OCENTEJO Y EL HUNDIDO Y SUS SEÑORES
La historia, la naturaleza y la leyenda, se unen en uno de los parajes más literarios de la provincia
Observando al día de hoy el caserío de Ocentejo, que se parece cobijar bajo las alas recortadas de la peña de lo que fue su castillo, nadie diría que, en un tiempo lejano fuese lugar disputado por quienes quisieron llevar, entre sus emblemas, el del lugar.
En la actualidad es un pequeño y hermoso caserío a las cercanías del Tajo, río que vertebra la provincia desde las altas tierras molinesas y que fue parte de la riqueza de estos pagos, en tiempos de las maderadas, que por estas fechas comenzaban a prepararse para iniciar el descenso rumbo a Aranjuez cuando el tiempo, y las aguas, fuesen propicias.
Hasta las cercanías de Ocentejo, siguiendo el río, también llegó, hace tres o cuatro siglos, don José Briz, acompañado de don Pedro Simón, y ambos comisionados por don Carlos de Simón Pontero cuando don Carlos buscó la manera de hacer navegable el Tajo, desde Lisboa, hasta estas tierras, a ser posible, caso de que no pudiera ascenderse un poco más.
Por aquí anduvieron el veintiocho de agosto de mil setecientos cincuenta y cinco, salieron de Valtablado, con intención de llegar, y llegaron, no sin esfuerzo, a las cercanías de Ocentejo: pasando con un trabajo increíble el término de Armallones hasta la Peña Abujereada, que es donde está la Tomellera de Ocentejo y Armallones, subiendo por peñas y riscos, que ni aun los guías se atrevían a seguirnos, siempre a pie o a nado porque no hay camino para caballerías…
El hundido de Armallones
Trataban de pasar a través de lo que la historia ha dado en llamar “el Hundido de Armallones”, a causa de aquel desprendimiento de tierras que, mediado el siglo XVI taponó las entrañas del barranco por donde discurre el Tajo.
La increíble relación de lo acaecido entonces nos la contaron los Alcaldes ordinarios de la villa, don Juan de Céspedes y don Francisco Martínez, cuando el Justicia Mayor de la Orden de Calatrava acudió a la población para examinar a ambos y dar cuenta a Su Majestad, el Rey don Felipe II, de lo que en Ocentejo había.
No supieron decirnos cuando acaeció aquel corrimiento del que hicieron memoria y que “hundió una gran parte de un cerro do dicen la Tomellera de hacía término de Armallones, y atajó el dicho río, y volvió la repuya a zaga una legua, y abajo acaso estaban esperando abajase la furia de la crescida quince o veinte carreteras de bueyes que iban con lana y querían pasar por un vado que acostumbraban y por la gran crescida no se atrevían y estando ansí vieron estándose el agua en que vino a quedar en seco el vado y a gran priesa los carreteros uncieron y pasaron sus carretas. E yo el presente escribano digo y aprobado vecino que fue desta villa que se halló presente en el dicho río cuando esto pasó, y que veyía la pesca ir en capa de agua saltando y que tomó el alguna ques y por temor de que había de venir gran crescida horadando lo que se había hundido, se subían en los cerros altos las gentes porque temían había de subir mucho el agua en alto”.
A poema de puro castellano viejo suena el relato de lo entonces ocurrido, en la pluma del escribano del lugar, que lo fue Alonso de Monrroy.
Ocentejo, y el Hundido de Armallones, un libro, y una historia. Conócelo pulsando aquí
Y Francisco Layna, también
También lo contó, con enaltecida pluma, mucho tiempo después, mediada la década de 1940, cuando desde Cifuentes se aproximó a la Tomellera, guiado por unos cuantos espoliques puestos a su disposición por el señor Alcalde de Ocentejo, que lo era don Ruperto Sánchez.
Entonces se cruzaba el río Tajo, por aquellos lugares, a bordo de una especie de transbordador que consistía en tambaleante cajón suspendido de férreo cable a metro y medio sobre el agua, y que avanzaba al tirar con todas nuestras fuerzas de una maroma asida a la opuesta ribera.
El Sr. Layna había estudiado años atrás el castillo de Ocentejo, al que puso el apelativo de “castillo liliputiense”, por lo minúscula de la construcción, encaramada a pesar de ello sobre su correspondiente cerro, desde el que vigilar el paso de los carromatos, y los comerciantes, desde esta parte de la tierra de Guadalajara, a la del otro lado del río.
