ZARZUELA DE LAS OLLAS
Zarzuela de Jadraque no pasó a la historia por sus yacimientos mineros,
sino por el trabajo de sus alfareros. Unos alfareros que le dieron al pueblo un
apelativo especial, Zarzuela de las Ollas, en un oficio, la alfarería, a la que
en temporadas se llegaba a ocupar la mayor parte de la población.
En ninguna parte de la provincia se podría aplicar aquel viejo cantar
conocido por la gran mayoría de alfareros, mejor que en Zarzuela.
Oficio
noble y bizarro,
Entre
todos el primero,
Que
de la industria del barro,
Dios
fue el primer alfarero
Y
el hombre el primer cacharro
El viajero, a las puertas de la iglesia, bajo la campana Santa Bárbara,
tuvo ocasión de conocer a uno de los últimos alfareros de la población, ya
jubilado desde hacía años, que dejó su oficio como tantos más en la década de
los años sesenta, cuando el plástico comenzó a suplir a las ollas; cuando la
emigración comenzó a dejar solitarios los pueblos; cuando los botijos se
suplieron por jarras de cristal, y cuando los quincalleros comenzaron a cambiar
las viejas tinajas de barro por modernos utensilios de cinc.
-El buen botijo, para que mantenga el agua
fresca, tiene que rezumar, que sudar, que haya que tenerle con el platillo
debajo para recogerle los sudores, ese es el bueno, el que se seca y no suda
malo, pronto se abrirá y adiós Madrid que te quedas sin gente.
Dos clases de botijos había, a cada uno su tiento y su tiempo. Vidriado
para el invierno, y sin vidriar para el verano.
El vidriado, al contrario que el otro, no suda. En invierno el agua se
mantenía fresca sin necesidad de utilizar medios especiales.
El viajero recuerda que en alguna ocasión, en los tiempos aquellos de ir
con el cántaro a la fuente, se quedó con las asas en la mano; recuerda también
que su padre o sus abuelos, a las primeras aguas le añadían unas gotas de anís,
para quitar el sabor del primer barro.
El señor Dionisio era un libro abierto en cuanto a la alfarería se
trataba, y como al viajero, llegado a Zarzuela en busca de alguien que se lo
contase andaba buscando precisamente su ciencia, lo escuchó con la boca
abierta, porque al viajero más que hablar, le agradó siempre escuchar, porque
desde siempre supo que escuchando se aprende.
Así se enteró de que la tierra de Zarzuela es muy aparente para la
fabricación de todo tipo de objetos que en un tiempo tuvieron que ver con el
menaje de la casa. Cántaros, botijos, pucheros, fuentes, bebedores, tinajillas,
ollas en las que conservar la matanza...
Los cántaros son distintos, a cada uno su capacidad propia. La seis para
quince litros, La bolilla para doce. El cantarillo para nueve. El simple
cántaro para 2, 4, o 6
litros.
La cazuelas variaban igualmente su tamaño en función de lo que fuesen a
albergar, y lo mismo los pucheros, con una o dos asas, casi siempre vidriados
en su interior. Las mantequeras, las clásicas ollas para conservar la matanza, también
se vidriaban por dentro, para mantener las chichas mejor.
La cocción puede ser a cielo abierto, para ello se coloca combustible (leña
de roble) se amontonan sobre ella las piezas cubiertas de ramas o tierra y se
les prende fuego; o mediante hornos de una sola cámara sin separación entre las
dos cámaras superpuestas: En Zarzuela los hornos eran cerrados y comunales,
alcanzaban una temperatura que llegaba a los mil grados, y para distinguir las
piezas de cada uno, los alfareros tenían sus propios pinches o señales, que ponían en el asa de los cántaros o en el
culo de las ollas.
También, para cocer el barro, se debían de seguir las artes. Lo primero
poner un poco de lumbre, para que las piezas soltasen la humedad y no
reventasen con un excesivo calor.
-Lo que llamábamos hacerles el temple.
Al otro día, encender el horno. Primero dos o tres horas de temple suave, después, ya caldeado el
ambiente, a toda mecha. Así quince o veinte horas, para dejarlo enfriar otras
tantas; antes de sacar las piezas.
También aprendió que hay dos tipos de alfarería, de agua y de fuego. La de agua es la no vidriada, la usada para el
acarreo, lavado y almacenamiento de agua, correspondiente también con la
tinajería o cantarería en general, los botijos y cántaros.
La segunda, la de fuego, es la
barnizada para facilitar la impermeabilización; los pucheros, ollas y fuentes,
que tienen un brillo especial facilitado por la capa cristalina de las arenas y
cuarzos.
La alfarería del basto, la alfarería que usaron nuestras abuelas, la que
utilizaron nuestros abuelos cuando los tiempos eran de otras maneras, más
sencillos y acordes los sentimientos.
El viajero ha visto aquellos hombres rudo de manos de seda bañar los
cacharros para adornarlos con unos churretones de color crema que le dan el
punto final a la obra, a las orzas que, después, en la despensa, han de
albergar los productos de la matanza, y ha visto las cantareras con dos o tres
o cuatro cántaros enormes, que las mujeres llevaban a su cintura desde la
fuente a la casa, y pucheros de todos los tamaños, puestos al fuego día tras
día, hora tras hora, un mes detrás del otro.
Después se quedó mirando, viendo cómo las mujeres entretenían el paso de
las horas en hacer punto de cruz. Agrada ver a las mujeres cosiendo al tibio
sol de las atardecidas. Ya no se ven mujeres cosiendo a las puertas de las
casas con la frecuencia de antaño, pero si que se ven los visillos detrás de
los cristales, y el viajero se imagina a un ciento de ellas tejiendo con sus
agujas, con cinco los calcetines o forjando encajes o haciendo ganchillo, bolillos,
hilvanando, ribeteando, zurciendo, pespunteando, sobrehilando, a punto de cruz,
a festón; o bordando sobre uno de aquellos bastidores de arillos de madera
sujetos entre las piernas.
Al viajero, contemplando los visillos de encaje colgando de las ventanas
de Zarzuela le vino a la memoria el tiempo aquel en el que las mujeres pasaban
años y años bordando el ajuar de la novia, y las sábanas y los mantones y las
cortinillas y las camisas, y cuando vestían enagua, refajo, corpiño, blusa,
toquilla, mantón y pañuelo, y los cómicos pasaban por los pueblos a cambio de
un buen cantero de pan y un saco de paja, y cuando por estas tierras se
sembraban yeros, titos, almortas o veza que en otros lugares llaman pipirigallo,
y cuando a los animales se les ponía sobre los lomos, para acarrearlo todo,
artolas, amugas, palas, angueras...
Tomás Gismera Velasco