JUAN MARTIN, EL EMPECINADO
Juan Martín Díez, "El Empecinado",
nació el 5 de septiembre de 1775 en Castrillo de Duero (Valladolid). Hijo de un
próspero campesino, fue labrador, se conserva su casa en su localidad. A los
naturales de Castrillo se les llamaba "empecinados", por un arroyo,
llamado Botijas, lleno de pecina, que atraviesa el pueblo.
Desde muy joven tuvo vocación militar. A los
18 años se enroló en la campaña del Rosellón de 1793 a 1795. Esos dos años
fueron para él un buen aprendizaje en el arte de la guerra, además de ser el
comienzo de su animadversión hacia los franceses.
En 1796 se casó con Catalina de la Fuente,
natural de Fuentecén (Burgos) y en este pueblo se instaló como labriego hasta
la ocupación de España por el ejército de Napoleón. Se cuenta que la decisión
la tomó a raíz de un hecho sucedido en su pueblo: una muchacha fue violada por
un soldado francés al que Juan Martín dio muerte después.
A partir de este suceso, organizó una
partida de guerrilleros compuesta por amigos y miembros de su propia familia.
Al principio su lugar de acción estaba en la ruta entre Madrid y Burgos. En 1809 fue nombrado capitán de caballería.
En la primavera de ese mismo año su campo de acción se extiende por las sierras
de Gredos, Avila y Salamanca, para seguir después por las provincias de Cuenca
y Guadalajara.
El cometido principal de estas guerrillas
era dañar las líneas de comunicación y suministro del ejército francés,
interceptando correos y mensajes del enemigo y apresando convoyes de víveres, dinero,
armas, etc. El daño que se hizo al ejército de Napoleón fue considerable, de
tal manera que nombraron al general Joseph Leopold Hugo como «perseguidor en
exclusiva» del Empecinado y sus gentes. El general francés, después de intentar
su captura sin conseguirlo, optó por detener a la madre del guerrillero y algún
familiar más. La reacción de Juan Martín fue endurecer las acciones bélicas y
amenazar con el fusilamiento de 100 soldados franceses prisioneros. La madre y
los demás fueron puestos en libertad.
En 1810 tuvo que refugiarse en el castillo
de la ciudad salmantina de Ciudad Rodrigo, al que pusieron sitio los soldados
franceses.
En 1811 estuvo al mando del regimiento de
húsares de Guadalajara. Contaba en ese momento con una partida de unos 6.000
hombres.
En 1813, el 22 de mayo, ayudó en la defensa
de la ciudad de Alcalá de Henares, y en el puente de Zulema, sobre el río
Henares, venció a un grupo de franceses que le doblaban en número. Más tarde,
Fernando VII daría su consentimiento para que la ciudad de Alcalá levantara una
pirámide conmemorativa de esta victoria. Pero en 1823, este mismo rey ordenó su
destrucción por ser símbolo de un "liberal"; aunque en 1879 los
alcalaínos volvieron a levantar otro monumento al Empecinado, al que veían como
su liberador. Dicho monumento ha llegado a nuestros días.
En 1814, Juan Martín es ascendido a Mariscal
de Campo, y se gana el derecho a firmar como El Empecinado de forma oficial.
Durante el denominado periodo de los Cien
Días, entre el regreso de Napoleón de su destierro en Elba y su derrota en
Waterloo y segunda abdicación, El Empecinado se mantuvo al mando de diferentes
fuerzas situadas en los Pirineos, entre ellas, las compañías del Regimiento
Infantería Burgos nº2 desplegadas en el Valle de Broto (Huesca), localidad
donde residió en julio de 1815.
Cuando el rey Fernando VII regresó a España
y restauró el absolutismo, tomó medidas contra los que consideraba enemigos
liberales, entre otros el Empecinado, que fue desterrado a Valladolid. En 1820
tuvo lugar el pronunciamiento de Riego y el Empecinado volvió a las armas, pero
esta vez contra las tropas realistas de Fernando VII. Durante los años
siguientes, el trienio liberal, fue nombrado gobernador militar de Zamora y
finalmente, Capitán General.
