(Al recibir el título de “Serrano del Año”)
En primer lugar
quiero agradecer este reconocimiento a los miembros de la Junta Directiva de la
Asociación Cultural Serranía de Guadalajara, a Fidel; Octavio; Rosa; José
Miguel; José Antonio; Víctor y Pepa, y a través de vosotros a los anteriores. Por
supuesto que también a quienes colaborando con ella ayudan a su sostenimiento, para
que puedan celebrarse días como el de hoy. No voy a negar que recibo este
premio con alegría y con grata satisfacción, porque viene de mi tierra, y de
gentes que como yo, tienen el ideal de la cultura serrana.
Tampoco voy a negar,
que si que conozco la Serranía. Por supuesto. Nacer en Atienza hace algo más de
cincuenta años, tenía el aliciente de que no era necesario ir a conocer los
pueblos, porque era la gente de estos pueblos la que iba a Atienza. Tan sólo
había que sentarse en un lugar apropiado, las plazas del Mercado, Mayor,
Mecenas o San Gil, y verlos pasar. Fijarse en ellos y descubrir tras sus
gestos, sus ojos o sus equipajes, el mundo al que pertenecían.
Pero un buen día,
finales de julio de hace cosa de treinta y cuatro años, con inquietudes literarias,
me planteé conocer la Sierra de Atienza. Si Cela había escrito su Viaje a la
Alcarria, yo quería escribir mi viaje a la Sierra. Así que un viernes de
madrugada, a lomos de una yegua emprendí el camino. Con mis planos, mis
cuadernos de notas, mi cámara de fotos… Aquel día la previsión era llegar a
Bustares, salí de Atienza a eso de las cinco de la madrugada y esperaba el
final de la jornada a eso de las cuatro de la tarde.
El camino era muy
fácil, con no perder de vista la montaña era suficiente. Pero metido en el
monte se pierde todo, y a eso de las diez de la mañana, después de dar
doscientas vueltas vi un caserío y me dije: Ahí está Prádena, al fin.
Pero no. Era La
Miñosa. Allí me encaminaron, después de recorrer el pueblo, y a eso de mediodía,
por fin, entraba en Prádena.
Hoy Prádena lo
vemos por este lado de la montaña y nos parece un pueblo elegante. Pero
entonces, y viniendo por el camino de Atienza la visión era totalmente
distinta. Sin aviso previo se acababa el camino y recostado a la montaña
apareció el entonces pueblo más mísero que había conocido. Hacía muy poquito
tiempo que había llegado la luz; no había agua en las casas, ni teléfono, y las
calles eran tierra, pedruscos y barro, y las casas lo más mísero que cualquiera
podía echarse a la cara. Recuerdo a dos chiquillos a la puerta de una taberna,
los hijos de Crescencio Cerrada, y su taberna, y por allí anduve dando vueltas,
conociendo el pueblo, que se conocía enseguida.
Cuando salí iban
detrás de la yegua lo menos diez o doce chiquillos, como vigilando desde la prudente
distancia, por si me llevaba algo. Imagino que la presencia de un muchacho,
entonces yo tenía 20 o 21 años, a lomos de un caballo pasando por allí fue algo
excepcional.
A la salida del
pueblo, justo a la izquierda del puente, frente al molino, había un cartelón
enorme, de la Diputación, “que trabaja por sus pueblos”. Anunciaba la llegada
de la luz, y la apertura de la carretera. Era mentira, porque la carretera, que
era un camino de tierra hasta Gascueña, la abrieron los propios hijos de
Prádena después de que la Diputación los engañara.
Atrochando me
dirigí a Bustares. Recuerdo que bajaban de la montaña dos hombres de Gascueña,
con las mulas cargadas de leña:
-¿Ande vas por
aquí…?
-A Bustares…
-Pues como no aprietes
te pilla la nube, que se barrunta agua.
No me pregunten por donde, pero visto y no visto,
desaparecieron. El cielo estaba claro pero de buenas a primeras se enroscó una
nube en lo alto y… ¡agua Dios que decía la tía Dolores!
Mi entrada en
Bustares fue antológica. Calado hasta los huesos para encontrarme otro pueblo
igual de mísero, o más, que Prádena. El barro de las calles llegaba hasta las
rodillas, porque por si fuera poco estaban metiendo el agua y todas las calles
estaban llenas de zanjas.
La primera visión
que tuve, al entrar en el pueblo, fue la de ver media docena de zorrillos
colgados por el cuello de un nogal. Puede parecernos antinatural, pero entonces
se consideraba al zorro como alimaña y eliminándolos se salvaban los corderos
o el gallinero. En otro corral donde dejé la yegua se repetía lo mismo. Parecía
haber retrocedido a la España del siglo XIX.
La parada,
obligada, en la taberna del tío Gamo. Allí se congregaba el pueblo, era
taberna, tienda y además estaba la centralita de teléfonos donde los soldaditos
de la base del Alto Rey bajaban a poner la conferencia y mientras jugaban al
futbolín. El recibimiento de la señora Avelina:
-Si eres el de
Atienza ha llamado tu padre media docena de veces a ver si habías llegado…
Y ya de paso me
dijo que me había dejado en casa la documentación, el dinero… La señora Avelina
me prestó 300 pesetas que empleé en tomarme unas cervezas con un amiguete de la
mili, Dionisio Vacas Moreno, en el nuevo bar del pueblo, que estaba a punto de
inaugurarse. La pareja se casaba aquel domingo y celebrarían el convite en las
eras del pueblo.
