JOSÉ SERRANO BATANERO. CIFUENTES FUE SU
CUNA
Tomás Gismera Velasco
En Henares al Día.com
José Serrano Batanero saltó al mundo del
periodismo, de la España en grande, en el mes de marzo de 1905, a raíz de uno
de aquellos sucesos que tuvieron lugar en su tierra natal de Cifuentes, y al
que la historia puso el título de “El
crimen del Ermitaño”.
Contaba con apenas 24 años de edad y estaba
metido de lleno en sus estudios de Derecho en la Universidad de Zaragoza,
donde, como su primo Francisco Layna en Madrid, demostró tener capacidad de
líder, ya que comandó las milicias estudiantiles en los congresos escolares que
tuvieron lugar en aquellos años en Zaragoza, Valencia y Barcelona.
Para 1910 ya era abogado en ejercicio, y
periodista por vocación. En Madrid ganaba pleitos, y en Guadalajara publicaba
artículos que hablaban de su pueblo: Cifuentes. Antes había recorrido medio
mundo en aquellos sueños bohemios de un chico de bien, como él mismo diría: Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil,
Méjico, República del Ecuador, toda la América, en fin, del Sur y gran parte de
la del Norte. Por supuesto, Europa,
también.
Su fama de buen letrado en causas penales lo
lanzó al estrellato mediático de los abogados de prestigio. Sus primeros casos
fueron seguidos por la prensa, que ensalzó sus alegatos en defensa de sus
patrocinados, y si comenzó con el simple crimen de un pinche de cocina, poco a
poco fue ascendiendo en el escalafón legislativo hasta llegar a intervenir en
casos tan de película como “El crimen del
Capitán Sánchez”; el no menos famoso del “Café de Fornos”… y tantos más. Don José, Serrano Batanero,
protagonizó una de aquellas escenas que ha traspasado la frontera del tiempo,
al presentarse con los hijos de su condenado capitán Sánchez ante las puertas
del palacio real para, cuando saliese el rey, pedirle clemencia para su
condenado a muerte. Que no la logró.
Antes de eso entró a formar parte de los
jóvenes liberales que andaban a medio camino entre el mundo de la cultura y el
de la política, cuando Maura se retiró de la escena corriendo el año de 1913. Serrano
Batanero se reveló como un gran orador, fama que le acompañaría el resto de su
vida, protagonizando innumerables encuentros de carácter político, o dando
conferencias sobre los más diversos temas, con preferencia relacionadas con el
mundo de la abogacía y los derechos humanos.
Su fama como abogado penalista creció con el
paso de los años, siendo uno de los tres o cuatro abogados imprescindibles en
la prensa diaria. A lo que contribuyó en gran manera el fotógrafo Alfonso,
autor de muchos de los fotogramas judiciales en los que Serrano Batanero
intervino, y con quien mantendría una profunda amistad llegando, Serrano
Batanero, a ser testigo en las bodas de los hijos de Alfonso.
A aquel mediático del capitán Sánchez siguió
otro no menos atrayente, el llamado “Crimen
de Cabanillas”, y a este algunos más que hicieron que en su bufete no
faltase el trabajo, ni a las puertas de su casa los periodistas dispuestos a
entrevistarlo. Su fama traspasó los límites de Madrid o Guadalajara, siendo
constantemente invitado a dar charlas o conferencias en diversas provincias. A
nada se negó, y menos aún a entrar en política cuando de resultas de sus
actuaciones fue propuesto para tomar parte de la provincial, en un principio,
desde la que dar el salto a la nacional.
Siguiendo la carrera que ya habían tenido
algunos miembros de la familia Serrano Sanz, entre ellos su padre, optó a un
puesto de diputado por Guadalajara en 1919 enfrentándose al todopoderoso Sr.
