El
viejo autobús de los Pascuales que traía a las gentes que por la mañana habían
marchado a Sigüenza subía a dar la vuelta a la plaza Mayor como torero que se
asoma al albero a saludar y se escuchaba al rato su ronquido perdiéndose otra
vez camino de la Sierra, para regresar al día siguiente desde Miedes y repetir
la misma hazaña.
La
carretera, que venía de Sigüenza y continuaba tras partir en dos el espinado de
Atienza hacía los confines de la Sierra traía también, todos los días, a
Gaudencio, el del correo. Y en días de cosecha, mercado y feria, a algun hombre
trajeado, maletín en mano y sombrero a la cabeza que cuchicheaba cuatro cosas a
la oreja del ganadero de turno. Era, al parecer, el representante del banco o
de la caja de ahorros. Cuando en Atienza todavía se guardaban las pesetas
debajo del colchón y no había miedo a las preferentes.
Hoy
desde esos altos de Atienza la carretera que conduce a la ciudad de Sigüenza ha perdido todos los misterios.
La Sierra entera, comenzando por la villa cantada en el Poema de todos los
poemas, se arrodilla a su peso. Y hay un silencio que se eterniza y adormece al
paso de las tardes. Los pueblos que saliesen al encuentro de aquellos coches
que llegaban de Sigüenza no esperan la visita del autobús de los Pascuales, de
Gaudencio o del señor trajeado con maletín y sombrero a la cabeza.
La
visión es la misma. La carretera que conduce a Sigüenza se asoma a un escenario
en el que se dibujan según sean las luces, con una gama de colores que cubre
todos los ocres, azules y rojizos, una catedral que apunta los dedos de sus
torres al infinito vestido de garzo y en lo alto un castillo que perdió las
melladuras y recompuso, como buen caballero el arnés de la montura, la cota y
la celada.
Falta
algo, a Atienza, a Sigüenza, a todos esos pueblos que se asoman al espinazo
serrano. Falta vida a lo largo de todos los días que se asoman a las
madrugadas. ¿Pero cómo recobrar aquello que se fue llevando el tiempo?
Desde
los altos de Sigüenza se dibujan en el horizonte las serranías, con Atienza
ocupando su cerro milenario. Son foco de atracción para el visitante que
descubre el por qué de sus nombres en los romanceros. La atracción que ejercen
con sus castillos oteando paisajes de la historia no necesita ser cantada.
Mantener con vida la línea a la que se asoman todos esos pueblos envueltos en
la bruma de la Sierra es cosa de todos. También de los responsables políticos
obligados a no relegar a planos segundones lo apartado por lejano y lo humilde
por lo escaso. Las serranías de Sigüenza y de Atienza necesitan mantener, al
menos, la esperanza.
Pero
¿cómo mantener la esperanza cuando las instituciones oficiales parecen
olvidarse de que, a ochenta o noventa kilómetros de la capital provincial, hay
unos pueblos que la han ido perdiendo? Unos pueblos que han perdido sus colegios, centros sociales,
habitantes, coches de línea…
Hace
años, en los comienzos del siglo XX, se culpaba a los políticos cuneros del
abandono de este rincón serrano provincial. Por desgracia los tiempos no han
cambiado demasiado; la mayoría de los políticos continúan siendo tan cuneros
como aquellos impuestos por el conde de Romanones a los que lo único que les
parecía importar del distrito electoral Atienza-Sigüenza, es que fuese abundante
en codornices. Los diputados
provinciales, y nacionales, siempre han sido muy buenos cazadores de perdices y
codornices; que los pueblos tengan agua corriente o colegios, o mantengan sus
raíces, es lo de menos. Claro que, el conde, además de comprar votos, ponía
remedios. Ahora se engatusa a los votantes con unos remedios que nunca llegarán
pero mientras tanto el cunero de turno continuará, en su mullida butaca
gubernamental, glosando las dichas de la tierra a la que representa, jungando
al crusty crush. Y los de Hiendelaencina, si quieren agua, que recen a San
Isidro… Y los de La Caballada, si quieren subvenciones, que jueguen a la
lotería, y los de… Hoy los políticos
cuneros de turno que juegan al crusty crush, solo atienden, condecen y
resuelven los problemas, a sus amigos. Al resto, pues mire usted… que se entretenga jugando al crusty crush
¡Mundo,
mundo…! ¡Si el conde de Romanones levantase la cabeza!
Tomás
Gismera Velasco