Jadraque: Yeso, caleras y un Cristo de terciopelo
Nadie ha retratado mejor el cerro y castillo de Jadraque que uno de sus hijos, José Antonio Ochaíta. Claro que José Antonio Ochaíta lo retrató desde sus dos vertientes, la de poeta y la de hijo del pueblo.
El castillo del Cid, que cimbra el cono
más perfecto del mundo, entre sillares,
rodados por los ralos olivares…
José Antonio, que murió sobre el entarimado en el que declamaba versos, en una noche pastranera de julio, reposa a la eternidad, desde el 18 de julio de 1973, frente al castillo más universal de la provincia. Aquel que, levantado para cuna de amores mendocinos, domina toda la amplitud del valle del Henares, conjunción de huertos y castillos, como lo definiese el poeta.
Desde el cerro del castillo el Henares se adivina, convertido en una esbelta línea de verdores, amaneciendo por donde la provincia pierde el nombre, y despidiéndose, envuelto en brumas, más allá de donde la provincia se convierte en capital.
El de Jadraque es castillo, dicen, desde más allá de los tiempos de la Reconquista, y residencia palaciega desde por lo menos el siglo XV, cuando al cardenal, rey de las Españas casi, Pedro González de Mendoza, se le ocurrió aquello que ya hiciese alguno de sus antecesores; construir una línea de casas señoriales y emblemáticas que, a través de sus dominios, le permitiesen siempre pernoctar en casa propia al emprender cualquier viaje. En el de Jadraque, cuentan los historiadores, apenas reposó en un par de ocasiones.
Sin embargo fue residencia de reinas y princesas, de reyes y de príncipes, aunque fuese de paso y es, ante todo, el ojo de la historia y la leyenda que todo lo mira.
En Jadraque el viajero aprende unas cuantas cosas que desconocía sobre el yeso. Cosas de las que antes nunca escuchó hablar. Cosas igualmente referentes al pasado.
Así llega a saber que el proceso de fabricación del yeso esta dividido en tres fases: extracción del mineral, cocción y molido. Que para la extracción ha de haber cerca una cantera de piedra de yeso, que cerca de esta han de estar los hornos para la cocción y junto a ellas un almacén donde se cernía y almacenaba el yeso.
Que las piedras de yeso eran transportadas hasta los hornos en carretas tiradas por mulas desde donde se trasladaban a los hornos, hasta cargarse estos con las piedras antes de darles lumbre, sin dejar de alimentar la boca del honor, al menos durante veinticuatro horas. Hasta treinta y cuarenta cargas de leña se llegaban a emplear para una buena cocción, de la que únicamente los buenos yeseros podían dar cuenta de cuando, y cómo, la piedra estaba en su punto.
Después de cocidas, otras quince o veinte horas de reposo antes de abrir el horno y llevar la piedra al molino, machacándola antes de pasarla por la tolva, de cribar el resultado, envasarlo y aguardar a que los arrieros acudiesen en su búsqueda. Cuentan los más viejos en el oficio que mucho antes de que apareciesen los motores mecánicos que simplificaron la labor, la piedra de yeso, una vez cocida, lo mismo que el trigo, una vez recolectado, se tendía sobre una era empedrada donde, con unos rodillos a modo de trilladera adaptada al oficio, se trillaba hasta dejarlo molido.
Proceso similar se empleaba para la cal, salvo que esta, en la mayoría de los casos, se vendía piedra a piedra.
Es también Jadraque, la cuna del alabastro que moldeó muchas de las figuras yacentes que por la provincia se distribuyen al pie de capillas enrejadas. Figuras que han pasado a ser posteridad a través del cincel que talló la calcita que le sirvió de base.
La formación del alabastro ha llevado millones de años de paciencia a la madre Naturaleza para dejarlo ser, pasados aquellos, una especie de cristal en el que las figuran transmiten luz, como la transmitieron a través de sus láminas a las iglesias cuando en las iglesias no había cristales, ni vidrieras.
El alabastro, en piezas de agradable belleza, se ofrece al visitante al pie de la carretera que parte en dos la villa mendocina, cidiana en su castillo, poética en las estrofas de Ochaíta cuando recuerda tiempos mozos, y recrea el Jadraque de su infancia.
Un hoyo y cinco cerros de caliza
por cuyas llagas se derrama espliego;
el aguilucho muerto y sin sosiego
del castillo del Cid que se eterniza.
En el hoy un frescor… Agua huidiza
por cuatro caños en laplaza; luego
soportales, botica, el loco juego
de tres escudos frente a la hortaliza…
Ermita franciscana en extramuros…
En aquella ermita, franciscana en extramuros, se guardó esa pieza en la que los jadraqueños fían, su Cristo de los Milagros.
Ese Cristo español de terciopelo
y de bordado, con la Cruz a cuestas
y las gotas de sangre superpuestas
a una carne de lirio todo hielo…
Jadraque, que es Xaradraq en épocas remotas. Cidiano en los inicios del primer milenio. Mendocino y agua de Henares que se vierte; que es cal y yeso y alabastro es, también, poesía, en los versos de su universal poeta.
El viajero sube la pesada cuesta del castillo de Jadraque, observando el panorama manso de valles a sus pies, y cerros brumosos conforme se pierde la mirada a través del horizonte.
Asciende a través de los cerros de caliza que pintase el poeta hacía Miralrío y las Casas de San Galindo, pueblos que, desde sus alturas, se miran al valle. Los pasos le conducen a Utande, que recuerda a San Acacio a través de sus danzantes; a Muduex, que todavía hace memoria de las acometidas de un río que ahora es niño, el Badiel, y a Trijueque, que se mira igualmente en los espejos de una Alcarria que comienza a ser al trasvés de su mirada de piedra, y llega a Torija iniciada la tarde de un sábado de fines de año, cuando Torija se convierte en centro de todas aquellas rondas que un día, no queda demasiado lejano, salieron a las calles de los pueblos a rondar mozas, cantar mayos, rasgar guitarras, huesos o botellas, tintinear triángulos, golpear calderos… sonidos de ronda.
Tomás Gismera Velasco