Brocas, por lo que fue derrotado. Compaginando estos primeros flirteos
políticos con su imparable ascenso como abogado penalista que lo llevaron a que
el Ayuntamiento de Madrid pusiese calle a su nombre, descubierta a modo de
homenaje en aquel decenio. A aquellos casos que intrigaban al pueblo se unieron
otros de no menos interés político, llegando a actuar en el proceso sobre el
asesinato de Eduardo Dato defendiendo a Luis Nicolau, quien sería condenado a
la última pena. Años después, en 1935, sería igualmente uno de los abogados
defensores de los encausados en el llamado “proceso
del octubre rojo” que tuvo lugar en el cuartel del Conde-Duque de Madrid,
donde se juzgó a las milicias socialistas que desencadenaron los sucesos de la
revolución de octubre de 1934. Significándose después en el juicio sobre los
sucesos de la calle de Magallanes, por terrorismo, contra algunos tranviarios
madrileños. Y más adelante sería uno de los juristas que hubo de verificar la
legalidad del proceso llevado a cabo contra los capitanes Galán y García
Hernández en de Jaca. Igualmente fue el abogado defensor de Pablo Iglesias en
los procesos que se siguieron contra este.
En las primeras elecciones legislativas que
tuvieron lugar tras la proclamación de la República, en 1931, Serrano Batanero
obtuvo un acta de Diputado por Guadalajara, presentándose en las listas del
partido socialista, si bien dentro de Alianza Republicana. Fue Serrano Batanero
el primero en presentar el acta de Diputado en el Congreso, correspondiéndole
por ello abrir la primera sesión legislativa de las primeras cortes
republicanas, en la que fue elegido presidente Julián Besteiro.
Había iniciado con aquello un ascenso
imparable dentro del partido, y de la sociedad política española. Poco tiempo
después sería nombrado Presidente del Consejo de Administración del Monte de
Piedad, futura Caja de Ahorros de Madrid y luego Bankia, en donde se
distinguió, a juicio de la prensa, en su persecución para acabar con el
chalaneo de los prestamistas, desbancando
de los cargos a la nobleza, para ser del pueblo y para el servicio del pueblo.
En esta misma época se distinguirá como
defensor de los derechos de la mujer, dando charlas y conferencias a favor del
voto femenino y de la igualdad, en unión de Victoria Kent. De la misma forma
que será un acérrimo defensor del idioma español, hasta hacer que durante la
Conferencia Interparlamentaria celebrada aquellos años por Diputados de todo el
mundo, uno de los idiomas oficiales fuese el español. Logro personal que
explicaría con palabras sencillas: Hasta
ahora por convenio internacional los únicos idiomas reglamentarios eran el
francés, el inglés y el alemán, los españoles se negaron a hablar en aquellos
idiomas y en consecuencia el español tuvo que ser aceptado. Quien se negó a
hablar en aquellos idiomas fue el propio Serrano Batanero, representante
español junto a Clara Campoamor, y algunos senadores más.
El estallido de la Guerra Civil llevó a
Serrano Batanero a significarse más profundamente con el pueblo. A comienzos de
1936 había sido nombrado Consejero permanente de Estado, y tras aquel vendrían
otros, entre los que figuraron el de Presidente del Comité Directivo de la
Confederación Española y del Instituto de Crédito de las cajas generales de
Ahorro, cargo del que dimitió a comienzos de 1937 para pasar a ocupar un cargo
de concejal en el Ayuntamiento de Madrid, presidido entonces por Rafael Henche
de la Plata.
En meses sucesivos sería Consejero Delegado
de Tranvías; Consejero de Cultura; Consejero del Monte de Piedad… Y en función
de tales cargos, así como por sus indudables dotes oratorias, recorrió los
frentes madrileños de la guerra dando charlas, rechazando, cuantas veces se le
propuso, ocupar ministerios. Formando parte junto a otros conocidos abogados,
entre ellos Victoria Kent, del comité de “Abogados
Antifascistas”, entre otras muchas asociaciones siendo, desde su cargo en
el Ayuntamiento de Madrid, uno de los responsables de la protección y
evacuación del Museo del Prado, al tiempo que ejerció de anfitrión a las delegaciones
extranjeras que por aquellos días visitaron Madrid.
