ROMANONES: LA CORRIDA DEL SIGLO
En Romanones se acuñó la frase de: “Por San Blas, a Saleri verás”
Sin embargo, no solía ser por San Blas, cuando los vecinos de Romanones veían a su torero favorito, sino por San Antón, cuando los hermanos Saiz Martínez, el matador y el banderillero, solían acudir a la festividad del patrono de la población y, con harta frecuencia, llevaban sobre sus hombros las andas en las que el Santo era sacado en procesión. Por San Blas el torero solía comenzar la preparación de la temporada, después de tomar la alternativa y alcanzar un poco de la fama que lo llevaría a ser uno de los primeros espadas del reino, por aquí, y por allí. Entiéndase, los cosos americanos. Pues fue Julián Saiz Martínez uno de esos toreros que engrandecieron el arte de Cúchares, desde la provincia de Guadalajara. Provincia que también dejó, para el espectáculo, arte o como se le quiera llamar, de los toros, alguno que otro nombre de fama.
Por aquellos años, las primeras décadas del siglo XX, cuando Julián Saiz lanzó al mundo el nombre de Romanones, el pueblo comenzó a gustar a todo aquel que apreciaba el arte del toreo y el sentir alcarreño. Romanones, pueblo, salió al mundo y sus naturales presumieron, como no podía ser de otra manera, de ello. Romanones, pueblo, contaba por aquellas fechas con dos hombres que lo ponían en el universo de la fama: su torero y su conde, don Álvaro de Figueroa y Torres de Mendieta, un personaje que no tenía tiempo para aburrirse.
A quien, al parecer, no agradaba demasiado el pueblo era a la señora condesa, doña Casilda Alonso-Martínez y Martín quien, el 19 de marzo de 1907 se presentó en su palacio, abrió las puertas, corrió por la villa la noticia de su presencia, se echaron a la calle las autoridades locales para ofrecerle sus respetos y, cuando llegaron, la condesa les dio con la puerta en las narices, haciendo que se escribiese, de parte de las ofendidas autoridades de Romanones, que así demuestra el poco afecto y cariño al pueblo del que su señor esposo lleva el título.
El Conde, don Álvaro de Figueroa y Torres
A don Álvaro, sin embargo, a pesar de que no se quedó a dormir en el palacio de Romanones en tantas ocasiones como los vecinos hubiesen deseado, sí que le gustaron los campos de su condado. Sobre todo por las perdices y codornices, de las que nuestro hombre, como de las serranas de Guadalajara, fue un gran admirador. También lo fue del torero, de Julián Saiz, a quien apadrinó en el ruedo, y en su boda a través de don Manuel Brocas. Desde luego aquel día, el de la corrida del siglo, tampoco podía faltar su presencia en el feudo del título que llevó con honra y grandeza.
Un título, el de conde de Romanones, que no hacía tantos años que llevaba grabado en sus tarjetas de visita; cuando se celebró la función de que hacemos memoria, apenas veinte años. El de Romanones era un título de esos perdidos en el tiempo que, aunque perteneció a la familia, con tantos de los que disponer, se quedó en los archivos de la Chancillería. Don Álvaro solicitó la rehabilitación y la reina gobernadora se lo devolvió, en 1892, cuando don Álvaro comenzaba a gallear en el terreno político; don Álvaro, descendiente directo de Don Rodrigo Ángel de Torres y Mexia, Caballero de Justicia de la Orden de Calatrava, Regidor Perpetuo de la ciudad de Guadalajara, Señor de Albotájar, Mejorada la Vieja y el Canalizo; descendiente de los marqueses de Villamejor, de los Vizcondes de Irueste, de los Príncipes de las Torres, de los señores de Romanones, y… de tantos títulos más.
Es de suponerse que la idea, la de la corrida del siglo, surgió del torero, de Julián Saiz Martínez. El conde no se negó a participar, y, es más, su hijo, el duque de Tovar, eligió uno de los becerros de su ganadería, lo llevó a la plaza de Romanones, y lo toreó en unión de su hermano, el marqués de Villabrágima, al contrario que su padre, quien fue únicamente torero en el mundo de la política, aquellos, además de en la política, fueron también aficionados al toreo en los ruedos.
