EL HONRADO CONCEJO DE LA MESTA.
La Cañada Real de las Merinas, o Real Soriana, entraba en el rincón atencino de Guadalajara a través de la Sierra de Pela.
De aquel augusto desfilar de cabras, vacas y principalmente ovejas que bajaban desde el norte en busca de los pastos andaluces nada queda, ni siquiera los antiguos caminos que un día fueron nubes de polvo según los rebaños iban pasando a través de ellos.
Ahora resulta más práctico transportar los rebaños en grandes camiones, que atravesar una buena parte de la geografía nacional en veinte o veinticinco días de penurias. Lo que antes costaba casi un mes de sudores ahora se puede realizar en unas pocas horas. Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
Quien siguió aquel lento discurrir de los rebaños lo recuerda con una nostalgia no exenta de añoranza, no siempre cualquiera tiempo pasado fue mejor, tan solo diferente, pues los pastores que sobreviven a aquellos tiempos recuerdan los sinsabores de días y más días y noches y más noches de auténtica pesadilla, rondados por el lobo, el zorro y más de cuatro bandidos que aprovechando la nocturnidad acudían a los alrededores de los descansaderos por ver de distraer alguna res.
A ninguno de ellos, hoy nonagenarios, pues generalmente la trashumancia comenzó a perderse por los años sesenta del siglo veinte, les importa como nació la Mesta, tampoco les interesa saber que los mayores propietarios de ganado y por tanto los inductores a la legalización de las Cañadas fuesen el clero, los monasterios y la alta nobleza, en definitiva los dueños del poder económico.
Ni que en principio fuesen cuatro cuadrillas, Cuenca, Segovia, León y Soria. Que al frente de cada cuadrilla hubiese dos alcaldes de Mesta encargados de dirimir los pleitos surgidos entre los miembros de cada cabaña. Todavía se conservan en los archivos municipales de la villa de Atienza, como lo han de estar en otros, las sentencias, pleitos y apelaciones de aquellos alcaldes:
Don Fhelippe, a vos el doctor Garcés, alcalde mayor e entregador de mestas e cañadas en el partido de Molina, salud y gracia...
De esa manera comienza la carta dirigida por Felipe II, el 20 de septiembre de 1585, para recordar al otro que los rebaños no debían entrar en montes de nueva repoblación, ya que podían comerse los brotes nuevos.
Un cordero, el escogido entre cada rebaño trashumante que pasaba por la denominada Venta del Picazo, ya desaparecida, en los límites atencinos, el llamado derecho de asadura, era el impuesto que se cobraba por estas tierras a los ganaderos de la trashumancia. Eso contando que al introducirse sin licencia en algún término el concejo tuviese el derecho jurisdiccional a quintar los rebaños.
Tampoco les importa que para recoger apelaciones contra la sentencia de estos alcaldes de cuadrillas estuviesen los alcaldes de alzada, y que hubiese procuradores que inspeccionaban los rebaños y las dehesas, recaudaban las tasas y administraban los ingresos que provenían de la venta de los mostrencos, y que surgiesen alcaldes entregadores y sobre estos un alcalde mayor y que al final de todos estuviese, para dictar el juicio final, el propio rey de España, como amo y señor de haciendas y de tierras. Todo un mundo para una magna institución.
A los pastores que hicieron la última ruta mediados los años sesenta tan solo les preocupaba como lo sigue haciendo ahora, que a la primitiva anchura de las cañadas se le iban comiendo varas, como a los cordeles, a las veredas y a las soladas, y que los primitivos 75, 38, 20 y 15 metros originales de cada una se habían ido reduciendo a golpe de vertedera hasta casi pegarse el uno con el otro lado.
Hoy los bordes, las lindes o los límites, como los queramos llamar, apenas existen salvo en los terrenos más abruptos, allá donde la mano del hombre o la vertedera del tractor no ha llegado todavía, pues las vertederas de los tractores le han ido mordiendo un año con otro un surco más de tierra hasta no dejar de aquello, en demasiadas ocasiones, nada.
Si acaso, la casa grande de Navalpotro, que fuese en otra época un alojamiento de los merineros, o alguna que otra señal por los caminos, pues incluso las señales, por aquello de los coleccionismos, los recuerdos y las curiosidades con las que ornamentar las casas de campo, han desaparecido.
La Cañada Real Soriana, o de las Merinas, se inicia en el norte de la provincia de Soria y tras su paso por la comarca de Atienza continúa hacía Alboreca y Alcuneza, donde un abrevadero en el paraje del Agua de las Nogueras, servía de descansadero. Continúa hacia Guijosa, Barbatona, Pelegrina, La Cabrera o Algora, donde en el término de El Tejar se le une el ramal que viene de Agreda, para continuar hacia Mirabueno. Distintos ramales y nuevas cañadas y coladas atraviesan la provincia por Chiloeches, Las Inviernas, Masegoso, Solanillos, Berninches, Fuentelencina, Pastrana, Albares, Mondéjar o Mazuecos, siempre hacía el sur, en tiempo de otoño, y hacia el norte en el de primavera.
Por esta Cañada de las Merinas o Soriana que ahora enseña las uñas porque apenas se le ven los dedos de la mano, bajaron los rebaños de Baltasar Carrillo desde sus tierras de Campisábalos.
