sábado, mayo 25, 2024

EL SASTRE DE LOS TOREROS

 

EL SASTRE DE LOS TOREROS

Don Cristóbal Cuadrado, que nació en Matarrubia

 

   En Matarrubia se encomendaban al Cristo de la Agonía, invocando su protección ante cualquier percance. Tal vez, de haberlo conocido, lo mismo hubiese hecho Pepete cuando, a cuerpo limpio, se lanzó al toro y…; Pepete salió del encuentro y se dirigió al burladero pero antes de alcanzar las tablas, dio un suspiro profundo y a cuantos presenciaban la corrida, les dio un vuelco el corazón; también a don Cristóbal Cuadrado cuando vio cómo, el traje de torear, o de luces, de amaranto y oro, bordado por él, se cubría con un color distinto al de los hilos de su taller.

   Don Cristóbal, como tantos más, se echó las manos a la cara… ¡no quería ver más!

 

MATARRUBIA, UN LIBRO Y UNA CRÓNICA (Pulsando aquí)
 

 

Matarrubia, en el confín

   Matarrubia es hoy, y lo fue siempre, una pequeña población en el casi confín provincial de Guadalajara, el que raya por la parte de la Campiña con Madrid. Entonces, cuando lo de Pepete, contaba con mucho más de trescientos habitantes; algunos más que cuando allí nació don Cristóbal Cuadrado y Torres, que lo hizo en 1840; más o menos los mismos habitantes que tenía cuando don Celedonio Torres, el tío de don Cristóbal, convenció a los padres para que se lo mandasen con él a Madrid, como chico de los recados, y que de paso fuese aprendiendo un oficio que, en la capital, tenía futuro prometedor. Cristóbal, el chiquillo de Matarrubia, tenía entonces apenas nueve años; despierto como él solo, y con toda la vida por delante; así que… ¡A Madrid!

   Matarrubia quedaba en su confín provincial con un chiquillo menos. Aquella Matarrubia que todavía trataba de recordar alguna que otra pasada gloria histórica. Cierto que no eran demasiadas. Matarrubia perteneció al Común de Uceda desde que Uceda se convirtió en una de las poblaciones más importantes de esta parte de Guadalajara; y creció, sin duda, con la anexión de Canrayado, un despoblado a medio camino entre la realidad y la leyenda. A Canrayado, el pueblo desaparecido, dedicó uno de nuestros paisanos de por aquí, de la Campiña, Sinforiano García Sanz, una de sus más sabrosas leyendas: “Las bodas de Canrayado”, a través de la que nos da cuenta de cómo el pueblo pudo desaparecer por causa de unos malos amores, que son los que más duelen.

   Con Uceda y su tierra pasó Matarrubia por el poder señorial de Doña Urraca, la fantástica reina que plantó a don Alfonso de Aragón; por el de don Fernando García de Hita, que fue gran señor del cerro que domina una gran parte de la Alcarria, por los tiempos en los que su Arcipreste tomó la pluma; o de los Arzobispos de Toledo, hasta que la majestad de don Felipe II les despojó de los señoríos y cada uno de los pueblos de la tierra de Uceda eligió destino; la mayoría, comprando su libertad a través de hipotecarse por media vida para adquirir el Villazgo y, con ello, continuar sirviendo al rey. El 5 de marzo de 1580, si las cuentas no fallan, don Pedro de Limán y Vera, comisionado Real, por ante el Escribano de S.M., don Francisco del Valle, dio posesión a los de Matarrubia de sus derechos. Y los de Matarrubia alzaron picota y horca y fueron, en lo futuro, dueños de su destino.

 

La sastrería de don Celedonio

   Apenas terminaba la capital del reino de salir de la primera Guerra Carlista cuando nació don Cristóbal; y casi estaba a punto de comenzar la segunda cuando a Madrid llegó el chiquillo. Dos guerras, y unos cuantos disgustos más, le costó a doña Isabel II el trono; que al final perdió en aquella partida de ajedrez que a lo grande se jugó sobre el tablero español del siglo XIX. A pesar de ello no dejaron de celebrarse los espectáculos que, mañana y tarde, dieron aliento al pueblo: Los toros. Arte taurino al que tan aficionada fue Su Majestad.

