martes, julio 31, 2012

La comunidad del toro

LA COMUNIDAD DEL TORO.

La noble e hidalga villa de Atienza, como el buen vino, ha ganado en prestancia con el paso de los años, ahora, aunque mermada en oficios, funciones, hidalgos y habitantes, ya no es aquel misérrimo caserío que describen los viajantes del barroco, ni siquiera andado el tiempo los del siglo XIX, e incluso de los comienzos del XX. Durante este siglo, al mismo tiempo que mermaba en número de habitantes, crecía en algo tan importante como es la reconstrucción de sus más emblemáticas enseñas, castillo, murallas, plazas e iglesias. Hasta catorce o quince según las cuentas llegó a tener. Servidas por más de un centenar de clérigos quienes, reunidos en Cabildo, llegaron a ser tras el Obispado de Sigüenza y algún que otro señorío provincial, los más ricos terratenientes de la comarca, hasta que vinieron las desamortizaciones de la mitad del siglo XIX que les dejaron con lo puesto.

Gran parte de la culpa de ese empaque que hoy ostenta es debida a la incansable labor de uno de los más ilustres hijos que ha dado la provincia de Guadalajara, Francisco Layna Serrano, quien la conoció arrumbada y la dejó caminando con el orgullo erguido. Otros lo intentaron antes y otros lo intentarán después, y entre todos han dicho mucho sobre la villa, a pesar de que tanto queda por decir que necesita más de un libro de páginas sin numerar para dejar reflejo de sus cosas.

Cuatro molinos harineros, quince tenerías, siete hornos de poia, seis mercaderes de bayetas, ochenta y dos arrieros, siete tratantes de suela y cordobán, veinticinco tejedores de paños, trece tejedores de lienzos, veintisiete zapateros, una docena de fraguas, media de herrerías, batanes, bodegas, cuarenta telares en funcionamiento... Nada queda de todo aquello que el tiempo se llevó.

Sin embargo, y aún a pesar de esa ligera industria tan necesaria en población con crecido número de habitantes, contó con una comunidad de propietarios de las pocas provinciales, porque también las hubo en otros lugares, curiosa por sus fines, tanto como por su dedicación, La Comunidad de Propietarios del Toro Semental, constituida el día 13 de mayo de 1929 con un total de 81 ganaderos propietarios de ganado vacuno, excluyéndose, porque en sus orígenes no quisieron participar, los propietarios de vacas de leche. Unidos bajo un mismo reglamento:

Primero: Todos los ganaderos que posean vacas siendo partícipes o copropietarios del toro semental, quedan obligados al pago de la alimentación de dicha res, desde primeros de mayo de cada año hasta igual fecha del siguiente.

Segundo: Quedan obligados a pagar la cuota correspondiente...

Al día de hoy puede resultarnos harto curiosa esta comunidad de la que nunca antes se había escrito, sin embargo cubrió fines primordiales para los ganaderos, del mismo modo que sus libros de actas y cuentas son hoy el reflejo de una época que comenzó a marcar, como en otras muchas poblaciones el inicio de la modernidad.

El viajero, que ha tenido ocasión de tener en sus manos esos libros, no puede retraerse a dejar constancia escrita de la época reciente en la que en Atienza tan solo quedaban ya algo más de quinientas cabezas de ganado vacuno; en la actualidad no queda ninguna, como tampoco puede retraerse a consignar algunos acuerdos textuales que son fiel reflejo de vivencias, modismos y costumbres desaparecidas al día de hoy, pero indudablemente arraigadas a nuestras costumbres y nuestro particular vocabulario.

De la importancia de esta asociación, que posteriormente amplió sus fines, da cuenta el hecho de que tan solo unos pocos años más tarde a su fundación, el número de afiliados prácticamente se doblase y llegase en semejante situación hasta mediados de los años sesenta del siglo XX, cuando la emigración barrió nuestros pueblos como si fuera un vendaval.

