JULIAN BAZAN. EL DUENDE DE LA COPLA
Por Tomás Gismera Velasco.
Huele a geranio reventón, a clavelinas que cuelgan de los balcones, y en los callejones y en las plazuelas encaladas de un blanco inmaculado comienza a asomar otro olor, tanto o más apetecible que el del azahar. Por los callejones sevillanos comienza a oler a pescaito frito, que es tanto como decir que huele a pan recién hecho, a aires con aroma de ternura como los que escapan del patio de los naranjos de los reales alcázares.
La ciudad, como la tarde, tiene ese color especial que marcan las atardecidas asomándose al río, donde se reflejan como en un espejo las estampas siempre graves de la Torre del Oro, de la Giralda, de las agujas puntiagudas y exquisitamente labradas de la catedral, y hasta los copudos naranjos de la Alameda parecen estirarse más que nunca para sumergir su estampa en el cristal de las aguas, como los centenarios brazos de la arboleda del parque de los Montpensiers, como las alas de las palmeras de los patios de los palacios y las casas sevillanas asomándose por encima de tapias y tejados.
Sobre la pianola, que desgrana notas como si fuesen pétalos de azahar escapándose de los naranjales, descansan partituras, libretos, fotos, libros, programas, y entre suspiros, un montón de ilusiones.
- ¿A usted le gusta Sevilla?.
La pianola ha dejado de sonar.
- Pues claro, como a todos.
- Ustedes los poetas son todos iguales, si les gusta una cosa escriben un poema, y si no les gusta también, y si les preguntan, con evadir la respuesta o hacer sobre ella una tesis, todo arreglado.
Pero le gustaba Sevilla.
Sobre las paredes, entre retratos amarillentos destacan las estampas de la Macarena, del Cristo de los Gitanos, del Señor del Gran Poder y de la Virgen de San Esteban saliendo de su casa el martes santo, rozándole los dientes de la puerta mudéjar los varales traseros del patio.
- ¿Conoce usted Sevilla?.
Lo volvió a preguntar el maestro si mirarle a la cara.
- No, eso si que no, Sevilla nunca se llega a conocer por completo, embruja, eso si, pero nunca se llega a conocer.
- Entonces amigo, no conoce usted nada.
Aunque no lo ha mirado fijamente ha notado en la mirada al contemplar las estampas de la pared, más que otras la de la Virgen de San Esteban saliendo por la boca dentada de la iglesia.
La pianola ha vuelto a desgranar las notas con una melodía que suena conocida " A la lima y al limón".
- ¿Conoce usted mis canciones?
- ¡Claro!, ¿quien no?
- ¿Le gustan?, hay quien opina que las letras son zafias...
- Para los gustos se hicieron los colores.
Música de clarines atravesaba ya la reja de la ventana.
Al poeta le habían aconsejado unas cuantas cosas antes de volver de nuevo a Sevilla. Pasarse por el bar Pinto, en la Campana. Buscarse un buen guía para recorrer las calles, y no dejar de ir a Barbiana a probar el mejor manzanilla de Sanlúcar de Barrameda, unos pescaitos en la Vinícola de la plaza del Duque y escuchar unas palmas en la Taberna de las Escobas de la calle de los Alemanes.
Lo primero estaba ya cumplido. Pastora Pavón, la Niña de los Peines, cuando entró, entonaba en el bar Pinto, por enésima vez, la más famosa de sus coplas, la que le había puesto nombre y dado fama:
- Péinate tú con mis peines, mira que son de canela, la gachí que con mis peines se peine, canela fina se lleva.
El resto estaba a punto de cumplirlo.
La primera impresión que tuvo es que Sevilla estaba llena de Guidos y de Mañaras, y las gaviotas blancas sobrevolando los cristales del río se asemejaban al galope de las palomas por los cielos de su árida castilla de calicantos en la que los pueblos, al contrario que en Andalucía, parecen quererse esconder entre los colores ocres de las arcillas y los pastel de los barbechos. En Andalucía, y aún más en Sevilla, los pueblos, para destacar sobre los mantos de tierra cubiertos de trigales, o de los pliegues verde pálido de ramas de olivo, se teñían de blanco, como para mejor decir que el vuelo de las gaviotas sobre los cielos del Guadalquivir no iba a hacerles sombra. Sevilla, era, lo había sido siempre, y así lo había dejado escrito en uno de sus poemas, la ciudad de la eterna primavera, quizá lo había copiado de alguna parte, pero ¿acaso era falso?, más aún si se viene, como él lo hacía, desde las verdes rugosidades gallegas donde las luces a través de la espesura de los montes, o del gran reflejo de las aguas lamiendo piedras milenarias, apenas le arrancan los destellos que tiene sobrados Sevilla.
Cuando el maestro se levantó y dejó la pianola huérfana de sonidos se hizo un silencio muy grave. También los clarines de la calle habían dejado de sonar.
- Vámonos.
Lo dijo tan secamente como quien cumple a regañadientes con una obligación impuesta, quizá para impresionar, porque el marqués sabía cual era el momento justo de acudir a cualquier parte, pues, aunque no era un guía, ni un don Guido, quizá se pareciese más a un Juan de Mañara, sí estaba deseoso de mostrar su Sevilla, que conocía como la misma palma de su mano.
Eran alrededor de las siete de la tarde y de San Juan de la Palma estaba a punto de salir la Amargura a la calle Feria.
- En el 72 de ésta calle nació Belmonte.
Se lo dijo al llegar, apretujándose entre el gentío, se lo dijo como quien lanza un capotazo a un Mihura en tarde de gloria de la Maestranza. Nada menos que el gran Juanito Belmonte.
- Mire usted, -le dijo luego- Sevilla es mucha Sevilla.
El maestro tenía un gradejo andaluz semejante al de Eva Cervantes, el mismo que se le había pegado a su tío, igualito que el que empleaba en amistad don José María de Pemán, y mucho menos acentuado que el de Pepe Illanes, el imaginero que había dado viva al Cristo de las Aguas.
El maestro era Julián Bazán, el último compositor de coplas que hilvanaba versos en su academia de música de la calle del Amor de Díos, en el Madrid de las Letras, que aprendió a perder el miedo a la vida cuando, desde La Algava, todas las madrugadas, caminaba hasta Sevilla para ganarse unas pesetas como aguador.