En ningún momento, ni antes ni después de la
guerra, mostró deseos de abandonar Madrid. Tampoco quiso marchar al exilio
cuando la guerra estuvo perdida para los republicanos, no oponiendo ninguna
resistencia a su detención, al término de aquella.
Fue juzgado en consejo de guerra acusado de
“auxilio a la rebelión”, puesto que
no se le pudieron probar otro tipo de delitos, encargándose de su propia
defensa y dirigiéndose a los miembros del tribunal que lo juzgaba como “señores rebeldes”, haciendo una
alocución en la que con los códigos militares en la mano demostró a sus
juzgadores que ellos eran quienes debieran enfrentarse al tribunal. Y
entendiendo que aquellos habían cambiado las leyes para juzgar a sus
adversarios, y sintiéndose por tanto él mismo adversario de quienes lo
juzgaban, solicitó su propia pena de muerte, para vergüenza de quienes habían
jurado defender las leyes por su honor de militares, convirtiéndose en
traidores de su propio juramento. Admitiendo haber cometido el delito de ser leal a la legitimidad republicana que
ustedes como golpistas han mancillado.
En ningún momento consintió que se
dirigiesen a él sin anteponer el “don”, como le correspondía por sus estudios,
nombramientos y títulos
Contrajo matrimonio en Durón, el 24 de
septiembre de 1911, con Esperanza Serrano Monserrat, con quien tuvo tres hijas,
de las que únicamente una le sobrevivió ejerciendo en Madrid el mismo oficio de
abogado que su padre.
Aquella madrugada en la que se lo llevaron camino
de las tapias del cementerio del Este, de Madrid, desde la cercana cárcel de la
calle de Torrijos (hoy calle del Conde de Peñalver), donde dejaría su vida,
podemos imaginar que escribió su última carta. Aquella que pudo titular “Cuando el alba me alcance”:
Cuando el
alba me alcance nada tendrá importancia y todo estará perdido, o quizá sea el
comienzo de algo nuevo. De cualquier modo habré mantenido, hasta ese momento,
mi dignidad.
-Muy
arrogante es usted. Una lección de humildad cuando tan escaso tiempo le resta
en este mundo y tan poca vida le queda no le vendría mal. Habrá que ver si tan
gallito se sostiene dentro de… –se han atrevido a decirme cuando me han
comunicado que al alba ha de ser. Dentro de unas horas, no importa cuántas,
pues el tiempo se me detuvo el mismo día en el que a la libertad del pueblo le
pusieron cadenas.
Extraño
puede resultar a quien lo lea, y desconcertados quedaron los miembros del
Tribunal rebelde que me juzgó; en el fondo
solicitar mi condena era acusarlos a ellos, a los sediciosos, a los rebeldes,
de todas y cada una de las condenas inocentes que una tras la otra comenzaron a
cargar sobre sus espaldas desde ese, dichoso para ellos y adverso para los
españoles de corazón libre, primero de abril de 1939. Tanta sangre derramada en
la inocencia…
Los veía,
a mis jueces, como personajes de un espectáculo de títeres sin escrúpulos, con
hambre y sed de venganza. Por ello, y en bandeja, les ofrecí mi vida.
-Es por
ello, señores rebeldes de este dignísimo Tribunal que no me cabe mayor
desagravio que el de solicitar, como así lo solicito, la pena de muerte.
Una vez
más, perdí la cuenta de las que lo hicieron a lo largo del proceso, fui llamado
al orden, a su orden.
-Se le
advierte que de continuar con su desacato…
-No pueden
considerar desacato, señores rebeldes de este digno Tribunal, que me dirija a
ustedes como rebeldes, pues ustedes se alzaron en rebeldía contra el Gobierno
legalmente constituido.