Sus fines, en principio limitados a la posesión entre todos los propietarios del llamado toro de la vacada, o semental, se fueron ampliando hasta convertirse en una especie de agencia de seguros para todos los propietarios de ganado vacuno, de forma que si una vaca de cualquiera de los asociados moría, lo que dadas las circunstancias podía llegar a ocasionar una verdadera ruina familiar, esta era tasada y su importe reintegrado al propietario a escote por el resto de los ganaderos. Ya que por aquellos años las agencias de seguros no se ocupaban de este tipo de menudencias, y si lo hacían, la inmensa mayoría de los propietarios de ganado, lo desconocía.

Ejemplo de corporativismo y por supuesto de unión vecinal, que quizá en la actualidad se eche a faltar, como sucede en otros lugares. Los tiempos modernos también han roto de alguna manera la unión vecinal.

Estaba compuesta por cinco directivos, presidente, secretario, contador y dos vocales, cuyos cargos se renovaban anualmente entre todos los asociados.

Costó el primer todo comunal la nada desdeñable cifra de 2.250 pesetas. Buen negocio, pues tras cubrir más de setecientas vacas fue vendido dos años más tarde por idéntica cifra.

Casi siempre fue así, el toro viejo se vendía o remataba en pública subasta entre los propietarios por una cantidad superior a la de su adquisición. El beneficio se repartía entre los copropietarios. Entre cinco y quince pesetas, según los tiempos, llegaron a percibir de beneficio, salvo en al menos una ocasión, 1939, año en el que los entonces componentes de la Junta decidieron regalar el toro de la vacada a los miembros del ejército que a las órdenes del capitán Héctor Vázquez y del comandante Melero, permanecieron en Atienza durante el tiempo de la contienda. El toro fue sacrificado en el matadero municipal, y cargado en un camión marchó a Guadalajara.

Se perdió la comunidad, y la vacada, con la emigración, como se perdieron en otros pueblos junto con la muletada o la cabrada.

He aquí algunas datas del libro de actas:

Mayo de 1947: más que se me olvidaba alpuntar que la noche que se llamó al vaquero nos gastamos cinco pesetas en vino.

Mayo 1949: la junta directiva toma el alcuerdo que A.C. a hechado los bueyes al monte y no ha querido pagar la entrada del dicho Toro porque tenía que pagar 99 pesetas, ahora que el día que este señor necesite del Toro ya lo esperamos, ya.

Mayo de 1953: Gastos de Benta y compra del toro, más una gratificación al que nos adelantó los cuartos pa comprarlo y del alboroque, 48 pesetas.

Mayo de 1957: Del traernos en su carro la Teresa cuando veníamos andando de la feria de Sigüenza y nos alcanzó por Angón, sesenta pesetas.

Mayo de 1960: De la botella de anís y las galletas del día que las vacas salen al monte, 52 pesetas.

Si algo llama la atención en Atienza, sobre todas las cosas conocidas, es el relicario en el que se conservan dos espinas de la corona de Cristo. Una más hay en Prados Redondos, y a la iglesia de San Nicolás de Guadalajara entregó una astilla de la cruz el conde de Coruña en el siglo XVI; la misma que todos los domingos de Lázaro era bañada en el río para prevenir las acometidas del agua. De los milagros de unas y otras queda registro en las correspondientes parroquias, y ciertos o no, pasaron a pertenecer al costumbrismo local a través de sus dichos, coplas y cantos:

Atienza tiene una espina,
Que cabe en una jinoja,
Más su poder es tan grande,
Que llena el mundo de gloria.

La posesión de reliquias fue una constante a partir de la Reconquista, y la villa de Atienza, tan poderosa en aquellos tiempos, no iba a quedarse atrás. Tan solo en la iglesia de San Juan del Mercado, que preside la impresionante plaza del Trigo, se contabilizaban siete. Un trozo de velo de la Santísima Virgen María. Una astilla de la verdadera cruz, así como huesos de San Plácido, San Cosme, San Anastasio, San Antonio, y Santa Lucía.

Tomás Gismera Velasco