Fiesta en Romanones
Las voces de lo que estaba por suceder en la población en los últimos días del mes de noviembre de 1914 corrieron por toda la Alcarria, saltaron el Tajo y llegaron a la provincia de Cuenca. A tanto llegó la expectación que, desde Guadalajara, se anunció la salida de coches directos para asistir al festejo, en viaje de ida y vuelta; también desde Madrid se organizó alguna que otra excursión. El cartel no merecía menos, pues aparte del duque de Tovar y de Julián Saiz, todo un figura ya en los carteles taurinos, el tercero en la lidia sería otro de los grandes, Vicente Pastor, ambos con sus correspondientes cuadrillas. Junto a Julián, además de su hermano Nicolás (Saleri III), sus banderilleros, Posadero, Salinero y el Francia.
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No hay para qué decir que, si las codornices del entorno hubiesen tenido conciencia, hubieran levantado el vuelo del término municipal de Romanones y aledaños. Pero…
Al conde, tanto el torero de Romanones como las autoridades del municipio, acordaron agradarle la jornada de la víspera, y la posterior a la corrida, con sendas cacerías de codornices. Por aquellos días, al parecer, el Sr. Conde no ostentaba cargo político de primera plana, salvo sus consabidas representaciones en el Congreso de los Diputados y la presidencia de su partido político. Por lo que además de dirigir alguna que otra comisión y dedicarse al arte de la escritura, le sobraba tiempo para lanzarse al que fue uno de sus grandes esparcimientos, el de la caza. Para cuando se celebró el festejo de Romanones acababa de llegar de Santa Cruz de Mudela donde, en compañía de Su Majestad, el rey don Alfonso, habían espantado a todas las perdices del término, y de la finca de su marqués, aquella de la que contaba el ilustre don Francisco Layna que no se daba un paso sin pisar un nidal de perdices.
En Romanones se calcula que entre Saleri, el conde, sus hijos, Vicente Pastor y don Manuel Brocas, rindieron, al cabo de la primera jornada, 500 piezas. Que ya lo son.
Mientras, la empresa que se encargó de organizar el festejo terminaba de montar la plaza en las eras del pueblo y los vecinos, quienes no pudieron conseguir entrada, se subieron a los cerros, a las ramas de los árboles y hasta a los tejados de las casas próximas, por ver y sentir el ambiente, y, al tiempo, ver torear a aquellos ídolos del pueblo, que pasearon por las calles aclamados por el vecindario. Hasta cinco mil personas, en cálculo corto, se calcula que llegaron a la población.
Vicente Pastor y Julián Saiz fueron muchos más aplaudidos que los miembros de la nobleza, e incluso que don Manuel Brocas quien, cada dos por tres, como administrador del Sr. Conde, paseaba por estas poblaciones, entre otras cosas, para pedir el voto, para él, y para el conde.
Las tres en punto de la tarde
Por aquí las corridas de toros, en los días grandes, comenzaban a las tres de la tarde. Las cuatro como mucho. Y podían prolongarse hasta las siete o las ocho o…, en una ocasión, por estas poblaciones alcarreñas, llegada fue la medianoche y, el público, aburrido ya de toros, dejó en el ruedo a los lidiadores y se fue a dormir.
En Romanones, aquella tarde, a las tres en punto, ocupó el palco presidencial el Sr. Conde, don Álvaro, junto a las autoridades locales, don Manuel Brocas y la familia de los toreros Saleri. Al momento, se anunció la salida del primer morlaco. Llegó de madrugada, encajonado en un carro, desde la ganadería del duque de Tovar.
Lo salió a recibir, con una verónica que levantó al público de sus asientos, Vicente Pastor; luego lo hizo con algunas revoleras Julián Saiz y, si a Pastor lo aplaudieron, al paisano, para qué decir, mucho más cuando tomó los palitroques y ofreció a Vicente Pastor el primer par. Ambos estuvieron entre los buenos banderilleros de su tiempo, y no era para menos que, en aquel pueblo, se lucieran.
De la lidia del toro se encargaron, al alimón, Pastor y Saleri. De darle la última estocada, Julián, con un volapié, mojándose los dedos…
El segundo lo torearon, al alimón también, el duque de Tovar y el marqués de Villabrágima, banderilleando don Gonzalo, hermano del conde, de burladero a burladero.
A eso de las seis concluyó la corrida, y comenzó el desfile, cada cual a su casa. En Romanones sólo se quedó el torero del pueblo, quien se encargó, al día siguiente, de repartir la carne de los toros, y los dineros que le tocaron en suerte, entre los pobres y necesitados del entorno y de la villa.
Sucedió el 29 de noviembre de aquel recordado año de 1914. Sí, la corrida estaba anunciada para el día 22, pero aquel, como anunciaron los carteles, el tiempo lo impidió. Cosas que pasan. Eso sí, no hubo otra igual, y el nombre de Romanones, pueblo, apareció en la prensa de media España.
Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 29 de abril de 2022
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