ISABEL MUÑOZ CARAVACA, Y LA FIESTA DE
LOS TOROS
Son muchas las cosas que a lo largo de su
vida combatió Isabel Muñoz Caravaca, una de ellas, las corridas de toros: “he
estado tres veces en los toros, una porque me llevaron, las otras dos he ido yo
con deseo de estudiar a las multitudes en un estado psíquico que me parece
curioso. A las corridas de pueblo no he ido nunca”.
Ante sus airados escritos se ve en la
obligación de dejar señalado que no pertenezco a ninguna sociedad protectora de
animales y que hay distancia enorme entre servirnos de los animales para
sustentar nuestra vida y sacrificarlos despiadadamente para nuestra diversión.
Puede entender, de alguna manera, las
corridas de toros que se celebran en las capitales, donde se reglan, pero lo
que no entenderá son las corridas de toros en las plazas de pueblo, en las que
no existe, aparentemente, ley ni orden: “En los pueblos no hay auxilios, no hay
lujo, no hay arte; no hay sino un recinto mal cerrado; una gradería mal segura;
dos o tres malos toreros o media docena de hombres que no saben torear,
encerrados con una fiera, frente a la muerte horrible, al ensañamiento brutal
del toro, y sirviendo de innoble espectáculo a una multitud que ha depuesto sus
sentimientos humanos; esa multitud es el pueblo entero cuyas casas se cierran.
Las corridas de toros, las de pueblos especialmente, manchan nuestras
costumbres”.
Del mismo modo que no puede entender que,
mientras los estudiantes en Madrid no acuden con regularidad a las corridas de
toros, si que lo hacen en los pueblos, dejando de lado otras obligaciones:
“habrá alumnos que cursen en las universidades de Madrid, de Barcelona o de
Sevilla, sin haber pisado las plazas de toros; en cambio a la lidia o capea
anual de cada pueblo no falta ni el más insignificante arrapiezo: Va el que no
anda, el que no habla, el que no comprende: no importa que no pueda marchar
solo, para eso están los brazos de su madre. Para llevarle a los toros y así
contribuir inconscientemente a la educación en sentido contrario de las
facultades morales del niño”.
Tampoco las mujeres escapan a su crítica,
cuando estas acuden a los festejos: “Las señoritas de las pequeñas localidades
se adornan para la corrida anual con sus trajes vaporosos recién hechos; esos
que llaman modistas y revisteros de modas confecciones ideales; las señoras,
las madres con los trapitos de cristianar guardados cuidadosamente durante todo
el año, ¿qué espectáculo es el que merece tanto? ¿A qué tanta exaltación de
lujo? ¿Se enojarán conmigo mis lectoras porque les hablo así? Digo la verdad,
desnuda, cruda, tan realista como el motivo que la provoca. Que no me lo tomen
a mal. Yo, aunque discutida, soy por encima de todo educadora”.
Más tarde aclara: “Yo no gusto de hacer ni
de que se haga daño a ningún animalito: por ahí andan artículos míos contra las
corridas de toros, y otros muy repetidos contra la costumbre local, que
sinceramente juzgo inhumana, de algunos pueblos en que se acostumbra que los
niños vayan a correr gallos, esto es a matarlos a palos… Y añadirá y repetirá en
otros artículos: “… y esto tiene, además, de malo, que los de fuera nos toman a
los españoles por toreadores, nos hacen a todos responsables del defecto de
algunos, y sin reflexionar, de verde y oro nos ponen; ese público que tanto
alborota no somos todos, en Madrid apenas la décima parte de sus habitantes
acude con regularidad a los festejos, en el resto de España puede ser el 8, el
9 por ciento de la población…”