Espantar las nubes, las tormentas, ante todo
cuando la cosecha se encontraba próxima y amenazada, fue cosa de las campanas.
Una más. Las campanas de las iglesias tuvieron, desde sus orígenes, múltiples
fines: de llamada, de anuncio y, como en el caso que a continuación trataremos,
como talismán que espantase la vecindad del mal.
A este respecto,
nos contaba Isabel Muñoz Caravaca en el lejano mes de junio de 1907:
Anoche tormenta ruidosa; será un hecho
aislado o la primera de la serie, veremos.
Era casi media noche; estábamos despiertos,
de pronto, entre los truenos, oímos campanas. La primera impresión fue:
¡fuego!, sin duda causado por una chispa.
No era tal cosa; el nuevo día ha traído la
explicación; tocaban a nublado en una iglesia lejana; a tinte nublo, como dicen
aquí los viejos.
Yo lo soy más que el Génesis y anoche oí
tocar a eso por la primera vez en mi vida.
Con el auxilio de las letras de molde, que
ponen las ideas claras, yo voy a permitirme dar un consejo a las autoridades
eclesiásticas de la villa. No resuciten la costumbre… ¿Qué truena? Pues truene.
Las campanas no lo evitarán.
Tampoco diré yo que el tocarlas nos traiga
precisamente encima una calamidad; pero es lo cierto que la materia de que
están hechas, y los movimientos de las ondas producidos por las vibraciones,
pueden localizar un peligro, al menos para el
pobre campanero… no sería el primero que pagase los vidrios rotos,
aunque no los hubiera. Científicamente están demostrados los riesgos y la
inutilidad de esa costumbre, ya abandonada: ¿Vamos a abandonarla? ¿Vamos a
retroceder?
En cambio los de las campanas no notaron lo
que a otros nos llamó la atención: un relámpago deslumbrante, la luz eléctrica
instantáneamente apagada, el trueno antes de dos segundos, la luz que vuelve y
se extingue y un torrente de agua que dura dos o tres minutos; después nada… ¿Y
la nube?... A lo lejos oíamos rugir una mientras ligeros celajes sobre nuestras
cabezas corrían, velando las estrellas, más brillantes que de ordinario.
Si me prometen no tocar más a tinte nublo, a
mi manera les explicaré lo que yo creo que debió de ocurrir.
Un tanto extraño
nos resulta que doña Isabel, maestra que fuese de la escuela de niñas, con más
de diez años de residencia entonces en Atienza, fuese la vez primera que
escuchase el toque, puesto que era algo habitual en casos semejantes.
La iglesia lejana,
a la que nuestra maestra se refería, era la de Santa María del Val, desde la
que habitualmente se hacía el llamamiento del campanil para el espanto de la
tormenta. Cuyo toque venía siendo encargado por el Concejo, no por la iglesia,
como doña Isabel nos malinterpreta. Santa María del Val era entonces iglesia
sufragánea de San Juan del Mercado, a cuya feligresía pertenecía el Concejo,
quien a su vez pagaba al sacristán o santero, por prorrateo del vecindario,
para que hiciese sonar el campanil en casos semejantes.
Lo de los vidrios
rotos de algún campanero: No estaba errada, tan sólo hacía unos pocos años que
en Zarzuela de Jadraque ocurrió la desgracia, el primero de julio de 1885
mientras tocaban a tente nublo, el sacristán y uno de sus hijos fueron
alcanzados por un rayo en lo alto de la torre, dejándolos muertos en el acto.
Luego doña Isabel sabía de qué iba la cosa.
Un año antes, a
través del mismo medio, el semanario Flores y Abejas, nos dejaba otro jugoso
artículo en cuanto a la vida de Atienza en el que nos daba cuenta de ciertas
supersticiones habidas en el pueblo, una de ellas el anuncio de una gran
tormenta, y en el que podemos leer: “¡Corred,
aún es tiempo… ¡Que toquen las campanas, y el nublado no os matará!” A
pesar de que en esta ocasión, por un ¡vaya usted a saber! Las campanas no
ejercieron su labor protectora y el pedrisco arrasó una parte de las cosechas
del pueblo.
