ALFONSO X EL SABIO, POR ESTAS TIERRAS
El Rey Sabio dejó su huella en Palazuelos, Azañón, Alcocer, Cifuentes, Atienza…
Ochocientos años acaban de cumplirse, el 23 de noviembre, del nacimiento en Toledo de uno de los más recordados reyes que ha dado la tierra de Castilla, Alfonso X, que ha pasado a la historia, por su temperamento y dotes culturales, como “El Sabio”. Lo fuese o no, es lo cierto que nos legó, y continúan estudiándose, unas cuantas obras que nos dan idea de que tuvo tiempo para emplearlo en la escritura y el dictado de leyes, después de regir sus reinos; vencer y perder batallas; procurar que sus herederos no perdiesen el norte; o tratar de coronarse emperador del Sacro Imperio.
También dedicó tiempo al amor, dejándose abrazar, en tiempos juveniles, por doña Mayor Guillén de Guzmán, toda una dama, llegada de Portugal, que dejaría su sello, y su recuerdo, por tierras serranas y alcarreñas, en las que el legado, o el recuerdo, del rey Sabio, está presente.
Mayor de Guzmán, el amor del rey
Nos cuenta la historia de Castilla que, siendo joven, y príncipe heredero, el rey don Alfonso, tuvo amores con la hermosa doña Mayor, recién llegada de Portugal donde sus padres, don Guillén Pérez de Guzmán y doña María González Girón, pertenecían a la alta nobleza.
Sucedía en estos tiempos que el rey no se podía casar con quien eligiese, sino con quien le mandasen los grandes del reino, y al futuro rey Sabio lo mandaron casar con doña Violante de Aragón, hija de quien reinaba en el vecino, para así formalizar unas relaciones de amistad prácticamente imposibles, pues las guerras castellano-aragonesas pueblan los libros de la historia de aquellos siglos en los que nuestro rey vivió, y continuarían en los siguientes como lo hicieron en los anteriores.
Antes de casarlo con la princesa de Aragón trataron de hacerlo con la de la Champaña, la hija de don Teobaldo de Navarra, reino con el que tampoco hizo Castilla buenas migas; y con doña Felipe de Ponthieu quien, al parecer, fue hermana de su madrastra.
En la Colegiata de Valladolid, el 29 de enero de 1249, recibió la bendición, y salió del brazo de doña Violante de Aragón, su legítima esposa, con quien formó familia numerosa, puesto que de la unión nacieron once vástagos, y casi que otros tantos problemas a lo largo del reinado, y después. No sólo a causa de los hijos legítimos, también de los que nacieron al margen de la legalidad.
A pesar de que fue, tal vez la descendencia que hubo en doña Mayor Guillén, la más discreta. Como lo fue la gran dama quien, por no estorbar en el matrimonio real, se metió a monja. Aún a sabiendas de que, sin duda, fue el gran amor del rey Sabio. Pues a ella dedicó, al menos, lo mejor de nuestras tierras.
Cuentan los cronistas de aquel tiempo que, efectivamente, doña Mayor no se entremetió cuando conoció que el futuro rey de Castilla se obligaba a jurar fidelidad eterna (que debió de ser que no), a su esposa ante Dios y los nombres. Claro está que, a cambio del silencio, recibió doña Mayor, con el disgusto de las gentes de Atienza, no pocas tierras que fueron desgajadas del Común de la Villa.
Tierras por la Alcarria, con Cifuentes, Azañón, Viana, o Alcocer por aquellos extremos; y tierras cercanas, como la murada Palazuelos, a las puertas de Sigüenza.
El convento de Alcocer
Nadie duda a estas alturas de la historia de que el Rey tuvo alguna que otra participación en la prosperidad de la villa alcarreña de Alcocer, y en la fundación en su término de uno de los mejores monasterios que conoció la provincia.
Monasterio al que se retiró la discreta doña Mayor; en el que llevó vida monástica y en el que falleció hacía 1262.