El Sr. Layna también desdijo en la ocasión los escritos del académico seguntino don Manuel Pérez Villamil, que contó que por allá levantaron convento los cruzados templarios y que, dado la buena disposición del clima y el terreno, llegaron a cultivar toda especie de frutos tropicales.
No pudo decirnos en qué tiempo fue levantada aquella construcción, el castillo liliputiense, que en difícil equilibrio hubo de mantenerse por espacio de algunos siglos, y que hubo de ser desmochada al término del XIX por las gentes del lugar cuando, desaparecidos los peligros que lo hicieron útil, amenazaba con caer, a plomo, sobre las casas del vecindario, atrapándolo debajo.
Poco más arriba de la Tomellera, o del Hundido de Armallones, se establecieron las llamadas Salinas de Ocentejo, en el Salobral de la Requijada, donde don Jerónimo López primero y don Cándido Arralde después, levantaron su pequeño imperio de sal.
A don Cándido Arralde, que era natural de Orihuela del Tremedal, le dieron el mayor susto de su vida en aquel apartado rincón de la tierra la noche del 13 de noviembre de 1898, cuando media docena de encapuchados asaltaron la casa y a fuerza de amenazas consiguieron salir de ella con 13.000 reales en billetes de banco, además de unas cuantas joyas, aderezos de oro y plata; y un revólver que don Cándido guardaba por si aquello pasaba, y no pudo utilizar, porque le pillaron desprevenido. El cabo de la Guardia civil del cantón de Cifuentes, don Esteban Asama, siguió el rastro de los forajidos hasta Cañizares, en Cuenca, y encadenados los presentó al Juez del distrito, aunque ya se habían fundido parte de lo robado.
Los Señores de Ocentejo
Ocentejo fue, desde más allá del siglo XVI señorío de los Carrillo de Acuña. Antes lo fue de doña Marquesa, una de las principales damas de la corte de doña Blanca de Molina, a la que doña Blanca se lo legó en pago de servicios en 1293. A la muerte de doña Marquesa regresó a poder de doña Blanca, y con Molina a la corona castellana.
Después, a partir del siglo XIV ya tendremos a los Carrillo de Acuña ostentando el señorío, y peleándose, en abierta guerra familiar, casi todos a una, por los derechos de Ocentejo. Y si grandes batallas familiares tuvieron a lo largo de este siglo quienes llevaron entre sus títulos el de Señor de Ocentejo, no serán menores las ocurrencias cuando el señorío recaiga en don Gómez Carrillo de Albornoz, a quien llamaron “El Feo”, cuando el siglo comenzaba a iniciar su cuesta abajo. A don Gómez le apodaron “El Feo”, por auerlo sido en el rostro, pero hermoso en las obras y caualleria.
Tres hijos le nacieron de su matrimonio con doña Teresa de Toledo, que fue hermana del primer Duque de Alba; don Juan, don Pedro y don Álvaro Carrillo, quienes no estuvieron, desde que lo conocieron, conformes con las disposiciones del padre al fundar mayorazgo y distribuir la hacienda.
Cuenta la historia que, como era de ley, don Gómez dejó el mayorazgo al primogénito, don Juan, con lo que no estuvo conforme don Pedro; así que, un día, mientras comía, se le aproximó por la espalda y: de manera alevosa lo mató, por gozar del mayorazgo.
Como es de ley fue preso en nombre del rey, y como solía suceder en aquellos remotos tiempos, corría el año de gracia de 1465 o 66, el rey, que lo era don Enrique III, perdonó su crimen, pues el Carrillo de Acuña muerto se había desligado de la obediencia real. La carta de perdón la firmó el rey en Valladolid el 21 de abril de 1466, y por unas cosas u otras, también lo perdonaron sus hermanos, entre los que se encontraba don Alonso Carrillo, que entonces ostentaba el obispado de Ávila y sería más tarde arzobispo de Toledo.
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Uno de ellos, de los hermanos, sin embargo, quizá temiendo que el don Pedro, hecha una hiciera cientos, se las apañó para, mediante ingeniosa treta, tomarlo preso y encerrarlo en una jaula. Cuenta la historia que, allí lo tuvo, en su jaula y encerrado, en la fortaleza de Torralba, por espacio de siete años y seis meses, y que si lo soltó no fue por caridad, sino porque se lo pidieron los reyes, que ya lo eran don Fernando y doña Isabel de Castilla.
Cosas que contar que tienen nuestros pueblos, sus gentes, sus castillos, sus paisajes, sus señores. El ayer y el hoy de la tierra que pisamos.
Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 3 de diciembre de 2021
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