ISABEL MUÑOZ CARAVACA Y LA IGLESIA.
“No yo no soy impía. Los impíos son los que
se espantan de que el Ser Supremo es un ente caprichoso que concede favores
interesados a cambio de unas gotas de agua turbia y unas cuantas palabras de
latín bárbaro”.
La falta de religiosidad, o de cultura
religiosa, es una de las acusaciones que la perseguirán a lo largo de su
estancia en Atienza y que la acompañarán durante el tiempo que viva en
Guadalajara, hasta pocos días antes de su fallecimiento.
Ella nunca se declarará como ferviente
católica, más bien es una persona escéptica que analiza el por qué de las
cosas, y que, tratando de predicar con el ejemplo, más una vez se hará la misma
pregunta: “Han pasado dos mil años, ¿cuantos pasarán hasta que seamos
cristianos de veras?
Entiende que es una “devoción viciosa” las
viejas costumbres arraigadas en la iglesia, como las rogativas. Ella se siente
obligada a formar a sus alumnos: “los deberes de maestra ponen la pluma en mi
mano, y apoyada en lo que dicen los pedagogos de que la Escuela educa a los
padres por medio de sus hijos, obedezco a mi obligación, no solo de educar sino
de contribuir a que se difunda la luz y la verdad más allá de mi escuela, si es
posible”.
El comentario viene a consecuencia de
combatir el que sean sacadas las imágenes de las iglesias para pedir agua, o
que cese una plaga de langostas: “”En las escuelas de niños está mandado que se
estudien principios de Agricultura: cualquier tratado elemental de esa materia
enseñaría a los niños a despreciar supersticiones, y les diría que existen
medios racionales para preservar en lo posible a las plantas de sus enemigos.
Cualquier medio de vulgarizar la ciencia mataría al fin el error y sería medio
eficaz para esas enfermedades morales. Se que mis ideas sublevarán contra mi a
los eternos conservadores de las tradicionales costumbres populares; se que me
llamarán impía, no me importa. Cumplo un deber que me exige no tener miedo, si
miedo tuviera renunciaría a mi escuela y arrojaría mi pluma, antes de ser,
desde el lugar que me dan mis funciones, cómplice pasivo de la imposición de
los conjuros, de los exorcismos, de las prácticas medioevales sobre los sanos
principios de la moderna pedagogía que tiene a educar todas las facultades del
hombre”.
Estas opiniones no solo pondrán en su contra
a los sacerdotes del municipio, igualmente lo harán los de fuera de él: “¿por
qué nos dice que es una patraña el creer que el hisopo libre a los campos de
los azotes ordinarios? ¿Por qué asegura que los conjuros no son medios
racionales para preservar a las plantas
de sus enemigos? Por Dios señora, ¿quiere usted decir tanto como dicen
estas frases?”. Le pregunta el cura del vecino pueblo de Hijes, Patricio
Sánchez.
La respuesta de doña Isabel es larga, la
reduciremos a unas líneas que resumen todo su contenido: “Yo no voy contra las
creencias religiosas de nadie; yo no hablo una palabra de religión en todo
esto; porque yo no llamaré nunca creencias religiosas a las inconscientes
credulidades del vulgo. Y ahora que me dirijo especialmente a un señor capellán
pregunto: Si hay herejía ¿dónde está? En
mis afirmaciones o en lo que llama mi contrincante prácticas del pueblo
católico? No son católicas esas prácticas. El catecismo llama culto vicioso a
la superstición, y en plena superstición nadamos”.
Isabel defiende la igualdad, una igualdad
que no se ejerce y va contra el cristianismo que predica la iglesia católica:
“El Cristianismo se predicó y se extendió por el mundo. Hoy, prescindiendo de
matices y detalles, es la religión de todos los pueblos cultos; la única
creencia religiosa que cabe dentro de la moderna civilización. ¿Podemos decir
que hemos cumplido exactamente el mandamiento que se nos dio? Nada más bello
que la misión que se impuso el Cristianismo, pero la misión completa, aquella
en que cabe lo mismo el soñador idealismo de su origen oriental que la lógica
positiva de nuestros días; reunir a los humanos sin distinción, a todos, altos
y bajos, grandes y chicos, sabios e ignorantes, hombres y mujeres… Nuestro
Padre está en el Cielo, nuestra morada es la tierra. Dios no ha creado castas,
ni clases, ni especies, esas son obras nuestras”.
Su enfrentamiento con el padre Cadenas,
predicador en Atienza que exacerbó a los vecinos contra ella, llamándola impía,
continuó en Hiendelaencina, donde Cadenas hubo de ser rescatado por la guardia
civil. Parece que se atrevió a insultar a los mineros por no acudir a la
iglesia. En cambio Isabel, al conocer la noticia, no carga contra él, sino que
lo compadece: “El buen sentido de todos debe remediar y mejor, evitar estos
sucesos lamentables, el de los oyentes haciendo caso omiso de las exageraciones
de la misión, el del misionero recordándole que las imposiciones ya no son
posibles para nadie, ni viniendo de nadie; que deje en paz la conciencia de
todos, que la independencia y la libertad de esa conciencia es la más grande,
la más bella de las conquistas de nuestro tiempo”.
En uno de sus artículos, 28 de abril de
1908, que titula “Ayuno con Abstinencia”, Isabel crítica esta práctica sin que
le falten argumentos para hacerlo: “En Atienza el jueves y el viernes santo no
se comen manjares vedados, pero como no se veda beber en día de ayuno, aquí se
bebe, es la costumbre. Se bebe limonada, en exceso, y los excesos conducen a lo
todo lo malo”.
Aunque sin duda lo que más le duele es que,
residiendo ya en Guadalajara, las mujeres preguntan a su servidumbre cuales son
sus opiniones religiosas, que el 10 de noviembre de 1912, explica en un largo
artículo que titula: Explicaciones.
“Respeto las ideas religiosas de todo el
mundo; todas las opiniones religiosas civilizadas las respeto; que cada cual
crea lo que mejor le parezca o lo que le hayan enseñado ¡discutir creencias! No
me aventuro yo en tan resbaladizo terreno. Por esto no aconsejo a los que me
sirven que vayan a misa o al sermón. Tampoco que no vayan, ellos sabrán lo que
han de hacer. Y no les aconsejo, sobre todo, porque aún antes que sus ideas
religiosas, respeto su condición independiente y libre, primero de las
cualidades humanas, anterior a todo. Si son católicos sinceros, ellos cumplirán
sus deberes religiosos sin mi intervención; irán a misa, a confesar, a donde
crean que deben ir, y la única obligación que mi modo de pensar me impone, es
no limitarles la libertad ni el tiempo, ni pedir cuentas ni sacar
consecuencias: no ya como obligación de quien respeta las creencias ajenas,
sino como de quien considera la personalidad ajena como la personalidad propia
dueña de su conciencia y de su albedrío. Como de quien ni sabe ni debe hacer
diferencias entre amos y criados que solo se distinguen en que unos realizan un
trabajo material y los otros lo pagan, sin me medien mermas ni rebajas de
dignidad”.