Relato
galardonado con el Premio nacional de relato corto "Alonso Quijano
2003"
Que la estatura de
Saturnino Pintado excedía de lo normal no había duda, le gustaba contarlo al
abuelo. No en vano Saturnino había dejado en el recuerdo de Peñalver el viejo
dicho de: "eres más alto que Saturnino el melero".
El abuelo, un hombrón que
se fue encogiendo con el pasar de los años; recio, que había conocido las
penurias del siglo pasado, y las contaba en las largas veladas de invierno, a
la cálida luz de la lumbre. Con voz acompasada al relato que escapaba de su
boca con tintes exagerados.
Contaba unas veces el día
que conoció los ojos del lobo en la encrucijada de las sendas serranas guiando
rebaños en los tiempos de la trashumancia; o la jornada triste cuando le
salieron al camino los bandoleros viniendo de la feria de Pastrana; o la noche
aquella en la que en medio de rayos y truenos, el burro, su fiel compañero de
viajes y fatigas, ante uno de aquellos relumbres en medio de la noche, le
derribó de sus lomos y salió corriendo por las veredas de Alcuneza, llegando a
casa tres días antes que él.
El abuelo era un pozo de
ciencia sin fondo, capaz de averiguar en las sombras de las nubes de dónde
vendría la tormenta, el cierzo o la helada, cosa de la gente de campo.
Observaba los cambios del
clima a través de las cabañuelas; fijándose si cantaban los sapos, si paraban
las cigüeñas, si tronaba en marzo, si san Vicente venía claro o venía oscuro, o
si venteaba por san Bartolomé o en san Lorenzo; y calándose la boina y liando
un cigarrillo en papel de arroz, sonreía a la espera de que aquello por él
vaticinado sucediese.
Lo había aprendido de su
padre, que llegó a ser alcalde cuando el siglo XX iniciaba el camino. Su padre
lo aprendió del suyo, en esa sucesión de cuentas y generaciones que fueron
trasmitiéndose, con el oficio y el apodo, el conocimiento de la naturaleza.
"Dios Bendiga a mis buenos
súbditos de Majaelrayo"
Al abuelo, que le llamaban
"el melero", gustaba explicar el porqué del apodo, como le agradaba
que su borriquillo siempre llevase las mejores albardas. Un cobertor rojo y
unas ristras de campanillas que le engalanaban colleras y cabezales, hechas con
arte especial por el guarnicionero, que sentado a las puertas de su casa, entre
leznas, tenazas y remaches, era diestro en componer los más hermosos arreos
para el jumentillo del "tío Melero".
El abuelo era esquilador en
la primavera; matachín en invierno; vareador de colchones de lana en otoño;
remendón de trillos en los días libres del verano, pastor, destajero, alfarero,
botero...
Se recreaba con los
paraísos de la memoria, sonriendo al recuerdo del tiempo pasado, en lo que a
través de la distancia parecían historias casi irreales contadas al día de hoy,
pero que fueron el pan diario de pasadas generaciones, y que los tiempos
modernos convirtieron en una letanía melancólica teñida de añoranzas.
Algún viejo retrato,
colgado de las paredes de la sala, daba a sus relatos el viso de realidad que
buscaban las preguntas.
Quizá el apodo pudiera
venirle del atuendo, como contaban quienes no conocían la historia, pues
gustaba vestir, como aquellos, pantalón de pana hasta media rodilla, faja negra
dándole vueltas en torno a los riñones, las medias azules, las alpargatas de
esparto, el blusón de color carmesí, a la cabeza la gorrilla... Y de cuando en
cuando, también como aquellos, añadiendo uno más a su larga lista de oficios,
aún sin colgar a sus hombros las alforjas ni la romana, ni llevar en las manos
los barriletes de miel, ni pregonar aquello tan conocido de "¡miel de la
Alcarria, de la Alcarria rica miel!". O ponerla como buen remedio a
cualquiera de los males, se echaba a los caminos a mercadear con la propia,
como hiciesen todos aquellos de su generación, tratando de aliviar con unas
perrillas, las carencias de cada una de las casas, a consta del laborar de las
abejas y de sacarle el jugo y los colores a la tierra.
Muchos de aquellos que
vivieron sus tiempos, aquellos mismos que le dieron el nombre, ocupaban ya un
lugar en su memoria.
Eran ya también recuerdos
del tiempo pasado junto a un nombre sobre una lápida al pie del castillo. Otro
gigantón de piedra que pareciera guardar con su centenaria silueta el descanso
eterno del campo santo.
En él descansaban sueños,
esperanzas e ilusiones, cercadas por las arcadas románicas de una antigua
iglesia conventual.
