viernes, septiembre 01, 2017

SAN FRANCISCO DE ATIENZA, LA HISTORIA ROTA Numerosas fueron las mujeres de la villa que se ocuparon de él.



SAN FRANCISCO DE ATIENZA, LA HISTORIA ROTA
Numerosas fueron las mujeres de la villa que se ocuparon de él.


   Puede que sea, junto al castillo, el lugar de Atienza que más pasajes de la historia de España ha contemplado. El Real Convento de San Francisco de la Purísima Concepción del que queda, puede que de no ponerse algún remedio no por mucho tiempo, parte del ábside gótico inglés o normando, según lo interprete cada cual, único en España.

   El primitivo convento franciscano nació en la última mitad del siglo XIII. Su crecimiento fue constante hasta los años finales del siglo XVIII, en que comenzó el declive. Pudiera decirse que ese auge fue cosa de mujeres. También su última ruina.

   Lamentablemente con ese declive se ha perdido en el tiempo parte de la historia escrita que nos daría la imagen real de lo que fue. Una historia que nos habla de la rivalidad entre los franciscanos y el poderoso Cabildo de Clérigos de la Villa, atento este a no ver mermar sus privilegios. Hasta que las mujeres metieron mano. Porque todo eso comenzó a cambiar cuando la reina de Navarra, Leonor de Trastámara, hija de Enrique II de Castilla y mujer de Carlos III el Noble, eligió por confesor al padre Guardián de San Francisco en 1395. En el testamento de la reina de navarra, dictado en 1414, ordenó una serie de mandas a fray Juan, su confesor y Guardián del convento franciscano de Atienza, que lo cambiaron todo. 



   La reina de Navarra coincidió en el tiempo con la reina de Castilla Doña Catalina de Lancaster, Señora de Atienza, cuando vino a casarse con el heredero castellano allá por 1388, y a quien se debe el inicio de las suntuosas obras que nos han legado los tiempos. Los restos de que hablamos. Parece que las obras no avanzaron más allá del ábside, espectacular en su tiempo, y parece que tras las mandas testamentarias de la reina Leonor la vida conventual comenzó a experimentar un cambio en el que pudo tener algo que ver la famosa reliquia de las Santas Espinas.

   Se concluyó el ábside y la cripta, bajo él, donde se alojó la reliquia de marras y se detuvieron las obras, que concluyeron con el alzado de la iglesia, en contra de los planes primitivos, y poco más, hasta que a finales de ese siglo una nueva mujer tomó el relevo: Catalina Núñez de Cienfuegos, mujer de Gonzalo Bravo de Laguna, alcaide del castillo de Atienza. Doña Catalina Núñez de Cienfuegos, dama de Isabel la Católica, prosiguió las obras y en el crucero ideó el panteón familiar.



   Conoció el convento, a partir del reinado de Isabel la Católica y bajo el patrocinio de Catalina Núñez de Cienfuegos, sus mejores días. La reina lo dotó con una buena cantidad de cargas de sal de las salinas cercanas que cobraron los franciscanos hasta el siglo XIX; les donó las tierras de la judería y del cercano despoblado de Vesperinas, que más tarde venderían los frailes al Concejo; los nombró Regidores Perpetuos de la Villa y, por entonces, recibió el convento el título de Casa Real.

   Doña Catalina enterró en él a su marido y a su yerno, muertos en los preliminares de la toma de Granada¸ se enterró ella y se enterró su hija Magdalena, bajo bultos de alabastro de los que conocemos sus inscripciones gracias a Luis de Salazar cuando a finales del siglo XVI, y siguiendo lo ordenado por Felipe II, trató de recopilar las inscripciones funerarias de las iglesias del reino. Para entonces eran ya seis los bultos funerarios de la iglesia; a los anteriores se unieron los de Hernando de Rojas Sandoval y Catalina de Medrano, hijo él del marqués de Denia y ella de Diego López de Medrano. Catalina, dama de la reina Juana; su marido, mayordomo. Doña Catalina de Medrano reanudó las obras iniciadas por su madre y dejó parte de su fortuna, a su fallecimiento en 1541, siendo Guardián del convento su hermano Luis, para mejorar la iglesia y el recinto. Luisa Bravo, sobrina de de doña Catalina, tomó las riendas del patronazgo años después, en unión de la familia Bravo de Laguna. Lo continuarían manteniendo, con sus más y sus menos, hasta finales del siglo XVIII, cuando los Bravo de Laguna dejaron Atienza por la Corte y se enzarzaron con los franciscanos en pleitos sin fin.



