LA VIRGEN DE LAS ABUBILLAS.
El peñón del castillo de Atienza, siempre bravo y amenazador siempre, ofrece desde la carretera de Berlanga una estampa insólita, recortada en la lejanía con el fondo claro de los cielos se apuntan en marco de plata las dos torres que sirvieron de almenar a su entrada. No se aprecia nada más. Todo a lomos de la roca que parece volcada en el terreno, inclinándose con sumisión y extraño equilibrio hacia poniente.
La tierra cambia por allí, y el color sangre reseca de los altos sorianos desaparece lentamente, antes de palidecer del todo.
Lo va haciendo hacia Casillas, pueblo pobre donde los haya, que se levanta frente a otro de similares características, Bochones, que tiende también su panza al sol, como siempre lo hizo, aunque ya ningún mozo canta rondas:
Asómate a la ventana,
A la que cae a la vega,
Verás a los labradores,
Agarrados a la esteva.
Por parajes de ambas poblaciones cruzó la famosa Cañada Real camino de tierras atencinas.
Estas son tierras más ásperas y más pobres, sin la riqueza fresca que ofrecen los arroyos de la sierra, tierras embarradas cuando llueve, de una arenisca rojiza que juega a dibujar formas esculpidas por el viento allá donde le roza y se le va comiendo parte de su ser.
Son tierras en las que las calzadas romanas atraviesan carreteras y campos de cultivo y enseñan los cantos cuando pueden, en un camino largo y tortuoso que viene desde las puertas mismas de la fenecida Numancia, deja ramales en Atienza y sigue luego haciendo horquilla hacia Sigüenza, para tomar el cauce del Henares río abajo hasta perderse mucho más allá de la Arriaca capitalina y provinciana que ha recogido la enseña de alzarse en la cabeza de todo el territorio de Guadalajara.
Las portadas románicas de las iglesias van mostrando dentro del mundo rural la estampa siempre viva, y siempre presente del pequeño templo, pareja a la creencia y al milagro que levanta ermitas en mitad del campo, para recordar un sucedido y rememorar, año tras año, la historia que dio origen a la empresa. Tal sucede con la Virgen de la Estrella, que al pie de los cerros, a la vera del arroyo Pelagallinas o río de las Huertas, rememora año a año, al otro lado de estos cerros, la liberación del rey Alfonso VIII por los arrieros de Atienza.
Descienden las tierras a través de grandes barrancadas, salteadas de tomillo, barrancas que el tiempo se ha encargado de cortarle como a cuchillo a la montaña, mellándole los dientes por medio de impresionantes roquedales, a cuyos pies bajan débiles los hilos de los regatos y en las alturas crecen las matas de té, y entre ellas revolotean las abejas, en un incesante ir y venir a las colmenas que por allí se tienden, en las laderas, a la espera de almacenar el fruto de la miel, camino de Madrigal. Miel de romero, de espliego y de estepa, sacada de aquel pueblo a lomos de asnillos para recorrer, como otros meleros provinciales, los cuatro puntos cardinales de la región.
Madrigal es también un pueblo como tantos en la provincia de Guadalajara, humilde, y que mantiene la arrogancia del nombre por encima de aquellos otros más señoriales que unieron al propio un apellido, sea de las Altas Torres o sea de la Vera.
Tampoco queda demasiada gente en este Madrigal sencillo, que guarda recuerdos del tío Seisdedos con devoción de Cruz en la iglesia o en la pila del agua bendita, o a través de la Virgen del camino, que señala, como si se tratase de un pairón molinés, los límites que separan este pueblo de Bochones.
Los de Bochones son bochoneros, y madrileños los de Madrigal, aunque los del alto llamen a los del llano abubillos y estos a los del alto, cucos. Por aquellas disputas aldeanas surgió la Virgen de las Abubillas, cuando los bochoneros pretendían correr los límites del pueblo o cortar los árboles de este término que según dicen servían de mojones. Sin darse cuenta de que en uno de ellos había un nido de abubillas que se convirtió, por obra y gracia del tío Seisdedos, en una imagen de la Virgen del Pilar.
El tío Seisdedos hilaba cera con el panal de sus colmenas. Cera hilada, olorosa; cerones escurridos después de soltar el aguamiel para los mostillos y que era hilada manualmente sobre las hebras; retorciéndose las unas sobre las otras para iluminar finalmente la penumbra de la casa, o la soledad ascética de la iglesia; cuando no había otra cosa con la que arrancarle la luz a las sombras.
El aguamiel era una de esas exquisiteces que ofrecen los lugares humildes. Se producía al catar la miel, cuando se sacaban los primeros panales que entonces se picaban para que escurriese la miel y fuese quedando únicamente la cera. Después de lavarla se quedaba el aguamiel, se le ponía calabaza con unos granos de anís, unos hervores para ablandarla, y estaba listo uno de aquellos dulces de nuestras abuelas, de chuparse los dedos.
Tomás Gismera Velasco