En 1823 acaba el régimen liberal. Juan
Martín marchó entonces al destierro en Portugal. Decretada la amnistía el 1 de
mayo de 1824, pidió un permiso para regresar sin peligro, permiso que le fue
concedido. Pero Fernando VII no estaba dispuesto a someter sus odios a la
benevolencia del decreto y el 23 de mayo había ordenado: “Ya es tiempo de coger
a Ballesteros y despachar al otro mundo a Chaleco y el Empecinado”. Volviendo
El Empecinado a su tierra con unos 60 de sus hombres que le habían acompañado
como escolta a Portugal, fue detenido en la localidad de Olmos de Peñafiel
junto con sus compañeros, por los Voluntarios Realistas de la comarca. Llevados
los presos a Nava de Roa, fueron entregados al alcalde de Roa, Gregorio
González Arranz, que lo trasladó a esta localidad, “...a pie, delante de mi
caballo y llevando yo el cabo de la cuerda con que tenía amarrados los brazos”.
Al llegar, el populacho, sin haber recibido orden de superior alguno, había
montado en la Plaza Mayor un tablado y el preso fue subido allí, donde fue
insultado y apedreado. Fue encerrado con sus compañeros en un antiguo torreón
donde, según Gregorio González, “...no me olvidé de buscar una persona que se
encargase de preparar los alimentos para los presos, encontrando una que se
ofreció a facilitarlos a razón de trece reales por la comida del Empecinado, y
de trece cuartos -cuantía de la ración de etapa militar- por la de cada uno de
los demás. Este arreglo no fue cosa de poco tiempo, duró hasta que al
Empecinado se le quitó la vida”. La causa debería haber sido llevada a la Real
Chancillería de Valladolid, donde el militar liberal Leopoldo O´Donell habría
conseguido que fuese juzgado con benevolencia, pero el corregidor de la comarca
Domingo Fuentenebro, enemigo personal del preso, dio parte al rey que lo nombró
comisionado regio para formar la causa en Roa que quedó concluida el día 20 de
abril de 1825. La cual “...puesta en manos de su Majestad...aprobó la sentencia
dictada en la que se condenaba al Empecinado a ser ahorcado en la Plaza Mayor
de Roa...”. La ejecución se llevó a cabo el 20 de agosto de 1825. Murió
ahorcado en lugar de ser fusilado. El alcalde de Roa, que llevó a cabo los
preparativos de la ejecución y fue testigo de la misma, dice que el Empecinado:
“Cuando se dio cuenta de que lo iban a subir por la escalera del cadalso, dio
tan fuerte golpe con las manos, que rompió las esposas. Se tiró sobre el
ayudante del batallón para arrancarle la espada, que llegó a agarrar; pero no
pudo quedarse con ella, porque el ayudante no se intimidó y supo resistir.
Trató de escapar entonces en dirección a la Colegiata y se metió entre las
filas de los soldados. La confusión fue terrible. Tocaban los tambores, corrían
despavoridas las gentes sin armas y las autoridades; los sacerdotes y el
verdugo se quedaron como paralizados....Por fin, los voluntarios realistas
pudieron sujetarlo y lo colocaron en el mismo sitio donde estaba cuando rompió
las esposas, esto es, junto a la escalera de la horca....Entonces, para evitar
forcejeos y trabajos, se trajo una gruesa maroma y se ató por medio del cuerpo
y así se le subió hasta el punto donde tenía que hacer su trabajo el ejecutor
de la sentencia....Se dio la última orden y quedó colgado con tanta violencia
que una de las alpargatas fue a parar a doscientos pasos de lejos, por encima
de las gentes. Y se quedó al momento tan negro como un carbón”.
Basado
en “Juan Martín El Empecinado, terror de los franceses”, de Florentino
Hernández Girbal. Ediciones Lira. Madrid 1985.