   Muchos nombres ha dado para la historia de España a través de sus frailes y su cátedra de gramática o filosofía; desde aquel Aparicio de Atienza, obispo de Albarracín, a Juan de Ortega, confidente de la reina Católica y obispo de Coria; desde el venerable Antonio de Horta, cuyos restos descansarían en la cripta, al otro apóstol de los indios, consejero de Felipe II, fray Luis de Atienza, que dejó la mitad de su vida en tierras de Popayán antes de venirse nuevamente a la tierra que lo vio nacer; Sebastián de Acevedo o Antolín García, obispos de Mondoñedo y Salamanca.

   Hasta que llegaron los franceses en 1811 y comenzó el declive, a pesar de que otra mujer, Brígida Lozano, madre del todopoderoso Baltasar Carrillo, se había hecho cargo de los reparos necesarios. Nunca conoceremos con certeza lo que sucedió en aquel mes de enero en el que las tropas invasoras saquearon Atienza y su convento. Que funcionaba, como hoy diríamos, como una fábrica de hacer dinero. Hasta que llegó la desamortización y todo terminó.

   El convento poco a poco se fue arruinando como casa a la que le falta la vida. Al final, y al principio del siglo XX, no quedaba de lo que fue más que el ábside y los muros que lo delimitaron. Bajo el ábside la cripta y bajo el recinto conventual bodegas y almacenes. En esa situación lo adquirió del Estado, en el primer decenio del siglo XX, la compañía Eléctrica de Santa Teresa.


   Del siguiente decenio son las primeras fotografías que se conocen. Se deben a la mirada de Diego de Quiroga. En ellas se aprecia, airoso aún, el ábside de nuestros quebrantos; también las portadas gótica y románica de la iglesia, con algunas cosas más, difíciles de distinguir.  Para la década siguiente la Eléctrica decidió levantar en el recinto un  molino harinero, de agua. Los rifirrafes de su gerente con la corporación municipal alcanzaron carácter de enfrentamiento más allá de las palabras. En mayo de 1936 comenzó a desmontarse el ábside…

   Don Francisco Layna alertó a las autoridades, y a la provincia, de lo que estaba a punto de suceder. Desde Atienza otra mujer, doña Rosa Galán esposa del gerente de la Eléctrica, cargó tintas: “…tila, tila, para el Sr. Layna… ¿Quién es Vd. para levantar los ánimos de un pueblo, e incitarle a que pudiera cometer un atropello que hubiese sido, si lo comete, el baldón de Atienza…” También las cargó su marido, don Modesto Almazán. Lo acusaron de mentir y de poner contra ellos al pueblo, y a la provincia. Fuese o no cierta la denuncia del intento de desmontarlo, se pararon las obras. Apenas cuatro o cinco días después de que la carta de Layna llegase a Atienza el calendario marcó la fecha negra del 18 de julio, con todas sus consecuencias.



   Se levantó la nueva fábrica de harinas sobre el recinto de la iglesia, dejando exento el ábside, tabicando los vanos de los rasgados ventanales y techándolo. Utilizándose de palomar, y depósito de granos. De las portadas de la iglesia, piedras talladas y alabastros de que nos habló doña Rosa y mostraba a quienes lo solicitaban, se perdió el rastro. El ábside, único resto reconocible, deteriorándose con el pasar del tiempo es lo único visible de lo que fue; el ábside y las arcadas de lo que fuera, quizá, residencia real.

   Atienza ha perdido, a lo largo del siglo XX una buena parte de su patrimonio. Perdió, a caballo entre el siglo XIX y el XX la emblemática Puerta de la Guerra, o de Caballos. Los restos de la Puerta de Antequera; los pozos de nieve; los restos del convento de San Antón; las casas palacio de los Bravo de Laguna, junto a la muralla; el monumental royo o picota; los restos de la iglesia de San Nicolás de Covarrubias e incluso la Torre de los Infantes de su castillo.

   Ahora, quizá y de ponerse reparos, a lo largo de la próxima invernada perderá, si nadie lo remedia, el que quizá sea su más emblemático monumento, junto al castillo: los restos del ábside de lo que fue el Real Convento de San Francisco de la Purísima Concepción. Nos quedarán, para fortuna de la nostalgia, las imágenes que nos lo recuerden.
Tomás Gismera Velasco
En Nueva Alcarria, viernes, 1 de septiembre de 2017

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