El toque de
campanas en caso de tormenta venía siendo en nuestros pueblos algo habitual
desde más allá de la Edad Media. Costumbre a la que se opuso la iglesia en
alguna que otra ocasión, y que iba pareja al cargo de secretario municipal y
sacristán en la mayoría de las ocasiones, y de los pueblos provinciales:
Se halla vacante la sacristía de la villa de
Escopete, en esta provincia, su dotación consiste en 600 reales pagados por los
vecinos a pie de altar, y un caíz de trigo por tocar a nublo y niebla…
El anuncio, en el
Boletín Oficial de la Provincia, se publica en 1842. No es el primero y tampoco
será el último: En Sotoca de Tajo los vecinos pagaban medio celemín de trigo
puro, al tiempo de la recolección, en los inicios del siglo XX; en Luzón le
añadían 50 pesetas por la misma dedicación y la de dar cuerda al reloj
municipal; en Baides, en 1911, el
agraciado con el cargo de secretario municipal tiene también la obligación de
desempeñar el cargo de sacristán, por el que disfrutará el haber anual de 60
pesetas y derechos de pie de altar; más 25 pesetas que abona el Ayuntamiento
por el toque de nublo. Medio celemín de trigo pagaban también al
sacristán-secretario, por tocar al nublo,
los vecinos de Torrecuadrada de los Valles, allá por 1860.
Consistía pues, el
toque del tente nublo, o tinte nublo,
de Atienza, tal y como nos lo define Isabel Muñoz Caravaca, en costumbre que
fue seguida a través de la inmensa mayoría de nuestros municipios, en tocar las
campanas, solía ser un campanil, para ahuyentar la nube de tormenta.
Mientras la campana
sonaba, tanto quien la hacía sonar como quienes la escuchaban deberían, para
que el sortilegio resultase completo, acompañarlo de alguna que otra estrofa a
modo de letanía:
Tinte nublo
que viene nublo,
Con los
ángeles de San Juan,
Sea agua que
no piedra
Por el bien y
por el pan…
O bien:
Tente nublo,
tente en ti
No te caigas
sobre mí,
Guarda el pan
y guarda el vino,
Y guarda los campos, que están floridos…
Sin que faltase el
ya tradicional de: Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita. En el ara de la cruz, Pater
noster, amén Jesús.
El toque de niebla,
como hemos podido ver en alguno de los anuncios municipales tenía otro fin, el
de guiar a quienes se encontraban en las cercanías de los pueblos cuando la
niebla densa impedía la visión, para que a través de la campana pudiesen seguir
el camino y llegar al lugar. Desgraciadamente no conocemos el son de los
toques de cada uno de ellos, puesto que cada uno tenía su propia cadencia y
número de repiques que, en conjunto, venían a dar acompañamiento, pudiéramos
decir que musical, a la letanía que en cada ocasión se recitaba.
En algunos lugares
el sacristán, o santero de Santa María del Val de Atienza en esta ocasión,
estaba obligados a llevar a cabo el toque generalmente desde los días finales
de la primavera hasta mediados de septiembre es decir, desde que la cosecha
comenzaba a granar hasta que se encontraba recogida en los graneros. Si bien en
el caso de Atienza al menos, como en la gran mayoría de los lugares de los que
se conserva memoria, el toque se centraba en el momento en que la nube de la
tormenta comenzaba a ser visible y amenazadora para el pueblo.
Sobre el toque existen multitud de
normativas, civiles y eclesiásticas, ya que en algunos casos estaba mal
comparado con la hechicería, por lo que algunos sacerdotes aplicando
estrictamente la legislación eclesiástica llegaban a negar la posibilidad de
llevarlo a cabo, por lo que fue habitualmente legislado en las distintas
constituciones sinodales de la diócesis.
Doña Isabel no nos dejó la explicación del
por qué las campanas no espantaban las nubes, en cambio sí que tenemos la
explicación del por qué debían de tocarse las campanas, para espantarlas, nos
la ofrece el tratado sobre Reprobación de las supersticiones y hechicerías de
Pedro Sánchez Ciruelo, editado en Salamanca en 1538: La razón desto es porque ella (la nube) es una espesura o congelación
hecha por el frío, y haciendo aquel grande movimiento en el aire con las
campanas y bombardas, despárceses y caliéntase algo el aire; y ansí, la nube se
disuelve o derrite en agua limpia sin granizo o piedra, y también hace mover
allí la nube a otro lugar, con el grande movimiento de aire. El apunte lo recogemos de Diego Sanz Martínez:
El uso de las campanas en el Señorío de
Molina, (Cuadernos de Etnología de Guadalajara, núm. 37), que nos ilustra
en otros datos en torno al uso de las campanas.
No tenemos muchos más datos sobre el tinte nublo de Atienza, salvo el de que
la última santera-campanera de Santa María del Val, Vicenta Clemente Izquierdo,
fue quizá la última persona que hizo este toque, y gozó en la villa de merecida
fama como buena campanera.
Costumbres y tradiciones de la ancestral
Atienza que no se encuentran en las páginas gloriosas de los libros de la
historia, pero que formaron parte de nuestras costumbres, y de nuestro diario
vivir.
Tomás Gismera Velasco