Satisfacción
personal acusar de rebeldía a quien me acusaba de auxilio a la rebelión, cuando
no hice otra cosa que mantenerme firme en la convicción de servir al pueblo y
Gobierno elegido por él. Tampoco mis quejas les importaban demasiado, pues en
su ánimo estaba que la representación teatral, queriendo dar legalidad a un
proceso judicial que no la tenía, concluiría en condena.
Y la
sentencia concluyó con la condena a muerte. Por garrote vil, como castigo a mis
reiterados desacatos, según ellos. Ratificando que sí, que en su último ánimo
se encontraba la venganza. Su venganza cristiana en el nombre de Dios y del
nuevo orden jurídico e institucional formado tras su llamada Cruzada de
Liberación Nacional.
Al venir a
notificarme el inmediato cumplimiento de la sentencia escuché que alguien
pronunciaba mis apellidos, sin más.
-¿Serrano
Batanero?
He clavado
mis ojos en quien me buscaba.
-Si es al
Excelentísimo Señor Don José Serrano Batanero a quien busca…. No tiene usted
por qué apearme tratamientos. Tengo el de Excelentísimo Señor en base a los
cargos que desempeñé a lo largo de mi vida, y tengo el Don como precedente a mi
nombre, puesto que me doctoré en Derecho. Pueden ustedes arrebatarme la vida,
pero nunca mi dignidad, son mis carceleros, pero ello no les exime de guardar
las reglas de la formal educación.
Y en ese
afán de mantenerse en su rudeza, tras unos instantes de duda, me replica:
-Es igual,
Señor, Excelentísimo, o como usted lo quiera. Le traigo la notificación del
cumplimiento de sentencia. De madrugada será fusilado.
Al leer la
notificación me llevé una grata sorpresa. El dignísimo Tribunal de rebeldes que
ordenó mi muerte me conmutaba la pena de garrote por el fusilamiento junto a
las tapias del cementerio del Este, en la madrugada del frío Madrid. Todo un
detalle. El garrote es arma contra criminales, y nunca lo fui. Me duele conocer
que tendré compañeros de viaje, don José Gómez Osorio, don Ricardo Zabalda y un
joven, condenado por anarquista quien, en su pesadumbre, no ha sido capaz de
pronunciar su nombre.
-Entereza
muchacho –me he atrevido a decirle al conocer que se encontraba en idéntica
situación a la nuestra-, la muerte puede ser una tragedia si se la teme. Una
victoria si, enfrentándonos a los verdugos, la miramos avergonzándolos a ellos.
El delito
de mis compañeros de viaje, de don José y de don Ricardo, el mismo que el mío,
la oposición al Movimiento, su movimiento, desde nuestros diferentes cargos.
Don José, Gobernador civil de Madrid en los meses previos a la derrota. Don
Ricardo, líder del Sindicato de Trabajadores de la Tierra. A don José le han
permitido despedirse de su hijo Sócrates, que aguarda destino en nuestra misma
prisión, celda contigua a la nuestra.
Se hace
larga la espera, hasta que alguien llega y pronuncia el nombre:
-Excelentísimo Señor Don José Serrano Batanero…
Escucho el
sonido ronco del motor del vehículo aguardando, y ese marcial marcar el paso de
quienes dispararán sus armas sin preguntarse contra quien lo hacen, ni por qué,
para no ensuciar sus conciencias más de lo que están...
Los fusiles se dispararon sobre las tapias
del cementerio del Este, en Madrid, la madrugada del 24 de febrero de 1940. Don
José Serrano Batanero, que acababa de cumplir 60 años de edad, había nacido en
Cifuentes en 1879, hijo de Félix Serrano Sanz y de Epifania Batanero Palafox, y
no permitió que le vendasen los ojos.
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