Acostumbrados como
estamos en los últimos decenios a ver la torre del castillo de Atienza asomada
al peñón de la roca como escudón varado en las fronteras de la vieja Castilla,
ni imaginarnos podemos, salvo trazando líneas sobre papeles viejos, cómo era la
impresionante fortaleza que coronó el cerro de la villa en los remotos tiempos
en los que su simple mención infundía temor al enemigo que tratase de
conquistarla.
Antes de que en
retirada vengativa las tropas francesas, allá por el 1811 desmochasen murallas
y a golpe de dinamita derrumbasen edificios del interior de la muralla todavía,
los muros del desaparecido castillo mantenían, como resto de lo que fue en su
tiempo, la presencia grave de un conjunto inmenso de edificaciones y
dependencias que todavía, a pesar de la ruina fue capaz, cincuenta o sesenta
años después, de albergar una tropa de cuatrocientos o quinientos hombres de
armas, cuando aquello de la carlistada y por estas tierras anduvieron Balmaseda
con sus hombres, y antes que Balmaseda el caballo de Espartero persiguiendo al
Pretendiente, don Carlos de Borbón, que a punto estuvo de darle caza por
tierras de Condemios y Campisábalos, después de la rota de Aranzueque,
alcanzándole y quitándole su yeguada de 131 jacas llegando a Somolinos, yeguas
que desfilaron por Atienza camino de Sigüenza.
Y antes que estos,
sirviendo de residencia obligada por unos cuantos años, a aquellos agramonteses
que se alzaron en armas en defensa del reino de Aragón. Aquí al abrigo del
castillo mandó el Cardenal Mendoza a unos cuantos cientos de navarros
seguidores del Mariscal don Pedro tras la derrota de Isaba, en el día de la
Pascua de 1516. Ni imaginarnos podemos el movimiento de gentes que desde
Navarra y el Bearn llegaron hasta Atienza en busca de la libertad de sus
capitanes.
Entonces el
castillo albergaba, a más de los agramonteses y navarros, a un buen conjunto de
hombres de armas, por evitar que en un descuido quienes se alzaban en pro de
reivindicar su reino, lograsen su objetivo.
Se nos cuenta en
viejos papeles que entonces tenía el castillo un buen conjunto de armas de
guerra, todas viejas, eso sí, aunque suficientes para una tropa de al menos
sesenta o setenta hombres, y una casa bodega que contenía, nada menos, que 22
tinajas de vino.
Pero dejemos para
otro día estas cosas, para meternos en la harina, que también se conservaba en
otros tinajones de la época anterior a la Reconquista, antes incluso de que
Rodrigo de Vivar, blandiendo por aquí la espada, le rebanase el pescuezo al
alcaide del castillo atencino, y luego al de Sigüenza, y algunos otros más.
Para meternos en la
harina de la espada de Galib, de Galib ibn Adb al-Rahman, el eslavo liberto del
primer califa omeya que tuvo en el castillo de Atienza su asiento y aquí se la
lió gorda a su yerno, Almanzor, al que dio en matrimonio a su hermosa hija, de
Galib, Asma.
Aquellos
matrimonios de antaño no tenían en ocasiones otro fin que el de firmar las
paces entre enemigos de siempre, como parece que lo eran Almanzor y Galib,
aunque el matrimonio, a tenor de lo que vivieron las piedras de nuestro
castillo de Atienza, de poco valió.
Cuentan las fuentes
de la historia que aquí, allá por el 980, mediado el mes de abril, Galib tuvo
el honor de invitar a su yerno a un suculento banquete, que entre ambos
volvieron a surgir las rencillas del poder y que Galib, en un arranque, llamó a
su yerno “perro”, entre otras cosas, y allá se enzarzaron a golpes.
Dice la crónica:
después se abalanzó sobre él espada en mano y lo alcanzó cortándole parte de
los dedos y haciéndole una gran señal en la sien. Huyo Al-Mansur ante él y
espoleando su montura se desplomó desde lo alto de la ciudadela, alcanzando en
su arriesgado lanzamiento un pasadizo adosado a la construcción. Escapó herido,
salvándose prodigiosamente de un peligro como una muestra más de su buena
fortuna.
Otras fuentes dicen
que Dios, o Alá, puso su mano y luego su gente lo cuidó hasta que sanó. Después
Galib se pasó a los cristianos, entreteniéndose por estas tierras algunos años
más.
¡Esta historia de
Atienza! ¡Cuánta grande, y cuántas páginas de su historia nos quedan por
abrir…!
Tomás Gismera Velasco