viernes, octubre 21, 2022

EL TOPO DE YÉLAMOS DE ARRIBA

 EL TOPO DE YÉLAMOS DE ARRIBA

Basilio Rodríguez, que permaneció ocho años oculto, para no ir a una guerra

 

   Al hablar de los “topos”, la imaginación se nos escapa hacia las personas que vivieron ocultas tras la Guerra Civil, y en un vuelo de la memoria a los escritos de nuestro casi paisano y maestro en el arte de la prosa y del periodismo, Manu Leguineche, quien en unión de Jesús Torbado, dieron a la luz aquella magnífica obra que nos retrató el siniestro mundo que no pocas personas tuvieron que vivir, casi enterrados en vida, a fin de salvarla.

   La imaginación se nos va a la mitad del siglo XX; a la novela y la cinematografía, que han retratado ese mundo de silencio y oculta oscuridad de los perseguidos por sus ideas.

 


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   Quizá, en España, el caso más sobresaliente sea el de don Protasio Montalvo, alcalde republicano de Cercedilla, en la provincia de Madrid, quien vivió emparedado en su casa durante 38 años, uno detrás de otro. Salió de su escondite en 1977; en él había permanecido desde 1939; para don Protasio era ello, o la muerte.

   Aquellos topos de los que nos habló Manu Leguineche al retratarnos vidas como la de don Protasio Montalvo, que se escondieron por temor a la represión que siguió a la guerra, poco tenían que ver con Basilio Rodríguez, natural de Yélamos de Arriba, quien también se ocultó para escapar de una guerra, pero de otra guerra. O tal vez sí.

 

La hermosura histórica de los Yélamos

   Yélamos de Arriba, el pueblo natal de Basilio Rodríguez, es uno de esos hermosos poblachones de nuestra Alcarria, situado a unos pocos kilómetros de la capital provincial y a unos cientos de metros de su vecino, el otro Yélamos, el de Abajo, con el que siempre mantuvo la lógica y sana competencia por ver cuál de los dos aspiraba a más. A más habitantes y mejores fiestas.

   La historia de ambos Yélamos ha corrido pareja, por la tierra, a pesar de cada uno de ellos gozó de propios derechos. El de Abajo fue señorío de los Gómez de Ciudad Real, que fueron gente de postín en la Guadalajara de los Mendoza y gozaron, como los duques del Infantado, de noble e hidalga casa palacio, sobre la que se levantó, en los años finales del siglo XIX la casa provincial, o Palacio de la Diputación.

   El de Arriba siempre fue del Rey, tierra de Guadalajara y Señorío Real. Eso sí, tuvo la ventura de que lo pintase Rafael Pedrós, y de él escribiese otro hidalgo de las letras provinciales, Antonio Aragonés Subero.

 

Las guerras del rey Fernando

   Del rey Fernando VII, que parece que nació para guerrear, vivió guerreando y, una vez muerto, dejó a los españoles, como si de una herencia se tratase, una guerra. En la provincia de Guadalajara también dejó el recuerdo de los reales baños de La Isabela, que se los tragaron las aguas y ahora, cuando deja de llover, vuelven a emerger como un cascarón vacío en mitad del secarral.

 

 

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   El rey murió el 29 de septiembre de 1833, después de haber amoldado las leyes españolas a su gusto, incluso las que hacían a la sucesión a la corona. Por mucho que su majestad acudió a tomar las aguas la suerte no estuvo de su lado, y la descendencia masculina no le llegó, que era lo que al parecer buscaba en los baños, así que, a falta de varón, cambió las leyes para que lo heredase la hija mayor, doña Isabel, que pudo ser la reina que más tiempo llevase sobre su cabeza la corona de las Españas, si no hubiese sido por aquellas revoluciones que a lo largo del siglo XIX se la trataron de quitar, y terminaron al final con su reinado.

   Apenas tres años tenía doña Isabelita cuando su padre murió y fue jurada como reina de España, Isabel II, la de los tristes destinos que la pusieron por mote novelesco.

   Su tío, don Carlos, a quien de no ser por el cambio legislativo le hubiese correspondido la corona, juró que, de no llevarla sobre su cabeza, en España habría guerra, y guerra hubo. La Primera Carlista del siglo XIX.

   Una guerra que nos duró desde aquel mes de octubre de 1833 en que se conoció la muerte del rey, hasta el verano de 1839, cuando los generales Espartero y Maroto, en Vergara, simularon, con su abrazo, una paz que no llegaría hasta bien entrado el año de gracia de 1840.

 

La última confesión de una madre

   En el lecho de muerte, a punto de expirar y antes de perder la voz, después de recibir los santos sacramentos y la paternal bendición del párroco de Yélamos, doña Carmen pidió despedirse de sus hijos, los vivos. A solas, y lo hizo. Fuera, en la calle, nevaba si Dios tenía qué, que entonces se decía. No en vano corrían los últimos días del mes de noviembre de 1846.

   El pueblo entero compadeció a aquella mujer, que llevaba casi diez años penando la muerte de uno de sus vástagos, Basilio, después de perder a su marido.

   Basilio fue a la guerra, o mejor, fue movilizado para ir a la guerra, aquella primera carlistada, en el mes de septiembre de 1838. Desde Yélamos lo enviaron a Madrid, y en Madrid desapareció y de él nunca más se supo. Hasta entonces, hasta la confesión de la madre. A Basilio, en lugar de por muerto, lo dieron por prófugo, que en aquellos tiempos venía a ser casi lo mismo, pues la deserción en el ejército, en tiempos de guerra, se pagaba en muchos casos con la muerte.

   Sus hermanos, tras escuchar la última confesión de la madre, incrédulos y sin salir de su asombro, acudieron al lugar al que ella señaló. Lloraron al hermano durante ocho años, y no, no estaba muerto, y tampoco de parranda.

   A Basilio lo convenció su madre para que, en lugar de ir a la guerra, y una vez en su cuartel madrileño, a escondidas y amparado en la oscuridad de la noche, saliese del cuartel y regresase a Yélamos. Lo hizo. Y la madre se encargó de esconderlo en un camaranchón en el que permaneció, enterrado en vida, durante ocho largos años. La madre se encargaba, cuando nadie la veía, de llevarle algún alimento, algunas ropas, y poco más…

   Incrédulos y espantados, después del entierro de la madre, sacaron los hermanos del encierro al pobre Basilio. Deforme y esquelético. Había perdido prácticamente la facultad del habla y apenas podía andar.

   Para ese año, el de 1846 en el que sacaron a Basilio de su sepultura, ya se habían dado los correspondientes indultos que lo libraban del castigo a que había sido acreedor. Los hermanos lo llevaron a Guadalajara, a presencia del comandante general de la provincia. Contaron, quienes lo vieron, que el comandante dispuso que fuese reconocido por los facultativos…

   Basilio, aquel pobre topo de Yélamos de Arriba, se había convertido en un hombre lleno de dolores, imperfecciones y de una naturaleza en el estado más deplorable.

   Cuando la madre lo escondió contaba con 18 años de edad; cuando los hermanos lo desenterraron había cumplido los 26. Había permanecido, durante 8 años, encorvado, sin llevar a cabo movimiento alguno. El pelo le había crecido y encanecido, e incluso en estatura había menguado…, todo consiguiente a los padecimientos ocasionados por un amor maternal tan mal entendido; decían quienes conocieron la historia. Tan mal entendido, como malas son las guerras para quienes las padecen.

   Hacía prácticamente seis años que había terminado la primera guerra carlista, pero ya sonaban los tambores de la segunda. 

 

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 21 de octubre de 2022

 


 

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