Baltasar Carrillo era nieto de otro Carrillo de igual nombre, miembro de la Junta de Defensa de Guadalajara cuando lo de la francesada. Baltasar Carrillo, uno de los mayores propietarios de ganado lanar de la provincia llegó a ser Diputado a Cortes por designio real, y a apostar con el rey Alfonso XII una comida, manteniendo Carrillo que sus galgos de caza dormían en cama más valiosa que la doselada de oros finos del propio monarca, y así era. Sus galgos dormían sobre los inmensos montones de lana de sus cerca de veinte mil cabezas de ganado.
Algo más de veinte mil llegó a poseer por aquí en la Edad Media el Obispado de Sigüenza. Pocas más o menos fueron el origen de la riqueza de otra de las grandes familias de la zona, los Beladíez, que levantaron casa hidalga en Miedes de Atienza. Los Beladíez con el paso del tiempo y el aumento de riquezas abandonaron Miedes para erigir nuevo palacete, más señoril, en Atienza, con el escudo de su reciente título dieciochesco, marqueses de la Conquista Real, cuando estaban emparentados con una parte de la rancia nobleza castellana, e incluso alcanzaron algunos otros títulos, como el condado de la Estrella de Atienza, que llegó a manos de don Pedro Cuellar de Cetina, y de su esposa, doña Ana Juana Beladíez Ortega de Castro y Arias de Saavedra.
Los rebaños hacían el camino dos veces al año, primavera y finales de verano o comienzos de otoño. En primavera en busca de los agostaderos. En otoño de los invernaderos. Los encontraban tras veinte o veinticinco días de caminata.
A finales de septiembre o comienzos de octubre iniciaban el descenso hacia tierras del sur pastando libremente por las tierras de baldíos, hasta llegar a la prometida de pastos frescos donde pasar el invierno.
Lo primero que hacían los pastores al llegar era preparar y dividir las majadas en millares y quintos, dependiendo del número de cabezas de cada rebaño, y una vez preparado aquello, entre los distintos ganaderos sentar la majada, es decir, hacer la choza en la que habían de pasar el periodo invernal, así como el resguardo para los animales; un resguardo para el tiempo frío y para el exageradamente caluroso, pues aún en campo abierto y donde los hielos son menores, la escarcha es dañina para las ovejas y había que cuidar que estas no la comiesen con la hierba.
Vendría luego separar a las machorrras de las preñadas, y estas de las paridas por el camino, a ellas se les adjudicaban los mejores pastos por aquello de que tenían que alimentarse por dos.
La oveja pare sola, pero hay que estar al tanto de la cría. Si el tiempo es frío hay que fomentar el calor en las ubres para que el cordero se habitúe, abriéndole la boca y echándole unas gotas de leche para que se coja a la teta y comience a mamar, una vez que lo hace por vez primera ya no hay peligro.
Así hasta finales de marzo o comienzos de abril, cuando de nuevo había que echarse al camino para regresar a los cuarteles de verano.
-Cuando llegaban aquellas fechas parecía que los animales lo presentían, barruntaban que era la hora de la partida, como si lo llevasen escrito en alguna parte, se iban reuniendo y había veces que cuando los pastores estábamos dormidos habían echado a caminar por delante de nosotros, como si tuviesen un calendario especial que les marcase la hora y el día. ¿Qué tendrán para saber las cosas que a los hombres más listos se les escapan?
Con las mismas paradas hasta las tierras de origen, a pasar por el esquileo de comienzos de mayo, luego vendría el descorderar a las madres, el darles sal en las montañas a razón de una fanega por cada cien cabezas, a lo largo de tres o cuatro días.
-Entre el 24 y el 30 de junio se les echaban los machos, seis machos por cada cien hembras.
Si los pastos no eran demasiado buenos se añadían tres o cuatro macho más, porque a más floja alimentación mayor fatiga de los reproductores. Se les mantenía entre las ovejas una media de un mes y por si se quedó alguna oveja sin preñar, aún retirándose la mayoría, todavía se dejaba un par de murecos por rebaño diez o doce días más, y cuando los murecos estaban flojos o se les notaba debilitados para cumplir su labor de sementales, inmediatamente se le ponía el remedio, sal tostada y mezclada con pimienta negra molida, la recuperación resultaba ser inmediata.
-El mejor mureco para padre tiene que ser de primer corte, o sea que la corpulencia y la altura estén niveladas, que no pinte en negro, o sea, que no tenga pintas en la cuerna, en la lengua o en la lana, pero que tampoco pinte en robisco a pelozorra o colabermeja, es decir, que tenga toda la pelleja blanca desde las patas hasta la cola; que tenga mucha capa que es el vellón espeso; que el vellón forme cabeza, que quiere decir que cada pelo tenga como una especie de cabecilla; que tenga estampa, el pelo largo, bien cerrado, de mucha lana; largo de abujetas, que le cuelguen los testículos y estén muy poblados de lana; aldivajo, sin pelos bastos en la gorja...
La mejor oveja para lana y cría la calvita, limpia de cara, de testa chica y recogida, tetas largas y grandes, vientre hondo y ancho.
-Las de cabeza grande y con lana, las calamorras, son malas madres, no reciben bien a los corderos, ni aunque sean los suyos propios.
Con la vida, aventuras, penas y glorias de los pastores trashumantes se podían escribir cincuenta libros completos.
Tomás Gismera Velasco