Allí, en el campo santo,
descansaba el cura de luenga sotana que paseaba por la Alameda recitando
latinajos y soñando versos de miel. El herrero, entre murmullos de fragua; el
componedor, estañando baldes; el tío Melchor, el del horno del pan entre masas
de harina; el zapatero, remendando suelas; o el santero de Santa Lucía, que día
a día, con la siempre amigable presencia de un perro de lanas, acudía a su
ermita en el cruce de los caminos del monte, para conservar el entorno envuelto
en un vergel, y las puertas abiertas a los caminantes.
Un viejo retrato, en tono
amarillento, representaba al abuelo, muy joven, en los tiempos de las guerras
coloniales, sin cumplir los veinte años. Otro mostraba también a la abuela;
alta, moza y espigada, cuando se marchó a servir a Madrid, y regresó a la
llamada de la tierra madre, que en el corazón es siempre la que manda.
El pasar de los años fue dando
una pátina de gloria a esas estampas que se miraban desde la distancia del
tiempo con la sonrisa en los labios, añadiendo a la lección, contada con
ribetes de melancolía, una expectación amena por conocer el final de cada una
de las historias de aquellos personajes que fueron labrando el futuro y que
siempre se adornaban con imaginativo sentimiento, tratando de alegrar los ojos
cuando se comienzan a poner vidriosos, tal vez rematando alboroques los sábados
de mercado en la taberna de la plaza, o poniéndole buena cara a los malos
tiempos.
En ese paraíso de la
memoria, retratado por sueños de infancia, amanecía el cañuelo del convento
lleno de renacuajos, y los aleros de la iglesia de nidos de golondrina en los
inicios de mayo; manteniendo un equilibrio único a la parte de la umbría; y los
gatos hurgando entre los zarzales, bajo ellos, relamiéndose gustosos a la
espera de atrapar los pequeños retoños que pasados los días, caerían del nido
intentando aprender a volar.
Por aquél camino que iba
bordeando lo que fue la iglesia, y que parecía ahora retozar entre hierbajos y
jaramagos que le fueron creciendo al arroyuelo del excedente de aguas del
cañuelo, por detrás del convento, iba y venía desde los altos de la sierra, el
tío Ladislao, el que esquila las mulas; a lomos de la suya propia, roma y
elegante, de altas orejas inquietas.
Ambos, al decir del abuelo,
parecían saberse herederos de quienes antes anduvieron sus mismos senderos, que
hoy son trillados de leyenda y ayer lo fueron de andariegos peregrinos que a
lomos de borriquillos enjaezados descendían de los altos a cumplir las
tradiciones impuestas por las costumbres; a visitar al Cristo en septiembre y a
la Virgen por Pentecostés; cuando los santos no se agazapaban en el calendario,
y san Pedro era san Pedro, y san Miguel, san Miguel. La feria por san Lucas; el
mercado en san José, ¡y a mirar a santa Agueda, santa Quiteria o santa Librada
con ojos de esperanza para las labores propias de cada estación en el campo!
Las reatas de mulas, por
san Isidro, entraban en tromba con sus campanillas al cuello, por la calle
Mayor, entre los silbidos de los muleteros y tratantes de Maranchón. Por
entonces al tío José, el herrero, se le veía afanándose para herrar por vez
primera a las muletas jóvenes, que no lo querían consentir, revolviéndose y
pataleando ante aquella novedad, atadas a la pared, y con un acial en los
morros para mejor dominarlas. El tío Paco, el guarnicionero, también ponía a
las puertas de la casa las mejores y más elegantes albardas para mulos y asnos,
y los mejores lomillos para las potrancas.
La feria o el mercado,
contaba el abuelo, traía aquellas y otras muchas cosas, los primeros mostillos
de miel de la primavera con el "catar" de las colmenas, el ajustarse
de mozo o salir de destajero, las novedades de la capital...
Siempre a la espera de la
fiesta, para estrenar gorra o traje o alpargatas o albarcas; y ver salir al
patrón por las puertas de la iglesia zarandeándose sobre los hombros de los
mozos, mientras los ancianos, la gorra en la mano, se santiguaban con emoción
en el mismo patio en el que tarde tras tarde, al solecito, las abuelas, con la
rueca sujeta a las argollas de la pared, pasaban las horas hilando lana,
dándole vueltas y vueltas, torciendo los hilos hasta ir formando interminables
ovillos que acabarían hechos calceta, alforjas o costales.
