HIENDELAENCINA: UNA IGLESIA DE PLATA
Se cumplen ciento setenta años de la consagración de la iglesia de Santa Cecilia, en la población minera
Prácticamente duró un día entero el viaje que, desde Sigüenza, en carretela y acompañado por una buena parte de los entonces hombres de bien de la iglesia seguntina, llevó a cabo el obispo diocesano, don Joaquín Fernández Cortina.
Probablemente el aspecto de los lugares por los que fue pasando pudieron recordarle a su tierra natal de Asturias, puesto que desde Sigüenza atravesó una parte del valle del Salado antes de introducirse en el inmenso barrancal minero de Hiendelaencina.
Eran los años del auge minero. De la fiebre de la plata, no sólo en el entorno de aquellos pizarrales bajo los que cualquiera estaba dispuesto a descubrir el gran filón que multiplicase las inversiones; también se extendían, porque la culebrilla plateada lo hacía, a través de las faldas entonces míseras y raídas de hambre del Alto Rey de la Majestad; por Zarzuela, Villares, Prádena, Gascueña, y más allá. A las gentes de estas tierras, y a las de las tierras cercanas, se les abrió el apetito y soñaron con que podían hacerse ricos. Inmensamente ricos, por ello algunos de ellos pidieron préstamos con los que comenzar una aventura minera y, claro está, lo perdieron todo. Alguien escribió que, por aquellos días y estas tierras, muchos hombres echaron la moneda al aire, y en el aire se quedó.
Hiendelaencina, el pueblo de la prosperidad
Apenas habían pasado media docena de años desde que el filón de plata descubierto por don Pedro Esteban Górriz comenzó a generar prosperidad. Don Pedro Esteban Górriz se hizo rico en este tiempo, y también el principal de sus socios, don Antonio Orfila y Rotger. Ambos se encontraban aquel sábado 22 de noviembre de 1851 en la nueva plaza de Hiendelaencina. Una plaza, y un pueblo que, al decir de la prensa del momento, crecía a ritmos acelerados, porque era uno de los puntos más codiciados por españoles y extranjeros.
En aquellos años la población se había multiplicado de tal forma que andar por las calles de Hiendelaencina en día de mercado era como hacerlo por la plaza Mayor de la capital del reino, en hora punta.
Al Señor Obispo, don Joaquín Fernández Cortina, sin duda que le debió de impresionar todo aquello. Era la vez primera que visitaba la población, de la que tanto y bueno se escuchaba hablar por todas partes. Pocas poblaciones en el obispado podían entonces presumir de levantar una iglesia de nueva planta sin recurrir a los siempre engorrosos empréstitos; al rogar de puerta en puerta en la que conseguir fondos para prevenir el hundimiento de la techumbre o la espadaña.
En Hiendelaencina se levantaba una iglesia, de nueva planta, con dinero contante y sonante aportado por los ricos mineros que, en apenas media docena de años, se enriquecían a la vista de todos, y a manos llanos. Y es que la primera hornada de la tierra, la mejor y más fresca, lo permitía.
La nueva iglesia
Es de suponer, aunque nada claro está, que aquella nueva iglesia se levantaba sobre la antigua. Que debió de ser románica, de los primeros años de la reconquista de esta tierra, cuando allá por los siglos XI o XII las huestes armadas de don Alfonso, rey de Aragón, avanzaron conquistando esta parte de Castilla. Una iglesia que ni conocieron los Carrillo, señores de la tierra a partir del siglo XV, ni los Mendoza, también dueños de ella dentro del mismo siglo, como lo continuaban siendo entonces. Algo de parte, tal vez, tenían en la nueva urbanización de la población minera, puesto que don Antonio Orfila Rotger ostentaba, entre sus numerosos cargos, el de administrador de los Duques del Infantado; además su residencia oficial se encontraba en el emblemático palacio de Guadalajara, aunque don Antonio fuese uno de los mallorquines más conocidos de su tiempo.
Por aquellos días, frente a la nueva iglesia se levantaba sus casas, que ya sabemos que se dijo que en ellas podían vivir holgadamente unas cuantas familias, y que eran de lo mejor de Hiendelaencina; tal que si fuesen un elegante palacio.
De la primitiva iglesia hay constancia de solicitud de obras a fines del siglo XVII, en 1690, aunque no sitúan el edificio en lugar conocido, que algunos estudiosos de la población minera señalan en el entorno de la conocida como “Plaza de las Cabras”.
