Mariano Canfrán
COBRE Y CINCEL EN LA CALLE DEL SEMINARIO.
El tiempo, que a todos nos hace madurar como a los membrillos otoñales, ha hecho madurar a Sigüenza. Sigüenza ha quedado convertida en una enseña para una gran parte de la provincia, y también, por supuesto, de la España que pisamos. Tal vez por eso de que crecemos las personas y se nos transforma el entorno, pero ahí están, como decía el poeta de Jadraque, con su hoy, su ayer y su mañana.
Sigüenza, enmarcada en la luz del mediodía, iluminada por ese dedo que de cuando en cuando dota a las ciudades de una incandescencia especial. Sigüenza, románica y renacentista. Con ese gesto de severa ancianidad. ¡Qué bien le sientan los años a Sigüenza!
Sigüenza, de trenzados ventanales a la morisca y celosías claustrales tras las que habitan, y se asoman al mundo, las místicas miradas de las damas de la iglesia. Sigüenza, conventual de Clarisas y ascética de monjes benitos.
El viajero ha visitado Sigüenza en esos días en los que a la vieja estación, aquella que conoció de chiquillo con trenes de carbón y locomotoras humeantes, llega el Tren del Doncel y se cubre de visitantes la Alameda y sus calles las recorren, como en las jornadas medievales, obispos, arzobispos, cardenales, reinas presas y princesas, junto a donceles que escapan de la piedra; junto a espaderos cetrinos. Sigüenza ¡romántica de leyendas!
La calle Mayor de Sigüenza es una de esas calles a las que la pendiente del terreno dota de un encanto adicional. Suele suceder que cuando una calle es lisa como la palma de la mano, pasan desapercibidos los aleros, los portales, los ventanales ajimezados a lo gótico o las arcadas románicas. Cuando la calle, desde las profundidades de la plaza Mayor, frente a la puerta del Mercado o de la Cadena, de la Catedral, asciende con pesadez hacía la fortaleza grave de los obispos guerreros, el visitante tiene tiempo de saborear el encanto de una de las calles mayores con más recio sabor a esencia medieval. Una de esas calles en las que se espera que, de un momento a otro, por cualquiera de los callejones que le salen al encuentro o de cualquiera de los portales que se le asoman y le añaden la frescura de la hiedra que le crece por el patio, o desde cualquiera de las ventanas que la miran, aparezca una Blanca de Borbón, un Martín Vázquez de Arce, un Bartolomé de Sigüenza, o… quien sabe quien.
Pero suele aparecer, y aparece, paso a paso, la historia de Sigüenza. De la Serranía, de una parte de Guadalajara, de Soria y hasta de Zaragoza y Cuenca a través de lo que fuera su obispado, desde más allá de los siglos del medievo hasta ese siglo que tanto trajo a España, y tantos cambios en tantas y cuantas cosas, el XIX.
Sigüenza. Aires de dulzaina que tiembla y repica y estalla entre los cerros de la Serranía junto a ermitas cuajadas de espliego por la primavera serrana, y se mira en la estampa inmortal de aquel que fuera uno de los últimos maestros de la fiesta, de la tradición, del caballeroso estar, vestido de arriero y dulzaina en mano, José María Canfrán.
Sigüenza, blanca de plata a través de la Virgen Blanca que ardió sin consumirse en los tiempos aquellos de la francesada. Dos siglos hace. Sigüenza, viva en la mirada del pincel de Fermín, de Antonio y de Raúl Santos Viana. Sigüenza, retrato en sepia y blanco y negro en la imagen de Camarillo, de Layna, de García Hernández, de Ortega y Gasset y de tantos y tantos más cuyos nombres compondrían, más que rosario, letanía.
A través de la filigrana de calles y callejones con sabor a historia medieval de la medieval Sigüenza, a través de los arcos de lo que fuesen sus murallas, a través de las plazoletas abiertas allá donde el terreno se aplana y lo permite, se recrean retazos de la historia seguntina, la morisca, la judaica, la románica, la gótica, la renacentista, la neoclásica…
Los pasos conducen, cuando la tarde comienza su definitivo alboroto, ese alboroto de cuando los mirlos se recogen debajo de la parra o de la higuera, hacía la calle del Seminario.
Allá, en ese rincón de la Sigüenza que sabe a miel y dulce de leche frita y tocino de cielo que se arranca a pedazos por degustar el dulce sobre el dulce de la tierra que se pisa, aguarda esa figura, casi mítica ya y leyenda siempre que es Mariano Canfrán, cuyos cinceles marcan y enmarcan las torres provinciales y los patios serranos y sus plazas como si fuesen la viva luz de la mirada de los Sorolla o Vázquez Díaz o los claroscuros de Romero de Torres.
El taller de Mariano, es uno de esos hervideros de conocimiento, de un arte que se moldea a fuerza de tesón.
Mariano es de esas personas que, cuando hablan con la mesura sencilla de la humildad, tienen el don de arrebatar.
Mariano, como botón de plata que se abrocha sobre la capa castellana, pone el sello a una jornada genial, mostrando, cincel en mano y lámina de cobre y burel y fuego, cómo se gesta el trabajo del hombre para que pase a ser posteridad.
-Quieras o no, el ambiente siempre influye en las personas. Sigüenza sabemos que es fundamentalmente cultural y artística. Todo en ella, sus rincones, sus calles, es acogedor; y en el plano artístico absolutamente motivador. Si tienes una máxima inclinación al dibujo, al arte en definitiva, ello es indispensable para ejercer después el oficio que tengo la suerte de desarrollar.
Como sucede en tantas ocasiones, la devoción de Mariano Canfrán por el cincel le viene de alguna manera a través de la herencia familiar.
-Empecé con mi padre. El hombre, en los inviernos, que son muy largos en Siguenza, hacía casas de madera. Tuve la suerte de ir a parar a la Escuela de Bellas Artes y Oficios, en la calle de la Palma de Madrid, y conocer el cincelado, que ahora nada tiene que ver prácticamente con lo mío. Digamos que allí cogí la base que me hacía falta para desarrollar lo que, quizás sin saberlo, llevaba dentro.
El proceso de creación de la obra, explicado por quien está habituado a realizarla a diario, se resume, como quien dice, en cuatro sencillas palabras:
-Se comienza dibujando el motivo en una chapa de metal. Una vez hecho el boceto, se coloca sobre la plancha de resina, previamente disuelta por el calor del soplete. Al enfriarse la chapa quedará lista para empezar a trazar con el cincel lo anteriormente dibujado. Finalizada esta operación se da la vuelta a la chapa, se coloca nuevamente sobre la resina y reempiezan a sacar los relieves. Al final del proceso se le da colorido, que se obtiene con la mezcla de distintos ácidos que, al contacto con el fuego, adquieren las variadas tonalidades y sombras que requiere la obra.
Probablemente el arte del cincelador seguntino se termine cuando se cierre el viejo taller de la calle del Seminario, en el que Mariano Canfrán, al rumor de la tarde, envuelto en el silencio de la hiedra que teje de verde los paredones, ha dejado, para los siglos venideros, el paisaje de su tierra grabado a cincel y fuego sobre una plancha de metal convertida en posteridad.
Tomás Gismera Velasco