Metidos en harina, el
abuelo rememorando oficios, enumeraba como un chiquillo sus lecciones, la
utilidad de cedazos, balancines o cribas; y tomándole a las matanzas el hilo,
añadía salmueras, picadillos, artesas u orzas de barro. Enormes orzas de barro
en las que conservar en manteca y aceite la matanza. Barro, como los cántaros y
botijos de las alacenas. Barro, como el de las tinajas, que ocupaban su
centenario lugar en el hueco de las escaleras, ahora vacías y tiempo atrás
repletas, la una de vino y la otra de agua; traída cubo a cubo desde la fuente
de la plaza, por las mañanas, con la fresca; cuando el cabrero, subido al
altillo, hacía con la cuerna la llamada al careo, casi al tiempo mismo en el
que la tía Juana, la lavandera, subía madrugadora desde el lavadero con el
balde de la ropa limpia sobre la cabeza...
Para el abuelo todos los
recuerdos descansaban en su memoria, y al llegar la ocasión el tiempo los
alborotaba, y como unas reliquias le gustaba mostrarlos, como si fuesen esas
mismas fotos prendidas de las paredes de la sala que habían ido recogiendo toda
aquella vida que forjó el pasado, después de que un día, como golondrinas en el
coche de línea, comenzasen a marchar las gentes y a quedar desiertas las
calles, a perderse los oficios, y a llenarse con los años el cementerio de
recuerdos, de rosas o lirios.
El abuelo gustaba contar esas
cosas de sus tiempos jóvenes, porque recordar, decía, es vivir dos veces, quizá
por eso, entornando los ojos volvía a la infancia y al recuerdo, para retratar
sus oficios pasados y mostrar su vida a través de aquellas herramientas con las
que fue trabajando en los años mozos, desterradas por el modernismo, para
concluir, tras aquellas retahílas de tiempos de penurias, con: "aprender,
aprender".
Solía repetir, que había
que valorar el tiempo que a cada uno le había tocado vivir.
Como quien no quiere la
cosa, un día, por la primavera, cuando el siglo XX comenzaba a derrumbarse, el
abuelo, que nunca se vio enfermo, pues él mismo se procuraba remedio a los
males; con el gordolobo, la miel, la ceniza, manzanilla, espliego, romero,
ortiga o cardo mariano, se encontró cansado, tundido, agotado.
Murió tras unos pocos días
de penar el único y último mal. Se fue arrugando como el siglo mismo. Su voz a
pesar del mal que lo iba royendo por dentro seguía siendo la misma de siempre,
como su cara o sus mismas manazas, grandes como una hogaza de pan. Era, aún a
pesar de esos males que nadie entendía, el misterioso melero, el guarnicionero,
el esquilador, el matachín, albardero, alfarero, o botero, que había vivido,
sufrido y soñado casi un siglo, contando como una letanía los días aquellos de
siegas y trillas, de ferias y fiestas y fraguas, arados y hoces y botas,
abarcas, botijos, tinajas, pellejos, escaños, serones, alforjas...
Se quedó mirando aquél
viejo retrato de los años mozos, antes de aquella guerra que lo mandó a las
colonias, cuando con su padre, el alcalde, fuese a ver al Rey, que vino a
Guadalajara. Su padre, el alcalde, vistiendo gorrilla, pantalón de pana, blusón
carmesí, alpargatas, faja a los riñones, alforja a los hombres...
Al abuelo le gustaba
contarlo, porque cuando fue anunciado, su padre, el alcalde, azaroso y viéndose
perdido entre tanto elegante miembro de la corte, se llegó hasta el Rey, puso
sobre el suelo la vara de mando, hincó las rodillas y se persignó. Reían
aquellos que vieron su gesto, un gesto de humilde, de campesino, melero,
matachín o alfarero.
El Rey, lo contaba el
abuelo, bajó de su trono, inclinó su testa, recogió la vara del humilde
alcalde, le hizo levantar; al alcalde, su padre, y le sonrió.
- Dios guarde a mis buenos
súbditos de Guadalajara. -Contaba que Su Majestad le dijo.
Le gustaba contarlo, como
lo hizo el abuelo cuando volvió al pueblo, después de cumplir el servicio, y al
llegar a éste punto, aguardaba, como el gato caer sobre los pucheros, la misma
pregunta de siempre.
- ¿Y cómo era el Rey?
- ¿Que cómo era el Rey? Más
alto que Saturnino, el melero de Peñalver.
Después añadía que al Rey
le gustaba la miel, y de tanto repetir su historia, se quedó con el nombre; el
tío Bernabé ya no fue el matachín, destajero, alfarero, botero... Era,
simplemente, "el Melero" de Peñalver.
T. Gismera Velasco
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