   Toreros que, al comienzo de la temporada, no dejaban de pasar por el taller de sastrería de don Celedonio Torres, en el que comenzó a dar sus primeros pespuntes don Cristóbal Cuadrado hasta que, al punto de iniciarse una más de las revueltas del tiempo, en los finales de la década de 1850, con apenas veinte años, el chiquillo espabilado entre hilos y agujas decidió establecerse por su cuenta y abrir taller de costura, dedicándose al impresionante arte del bordado torero. El taller no pudo estar en calle más aparente para el mundo taurino, en la madrileña calle del Siete de Julio.

   De allí comenzaron a salir los primeros trajes para los primeros espadas que se jugaron el tipo en los cosos de Madrid y, quizá por la suerte que aquellos obtuvieron; por el colorido y formas que don Cristóbal imprimió a las vestimentas, o por la cordialidad del trato; el taller en el que igualmente se elaboraban todo tipo de prendas, para toreros y caballeros, capotes de paseo y brega, o capas bordadas; ropas de campo, o trajes para garrochistas; se hizo un hueco grande en la Villa y Corte.

   Claro, con la fama, llegaron los cargos, y el dinero. Don Cristóbal comenzó a destacar en la sociedad madrileña de aquellos difíciles años del siglo XIX, en los que Madrid, con España, se vio inmersa en las epidemias que diezmaron pueblos, las del cólera, que llegó del Ganges. Don Cristóbal destacó como personaje habitual en ofrecer mano y caridad, como integrante de las juntas de socorro, en 1885. Y no faltó a la hora de inmiscuirse en aquellos asuntos políticos que alteraron también la vida. Los medios de prensa, cuando comenzaron a glosar su figura, dijeron que “ha luchado con valor y patriotismo por el establecimiento de las libertades”; que era tanto como decir que se las jugó, en los sucesos del 56, y en los inicios de la década de 1870, que tanto dieron de sí.

 

El sastre de los toreros

   Para esa década, la de 1870, la sastrería de don Cristóbal era una de las más afamadas, no solo de Madrid, también de España; entre oficiales, sastres y mozos, en el local de la calle del Siete de Julio número 5, trabajaban en torno al centenar de personas. Toda una industria textil, que hizo que su director pasase a formar parte de la élite empresarial de la capital, y que fuese elegido miembro del Congreso Mercantil, y de la Cámara de Madrid. También que fuese invitado a los mejores salones, y que no faltase, cuando la ocasión lo requería, a la plaza de toros. De su taller saldrían quienes en adelante seguirían sus pasos, convirtiéndose en maestro de ese arte costurero.

   En ella estaba, en la plaza de toros, la tarde fatídica del 20 de abril de 1862, cuando José Dámaso Rodríguez, Pepete, se enfrentó al segundo de la tarde. Un Mihura berrendo, ensabanado, de regulares libras, botinero y cornicorto, Tocinero de nombre. El toro derribó al picador en la de varas; Pepete fue al quite a cuerpo limpio; Tocinero fue hacia él y no más se supo hasta que, al llegar a las tablas, cayó sobre la arena. El Miura le había atravesado el corazón de parte a parte y el traje, de estreno, de la sastrería del mozo de Matarrubia, se tintó en sangre.

   A Pepete lo amortajaron con hábito de carmelita y depositaron su cadáver en la Sacramental de San Luis. La crónica dijo que “la tarde fue magnífica, la plaza llena, los revendedores hicieron su agosto y las naranjas se vendieron a seis cuartos”.

   Don Cristóbal dejó, a fin de ese siglo de duelos y quebrantos, la sastrería, en manos de su hijo, don Celedonio Cuadrado. Por aquí, por Guadalajara y su tierra, pasó por última vez en el mes de junio de 1904, después volvió a Sevilla, donde se buscó su retiro, al pie de la Giralda, junto a la Maestranza; y allí se quedó para siempre uno de nuestros artistas más desconocidos. Que lo fue.

  

 Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara,24 de mayo de 2024

 

 


 MATARRUBIA, UN LIBRO Y UNA CRÓNICA (Pulsando aquí)

 

 

 

 

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