Los efectos de la Naturaleza, por aquello de lo desconocido, siempre han
ejercido sobre los humanos algún tipo de atracción, y mucho miedo.
Miedo, sobre todo, a lo desconocido. Algunos estudios nos indican que
los animales son los primeros en sentir esa especie de hormiguillo que parece
recorrer los cuerpos cuando algo fuera de lo normal se nos avecina.
Suele suceder con los terremotos, o con los eclipses, o cuando se
avecina una catástrofe, aunque nuestra tierra parece que no ha sido muy
propensa a las calamidades. Por fortuna. Si acaso a las tormentas, a los rayos
y truenos, que tampoco dejan de serlo a su modo.
Los grandes eclipses, allá por el siglo XIX y comienzos del XX llevaron
a Atienza a unas cuantas decenas de ojos, por aquello de las alturas, y porque
se dio la casualidad de que alguno de ellos, como el de 1860 o el de 1905, se
situaron por encima de nuestras cabezas para que todos los pudiésemos ver como
Dios manda.
El eclipse anular de sol que tuvo lugar el 18 de julio de 1860 llevó a
Atienza a un incontable número de personalidades, pues se suponía que era uno
de los lugares más aparentes para observarlo, la línea del eclipse atravesaba
una buena parte de la provincia, e incluso hasta Jadraque fletó el gobierno de
su graciosa Majestad, la reina Isabel, un tren especial para que los señores
ministros, con don José de Salamanca a la cabeza, pudieran almorzar por los
altos de Miralrío observando la negrura del cielo, que coincidió con la hora
del almuerzo.
A Atienza iba a venir la reina, pero como también iba a venir el duque
de Montpensier, al final ni el uno ni la otra.
Pero lo que más llamó la atención, tiempo atrás, fueron los terremotos,
y como por Atienza se dejaron sentir los ramalazos del que destruyó Lisboa allá
por el 1755, el primero de noviembre, cuando los atencinos estaban en misa,
aquí os dejo lo que reseñó el Alcalde mayor de Atienza, dando cuenta de sus
efectos:
“El
dicho día primero, como a las diez de su mañana, con corta diferencia,
principió en ella dicho terremoto, el que duró de 6 a 8 minutos, causando un
universal temblor y movimiento de todos los edificios de Iglesias, conventos y
casas, tanto que, por hallarse el mayor número de gentes en las parroquias para
oír la misa mayor, por darse principio a aquella hora, las desampararon,
huyendo con aceleración en la creencia de que venían a tierra, hasta que,
reconociendo sucedía lo mismo en las casas y aún en la muralla que cerca esta
villa, y que por bajo de tierra se oía un ruidosos estruendo, se vino en
conocimiento de ser dicho temblor, el que, aunque es cierto derribó uno de los
remates de piedra de la Iglesia de la Santísima Trinidad como de peso de 16
arrobas, y dos de la de San Bartolomé, no ocasionaron más ruinas ni perjuicios
que haber dado el uno de los dos últimos en el tejado de la sacristía,
quebrantando el maderaje y bóveda de dicha oficina, y en el convento de San
Francisco, extramuros de esta villa, ha abierto bastantemente por donde antes estaba
algo la Capilla mayor donde se veneran algunas de las Santas Espinas de Nuestro
Señor Jesucristo, y la escalera principal para subir desde la sacristía al
altar mayor, claustro y coro, sin que tampoco haya resultado muerte, ni herida
alguna en personas ni animales.
Ni previsto señales antes ni después de dicho terremoto que lo
anunciasen”.
Un poco excesivo nos parece lo de los ocho minutos, pero bueno. Ahí
queda.
Por cierto, con ocasión de estos efectos de la Naturaleza, uno de esos
alcaldes de por nuestras tierras, atento a todo, emitió bando diciendo: Nada
hay que temer de estas cosas, pues son habituales en la Europa, y sucediendo en
nuestras tierras, nos hermana con la Europa vecina y nos hace europeos.
Lo dicho. Caprichosa, o misteriosa la naturaleza. Por Atienza, también.
Tomás Gismera Velasco