Con el tiempo fui
escribiendo algunos artículos dando cuenta de este recorrido, porque lo del
libro se quedó en un sueño. Algunos ayuntamientos, con esto de las nuevas
tecnologías han ido poniendo en sus páginas aquellas aventuras, porque fue una
verdadera aventura.
De aquel viaje,
casi iniciático, siempre recordaré el cariño de las gentes de estos pueblos. La
alegría vital de la señora Eugenia de La Miñosa, que iba a cumplir los cien
años; A los de La Miñosa decirles que sí, que aquella tía Gabina que yo
describía, como recordaba hace poco su alcalde efectivamente era la señora
Eugenia, que no quería salir en los papeles. La alegría vital de un molinero,
por tierras de Campisábalos, Abilio Ortega; el recorrido en soledad y silencio
con Crescencio Cerrada que acostumbrado a la soledad tan solo decía sí o no,
según la frase; y por encima de todo, el almuerzo con el que fui obsequiado en
casa de mi amigo Dionisio Vacas; Su padre, él y yo, con los perros al lado,
almorzando a la lumbre de la cocina unos torrenos, unos trozos de chorizo…
Recuerdo que en estas vinieron los del agua a decir aquello de ¡cierren puertas
y ventanas!, porque las zanjas las abrían a golpe de dinamita; y la despedida
de la madre de Dionisio que me metió en un trozo de pan los torrenos que
quedaban y me dijo: “Llévate esto que por ahí no nada…”. Ese ahí, eran estos
pueblos de Zarzuela, Villares, Gascueña, El Ordial…
No había vuelto
detenidamente por aquí hasta este verano. Allá por el mes de julio con unos
amigos nos vinimos a comer la tortilla al Alto Rey, y recorrí de nuevo estos
pueblos. Sorpresa mayúscula, carretera a Prádena, pista de Prádena a Cañamares,
luz, agua, teléfono, calles urbanizadas, ¡coches en las calles de Prádena!, y
lo mismo en Bustares. Pueblos limpios, hermosos, con la cara lavada, y listos
para pasar revista.
Eché a faltar la
alegría de entonces. Encontré calles solitarias, sin ruidos de chiquillos… Entonces
a la escuela de Prádena iban nada menos que 30 niños. Ahora ya no hay escuela.
Hemos ganado mucho en estos años, no lo
podemos negar, pero hemos perdido mucho también en este camino. La gente de la
sierra se ha resignado siempre a las circunstancias y las circunstancias se han
ido llevando lo poco que tenían.
Es el ser de los serranos: el conformismo. Afortunadamente hoy, como
otros dirían, “hemos sacado los pies de las alforjas” y la sierra se hace
presente, a través de nuestro folclore, de nuestra Naturaleza, a través de
multitud de asociaciones culturales que trabajan por ella. La Serranía esconde
todo un acervo cultural y etnográfico, también histórico todavía por descubrir.
Lamentablemente con la desaparición de las
personas mayores se nos van perdiendo grandes páginas del libro de nuestra
historia, pero siempre habrá alguien que las recoja. El testigo, al menos de
momento, está presente en las nuevas generaciones, abiertas a redescubrir y
mantener el entusiasmo.
Yo os pediría a todos levantar la voz, dejar
a un lado la resignación histórica y decirnos los unos a los otros eso de:
“juntos podemos”.
Podemos hacer que se levanten las piedras de nuestros monumentos;
rescatar la memoria de nuestros vaqueros; de nuestros arrieros, de nuestros
carpinteros… Tenemos la obligación de hacerlo para mantener la memoria de
nuestros antepasados.
También los políticos tienen la responsabilidad de defender a sus
pueblos, nosotros los serranos la obligación, vosotros los políticos la
responsabilidad, puesto que vosotros, los representantes políticos, los
representáis en las instituciones, y los políticos cercanos tienen más conocimiento,
o deben de tenerlo de lo que sucede en nuestros pueblos, mucho mayor
conocimiento que quienes gobiernan desde un despacho, en Toledo, en Madrid o en
Bruselas.
Defender las escuelas, los monumentos, los centros médicos… Porque cada
escuela que se cierra es una puerta que se cierra al futuro de nuestros
pueblos, cada servicio que se resta a nuestros pueblos es una palmada que los
acerca al abismo del olvido. Y la tierra hay que defenderla porque es nuestra
tierra, vuestra tierra, lejos de colores y posturas políticas. Defenderla y
levantar la voz por ella, en recuerdo de vuestros abuelos y pensando en
vuestros nietos. La Sierra es una colectividad viva, de pueblos vivos, que
deben mantenerse vivos.
Y ya, por último, como aquel grito que escuché en el segundo Día de la
Sierra, en Galve de Sorbe, a todos los serranos os pediría repetirlo, decir lo
de: ¡Viva la Sierra!, pero una Sierra, viva, de manos unidas y trabajando por
ella, cada cual desde donde le dicten su corazón y voluntad; cada cual con sus
posibilidades.
Gracias a todos y, ¡Viva la Sierra, pero una Sierra Viva!
Tomás Gismera Velasco
(Zarzuela de Jadraque, 19/10/2013)
(Zarzuela de Jadraque, 19/10/2013)