Por aquel tiempo, 1690, la iglesia requería obras porque se había hundido la techumbre de la capilla mayor, y el mismo riesgo corría el resto del edificio. El proyecto entonces, puestos a reformar, decía que se había de levantar la nave central al menos una vara, ya que cuando por el interior del templo tenían que alzarse cruces y estandartes estos daban, prácticamente, en el techo. Fue este, el siglo XVII, el de las grandes obras en muchos templos provinciales que los transformaron por completo. Las iglesias primitivas, aquellas románicas que surgieron tras la reconquista, eran como las gentes que acudían a ellas, más achaparradas que las que a partir de estos siglos se nos presentaron.
Claro está que mientras se hacían aquellas obras nuevas en la iglesia vieja, los vecinos de Hiendelaencina tuvieron que contentarse con escuchar los oficios en la ermita, y allí no cabían todos. Y las obras, cuentan las crónicas, se prolongaron más de la cuenta, porque era mucho lo por hacer, y poco lo que se tenía para pagar, con lo que los constructores, ante el riesgo que suponía hacer la obra y no cobrar, se marcharon a otra parte. El cura párroco de aquellos tiempos, don Pedro Cortezón, pasó semanas enteras sin dormir, viéndose sin feligresía, sin iglesia y sin dinero.
El día de Santa Cecilia
Fue el señalado para la consagración del nuevo templo. El 22 de noviembre, que aquel año cayó en sábado.
Ya se había adoptado a la Santa como patrona de la localidad, y por ende de los mineros de la comarca. Por lo que eran, por aquellos días de la consagración de la iglesia, las fiestas principales. Poco después, por aquello de la climatología, se trataron de cambiar a San Miguel, pero no gustó a los mineros de Hiendelaencina y, tras los correspondientes alborotos, el consistorio tuvo que volver a la celebración de Santa Cecilia, en evitación de males mayores. Que ya sabemos que cuando la gente de la sierra se pone brava…
Las obras se iniciaron, a expensas de los fieles y ricos mineros, en la primavera de 1849. En plena fiebre de la plata. Cuando nada se ponía por delante a las gentes de Hiendelaencina, ni del entorno.
Claro está que los mineros tampoco eran de mucha misa, aunque conservaban las propias devociones. Muchos de ellos, los más arriscados, provenían de comarcas históricamente mineras; de Ciudad Real, de Valencia o de León, y con ellos se trajeron el espíritu de sus mayores.
Tampoco, los párrocos de estos contornos, aceptaron de buen grado aquel desparrame de devociones y, sobre todo, la falta de asistencia a los oficios religiosos en días de guardar. Algunos se pusieron de uñas cuando en Hiendelaencina se decretó que, los domingos, en la plaza principal, se celebraría un gran mercado para toda la comarca. E incluso prohibieron el paso por sus tierras, en dirección al mercado.
El mayor temor del Sr. Obispo y autoridades locales, se centraba en el tiempo. El año fue escaso de aguas y una gran sequía se tendió por media España. Una sequía que en parte se remedió con los primeros días del otoño, que fueron lluviosos en extremo. Pero aquel día de Santa Cecilia de 1851, en Hiendelaencina, a pesar de que no calentó en exceso, lució el sol.
Desde la ermita, en procesión, se trasladó el Santísimo al nuevo templo, bendecido y consagrado por don Joaquín Fernández Cortina, con la iglesia atiborrada de fieles; don Agustín Barco, Alcalde de la localidad, al frente. Y todavía, a pesar de la amplitud de la nave central, hubo gentes que tuvieron que seguir los oficios desde la plaza. La fiesta duró todo el día, y el siguiente.
Don Abelardo Gismera Cortezón, estudioso de la historia de Hiendelaencina, en una de sus más trabajadas obras: “Hiendelaencina y sus minas de plata”, nos ilustra ampliamente sobre la vieja, y la nueva iglesia de Hiendelaencina que todavía, ciento setenta años después, casi pudiéramos decir que luce como el primer día. También nos dice que las obras se ajustaron en nueve mil duros de la época, y se pagaron sin arruinar ningún bolsillo. A pesar de que el paso del tiempo se llevó la plata, y los mineros que soñaron con que, algún día, se harían ricos. Pero en Hiendelaencina quedó, de entonces acá, una iglesia que recuerda su pasado de plata.
Tomás Gismera Velasco / Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 26 de noviembre de 2021
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