estrasburgo y que hizo
fortuna, tras un matrimonio provechoso, en Brasil.
Con Buchenthal fundó don José de Salamanca la “Sociedad del arriendo de la sal”, poniendo al frente de la
administración a su cuñado, el literato Serafín Estébanez Calderón y a Luis
Pastor, hermano de Nicomedes Pastor, quien llegaría a ser Ministro de Estado, y
rodeándose de los personajes que más tarde serían pilares de su fortuna y
fundadores a su vez del Banco de Isabel II, entre los que se encontraban el
marqués de Remisa, Manuel de Gaviría, Francisco de las Rivas, Narciso de Carriquiri
o el propio Nicomedes Pastor, y sobre todos, otro de sus cuñados, Manuel
Agustín Heredia Martínez, tenido como el mayor empresario siderúrgico de la
época.
Serían puestas a disposición del arrendatario las fábricas que se
hallasen útiles; con los aparejos y efectos de que constaban estos
establecimientos, que se sujetarían a un inventario que firmarían por duplicado
los Administradores o Jefes encargados de ellos, con los comisionados
representantes del arrendatario. Siendo aquel primer inventario un documento,
desgraciadamente desaparecido, que hubiese dado la medida del estado de nuestras
salinas en aquella parte del siglo, tras los desastres de la primera guerra
carlista.
José de Salamanca recibía en Guadalajara dos fábricas de sal, Imón y La Olmeda,
pues se consideró que las de Saelices y Almallá no entraban en el contrato por
su bajo rendimiento y elevados costes de mantenimiento, por lo que fueron
clausuradas en dicho periodo; lo mismo que las de Medinaceli, integradas en el
partido salinero de Atienza; siendo las salinas de Imón y La Olmeda encargadas
de abastecer los 4 alfolíes de Ávila; 3 de Burgos; 3 de Guadalajara; 2 de Madrid;
4 de Soria; 5 de Segovia; 6 de Salamanca; 3 de Valladolid y 2 de Zamora.
La
Empresa de la Sal dirigida por José de Salamanca accedía al arriendo por una
cantidad superior a la prevista por la Hacienda, los ya dichos 53 millones de
reales cuando esperaba obtener ocho o diez menos. Y sería el propio Salamanca
quien discutiría, una vez adjudicado el arrendamiento y el tiempo de
explotación, las condiciones del contrato, que resultaron en casi todo
beneficiosas para él.
Se haría cargo de la sal existente en los almacenes, en las fábricas y
en los alfolíes. Teniéndose en consideración aquellas existencias a fin de que
no precipitase la fabricación con objeto continuar el surtido de los pueblos de
manera que la Real Hacienda, cualquiera
que sea el número de fanegas que el arrendatario tenga existentes al fenecer el
arriendo, no abonará más que un 10 por 100 sobre las fanegas existentes, al
tiempo de exponerse en el mismo arriendo. La única cláusula en su contra,
que se le pagaría una mínima cantidad de la sal que tuviese almacenada, si la
tenía, en el momento de finalizar el contrato.
Por supuesto que los efectos del contrato no modificaban la propiedad de
las salinas que no llegaron a incorporarse a la Corona, en ese momento
pertenecientes a la Hacienda pública, entre 1562 y 1564, y que se beneficiaban
por cuenta de sus dueños; pero estos reconocerían la obligación de vender al
arrendatario estatal la sal que necesitase para el surtido del reino en los
mismos términos y con igual recompensa que lo hacían a la Hacienda, a una
cantidad bastante inferior de la que la Hacienda la hacía llegar a los
alfolíes, obligándose a no dar salida a
la sal sobrante, sino al extranjero. Algo criticado desde algunos sectores de
la oposición política, pues mientras que en el reino la sal estaba gravada con
todas las cargas habidas y por haber, en la exportación carecía de ellas. También
podía establecer alfolíes, depósitos de surtido y expedición en todos los
pueblos y parajes que creyese útiles al abastecimiento de los pueblos, conservando los alfolíes de que se haga
cargo o suprimiéndolos o trasladándolos a donde considere más ventajoso al
consumo general.
Haciéndose cargo de los empleados que existían en las fábricas, en los
alfolíes, y en los establecimientos de administración y de expedición de sal, a
los que mantendría en sus destinos o trasladaría
o ajustaría a sus cargos, según su conveniencia, pudiendo también suspender o
separar a su entera voluntad a los que estimase conveniente, reemplazándolos por
otros. Como en muchos casos hizo; pero con la obligación de abonar al Gobierno
los haberes que por clasificación correspondían a los destinos de que fueren
separados; obligándose al pago de sus salarios, e incluso de sus jubilaciones,
llegada la edad.
Se
encargaría al propio tiempo de la reorganización del resguardo especial de las
fábricas, lo que en otros tiempos fuese la conocida guardia de las salinas,
herederos de los criticados albareros, o vigilantes de la sal, y estableciendo
en los puntos de alfolíes y depósitos el número de guardianes que creyese
conveniente para impedir los fraudes, que muchos se cometían, dando conocimiento a los intendentes
respectivos de los nombramientos que se hagan, para que dichos jefes les
expidan los títulos, en cuya virtud puedan transitar y ejercer sus funciones
los citados dependientes. Funciones semejantes a las que tiempo adelante
ejercería la Guardia civil, o la de fronteras.
Igualmente estaba obligado a mantener las capillas o ermitas que ha mantenido la Hacienda en algunas de las
fábricas en el mismo pie. Incluyendo
cláusula de que en caso de robo de la sal, o pérdida de efectos de las salinas,
por fuerza o incendio, no sería de su cargo el abono de la sal robada ni el
deterioro de los edificios, cuya reparación correría por cuenta de la Hacienda.
Salamanca se centraría más en las salinas
marítimas que en las de interior, en donde apenas invirtió lo justo para
extraer el máximo rendimiento al producto, a juzgar por el estado en que las
dejó, calculándose que en los años en que las tuvo bajo arriendo le produjeron las
plusvalías que fueron el origen de su futura fortuna.
Al
término de los cinco años nuevamente regresaron las salinas a la Hacienda
Pública, se presupuestaron los ingresos, del conjunto de las existentes en
España en cien millones de reales, de los que debían deducirse los gastos de
producción y personal, ascendentes a 19.682.660 reales, dejando un beneficio al Tesoro Público de
80.517.340 reales. El marqués de Salamanca, deducidos gastos, obtuvo una media
de noventa millones anuales de beneficio durante el tiempo que estuvieron bajo
su administración.
Del inventario que se llevó a cabo a la finalización del arriendo consta
que en las salinas de Imón y de La Olmeda no se había llevado a cabo ninguna
labor de mantenimiento, y que incluso habían desaparecido todos los archivos,
libros de cuentas o cualquier otro documento referente a las salinas, por lo
que no podía hacerse historia de las mismas anterior a 1847. Cincuenta años
después, los herederos de alguno de sus empleados continuaban reclamando sus
haberes a los descendientes del Marqués.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 4 de septiembre de 2020
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