ISABEL MUÑOZ CARAVACA Y LA PROVINCIA DE
GUADALAJARA
“Sin salir de casa tenemos en la
provincia parajes amenos, lugares que nadie celebra porque apenas se conocen”.
Lo escribe doña Isabel con motivo de uno de
sus muchos viajes por la comarca de Atienza, el que la lleva, en el verano de
1901, hasta Bustares.
El viaje, como no puede ser de otra manera
puesto que no existen las carreteras, lo realizarán, en compañía de su hijo
Jorge, del hijo del médico de Bustares y de uno de los conocedores del terreno,
Perico Rodríguez, perteneciente a su círculo de amistades atencinas, más
andando o a lomos de los humildes pollinos del país, hechos a llevar cargas de
todo género. En Bustares se alojará en la casa del médico, don Claudio Casado.
En el artículo, que titula “Al través de la
provincia”, desgrana todas sus dotes de auténtica narradora: “Hemos dormido dos
noches en Bustares, al pie del Alto Rey, en medio de una hermosa campiña. Es un
pueblo formado por viviendas de un aspecto especial, muy antiguo, como el de
todos estos lugares; aquél más que ninguno: la portada románica de su pequeña
iglesia, parece que no cuenta más edad que diez o doce crudos inviernos de la
sierra, indispensables para haber borrado las huellas de los instrumentos del
cantero. En Bustares encuentro yo una cosa característica de aquél pueblo: la
pureza excepcional del aire que se respira”.
No faltan las acotaciones a su pasión
astronómica: “no he de olvidarme las noches espléndidas que seguían a los días
de nuestro viaje. Júpiter, Saturno, la Luna en creciente, estrellas a millones
de todas magnitudes, contempladas sin aparatos, es verdad, pero también sin
obstáculos, sin límites, sin brumas, y en la disposición de ánimo necesaria
para comprender y admirar”.
Las descripciones de los lugares, tanto de
los que pasa, como de las poblaciones adyacentes, constituyen una evocadora
remembranza de la vida rural de aquellos entonces apartados lugares: “Dejamos
atrás a Zarzuelilla, un pueblecito encajado en bouquet de verdura semejante a
un lindo juguete, y llegamos a Valverde, el pueblo de las cerezas, a que debe
su celebridad por estos contornos. Es precioso, sus casas, completamente
rústicas, hechas de una mampostería primitiva que se reduce a la superposición
de láminas de pizarra, y piedras rojas de óxidos de hierro; de poca elevación y
amplias cubiertas, de corte elegante, a pesar del total desconocimiento artístico
que a presidido a su construcción. Todas ostentan una parra, cuyos tallos
verdes se enroscan caprichosamente por las desigualdades de la fábrica. En la
plaza un árbol enorme, muchas veces centenario, sosteniéndose en un desamparado
lienzo de corteza, da al viento, a gran elevación, hermosas y robustas ramas”.
Si algo le duele, profundamente, es que sus
obligaciones en Atienza no le permitan realizar cuantos viajes desea para
conocer aquellos poblaciones de ensueño, si bien se contenta con hacer uno de
estos viajes con cada mes de agosto: “Ahora heme aquí de nuevo en mis tareas
ordinarias, pero conservando de la expedición pasada un recuerdo imborrable, y
soñando en el proyecto de otra para el año que viene”.