El anciano abad don
Sancho, después de unas cuantas jornadas de camino desde Burgos, llegó con
buenas nuevas a Bonaval: tendrían nuevo monasterio; mejor, abadía, y ya no
vivirían de prestado, sino en tierra propia. El rey les había concedido la
tierra y el permiso para alzar sobre ella la Abadía, a honor de Dios y de San Bernardo
de Claraval.
Lo celebraron con
un vaso de vino áspero y un trozo de pan endurecido. Luego se retiraron a la
capilla, a dar gracias al Hacedor. Comenzaba a abrirse la primavera de 1189.
El rey prometió
ayudas, lo mismo que sus hermanos de Valbuena, allá por tierras de Palencia, de
donde algo más de veinte años atrás llegaron los primeros y luego de visto el
lugar levantaron la casa con cuatro piedras y algunos ramajos. Aquellos
descansaban a la eternidad en el santo lugar elegido para el reposo y la
oración eterna.
No tardaron en
llegar los alarifes, picapedreros y maestros de obras. Los planos de la Abadía
resultaban magníficos, quizá demasiado exuberantes para la miseria que antes
arrastraron. Los maestros ya habían trabajado por la zona, en Córcoles y en
Uceda, al menos así lo querían hacer ver. Lo mismo que los picapedreros que
fueron dejando sus marcas para luego poder cobrar por pieza labrada.
No llegó a conocer
la obra concluida el anciano Sancho. A falta de tres o cuatro años para el
remate le llegó la hora. Detuvieron los trabajos para darle sepultura en lo más
sagrado del templo, después de todo a Sancho se debía. Alcanzó a ver, eso sí,
como las piedras, doradas como el oro, se labraban en ciento y mil filigranas.
Trescientos años
más continuó teniendo sello de Abadía; después el tiempo se encargó de irle
quitando algún que otro título mientras la pobreza inicial se fue mudando con
el producto de algunas tierras, el beneficio de algunas cargas de sal y
limosnas, muchas limosnas; a cambio de oraciones, o de sepultura.
Después,
cuatrocientos años más tarde, ochocientos desde la fundación, al convento llegó
la orden terrible de abandonarlo. Apenas eran media docena quienes mantenían
las piedras, las huertas, la tierra, las sepulturas de don Sancho y de los
abades que le siguieron, la de los hermanos que se fueron dejando la vida entre
aquellos muros; las de los hidalgos de la tierra que lo eligieron como última
morada.
Echando la vista
atrás, mientras los últimos de Bonaval recogían lo sagrado que allá quedaba
imploraban porque aquellas piedras en las que se guardaba una parte de la
historia de la orden, de la comarca, de su provincia, se mantuviesen en pie
ochocientos años más. ¿Cómo se iba a permitir que de un plumazo se borrase lo
que tantos siglos había costado mantener?
Una sensación de
rabia les recorrió el cuerpo cuando conocieron que su convento, su Abadía, fue
arrebatada para convertirse en un corral de cabras…
Después, al pasar
del tiempo, sin nadie que velase por ellas, se fueron arrumbando las
techumbres, y desmoronando los paredones, y…
Al descubierto se
quedó el lugar en el que, ochocientos años atrás, dieron tierra al abad Sancho…
Parece despertarse
noche a noche. A veces, en las de luna, se observa una sombra que se alarga
entre las ruinas, reponiendo las piedras que rodaron por el día, pero tantas
son que su cuerpo no le aguanta. Al amanecer, exhausto, regresa al descanso de
la tumba luchando por no enredarse entre los zarzales que la Naturaleza, en ese
ir colonizando lo suyo, extiende alrededor.
Y todos los días
clama por lo mismo, y parece que, al aproximarse a los venerables muros que la
historia nos legó, su voz envuelve el valle: ¡Salvad Bonaval! ¡No permitáis
Señor, que después de todo lo perdido..! ¡No permitáis Señor que Bonaval,
siquiera su recuerdo, siquiera lo que queda, termine olvidado, hacedlo por lo
que debéis a vuestra tierra, aunque tengáis que echar mano de los hombres
poderosos della! ¡Hacedlo!
Tomás Gismera Velasco