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De su retrato mortuorio, en madera de nogal, escribió el insigne Ricardo de Orueta, al hablar de la escultura funeraria, que su labor es muy sobria y muy sencilla, y justísima en su proporción y en el dibujo de todos sus contornos. Aunque su arte es, desde luego, el peculiar del siglo XIII, en sus más hermosas obras. Sorprende en ella lo en grande que está concebida, la amplitud de sus formas, la simplicidad de sus siluetas, lo seguido de su ropaje, la grandiosidad de sus proporciones. No es elegante como sus contemporáneas, ni refinada, sino majestuosa, serena y muy seria, con una serenidad interna que sobrecoge. Por más que esté tendida y sea una escultura sepulcral, no es una muerta que tiene los ojos abiertas… tiene vida…
Hubo quien, antes que Orueta, conoció incluso la momia en que doña Mayor quedó convertida, y la definió igualmente con palabras que enaltecieron el ánimo de sus congéneres, cuando las monjitas abrieron el féretro y la encontraron tal que si la terminasen de enterrar: denotando la notable natural hermosura en el rostro, de una altura agigantada, el pelo rubio y muy hermoso...
Las desdichas de 1936 hicieron desaparecer aquella efigie, no sin que antes la retratase igualmente el cronista Layna Serrano y de ella hablase con encomio.
A su muerte, las tierras de doña Mayor pasaron a su hija, la habida con el rey Sabio a quien su padre aseguró futuro casándola con el rey de Portugal, uniendo así, una de tantas veces, los reinos castellano y portugués.
Reina de Portugal, y señora de Alcocer, de Azañón, de Cifuentes, Palazuelos y media docena de lugares más por estas tierras sería doña Beatriz de Castilla, de quien pasarían las tierras, lugares, villas y aldeas a doña Blanca, la hija de la princesa de Castilla y el rey de Portugal quien, como su abuela, se metió a monja, en esta ocasión en el convento de las Huelgas Reales de Burgos, desde donde administró la tierra que le llegó por legación de su abuelo, el Rey Sabio.
Claro que doña Blanca, antes de encerrarse tras los muros del convento, tuvo amores indiscretos, solía suceder, con un caballero portugués, de cuyos arrumacos nació don Juan Núñez de Prado; y en medio se metió el siempre díscolo infante don Juan Manuel quien, al final, se quedó con Cifuentes.
Atienza también
Tuvo mucho que decir la castillera villa a lo largo del reinado de don Alfonso, que fue largo y que, iniciado con buen pie, terminó con el paso perdido, cuentan las crónicas del reinado.
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Don Alfonso, quien entre reinar y batallar, escribir y procrear, también buscó la manera de ser coronado emperador del Sacro Imperio, jugó sus cartas con las testas coronadas europeas que aspiraban a lo mismo. Nuestro Sabio monarca lo hizo en dos ocasiones. En una de ellas a punto estuvo de alcanzar la corona, pues recién llegado a Atienza, en el mes de Agosto de 1257, hacía Burgos salían los heraldos desde algún lugar de Europa para anunciar que nuestro monarca había sido el elegido para llevar la corona de Carlomagno por lo que, tras firmar en Atienza unos cuantos documentos, partió a la ciudad del Cid y, tanto se debió de entretener en el camino que, cuando quiso ver, don Ricardo de Inglaterra, su rival, marchó a Roma y se hizo coronar, lo cual no debió de importar demasiado a don Alfonso, quien volvió a presentar su candidatura años después. Y volvió a Atienza para concederle feria y fuero.
Le acompañaba en la ocasión, como lo hizo durante gran parte de su reinado, uno de aquellos hombres que pasan de puntillas por la historia, o que la historia, sobre todo de los pueblos, deja en el olvido. Su nombre fue Gonzalo Ruiz, a quien, por ser su lugar de nacimiento, apellidaron “de Atienza”. Hombre de gran linaje que ya pasó por el reinado de don Fernando III, padre de nuestro buen rey, con quien entró triunfante en la Sevilla recién conquistada.
Gonzalo Ruiz de Atienza es, en las crónicas del Rey Sabio, el hombre a quien, en parte, el monarca debió su reino. Don Gonzalo regía, como especie de primer ministro y embajador a un tiempo, buscando la paz en la guerra y el sosiego en el reino, mientras el Rey Sabio batallaba, escribía libros de leyes, jugaba al amor o soñaba con un imperio.
Quizá sea Gonzalo Ruiz, y no sabemos por qué, uno de los hombres más injustamente olvidados de las crónicas medievales, y eso que, por una gran parte de los reinos castellanos, extendió el guion de Atienza; a quien ya, en el siglo XVI, elogia Argote de Molina; y Nicasio Camilo Jover, en el siglo XIX lo hizo, poco menos, que protagonista de una de sus novelas: “Las amarguras de un rey”; que muchas fueron las que padeció el rey Sabio, Alfonso X. A quien tanto celebramos, porque sin duda lo merece, ochocientos años después de su nacimiento.
Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 10 de diciembre de 2021
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