viernes, febrero 28, 2025

ALMIRUETE, ENTRE EL OCEJÓN Y LAS BOTARGAS

 

ALMIRUETE, ENTRE EL OCEJÓN Y LAS BOTARGAS

Su comparsa de Carnaval es una de las más peculiares de la provincia

 

   Don Juan de Dios Blas y Martín hizo popular en Madrid el nombre de Almiruete cuando la población apenas era conocida más allá del entorno del Ocejón, a cuyos pies se parece cobijar. Don Juan de Dios, quien fue mediado el siglo XIX Secretario de su Ayuntamiento, como antes lo fue su padre, dejó la aldea con el sueño de dedicarse a la literatura. Había descubierto con olfato de investigador, en apenas unos días, al autor del robo de las joyas de la iglesia parroquial; contó el sucedido con tintes de romance en su pueblo y alrededores, y, con esa carta de presentación salió del pueblo cargado de sueños.

 


   Algunos se cumplieron, mientras que otros quedaron en el arcón de los recuerdos.  Un día, cuando la edad doblaba sus costillas, en memoria de su mujer, Claudia Manada, de por aquí natural, dedicó a su pueblo una memoria para que no le olvidase. Reconstruyó la entonces ruinosa ermita de la Soledad; sobre su portada dejó la piedra grabada en la que podía leerse el porqué de ello y, para memoria de sus paisanos, en ella depositaba parte de su obra, para que en lo futuro, fuese conocida. Allí quedaron sus libros: los Cuentos de Viejo y las Maravillas de la creación; la Antigüedad de la fiesta de la Virgen de los Enebrales, las Conferencias de Arnaldo y Veremundo…, junto a una docena más. Muy a pesar de que don Juan de Dios no vivió, porque nunca lo pudo hacer, de la literatura, sino de un comercio que en el Madrid de la época se popularizó como uno de los más conocidos bazares madrileños: el de San Antonio, con su sucursal del de La Latina.

   Sucedía aquello, cuando don Juan de Dios dedicó la placa de reconstrucción de la ermita a su mujer y depositaba en ella su obra, el 22 de agosto de 1899. En un tiempo en el que, por las faldas del Ocejón, año a año, desde que la memoria se perdió en el tiempo, enmascarados y botargas parecían salir, en los duros días del invierno arropados por la nieve, de las entrañas de la montaña.

 

 


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Almiruete, en tiempos lejanos

   Nada que ver tienen que ver el silencio que hoy arropa a Almiruete, con el bullicio que acompañó su vida tiempo atrás. La población, hoy anexa a la hidalga villa de Tamajón, formó parte de la Tierra de Sepúlveda, de las provincias de Segovia y Burgos, en su partido de Aranda de Duero, antes de ser incluida, a partir de 1833, en la de Guadalajara.

   Los almiruetenses del pasado contaron en 1751 que la población se encontraba entonces sujeta a la jurisdicción de la Villa de Ayllón y sexmo o sexma de la Transierra, como Campillo de Ranas, Cantalojas o Villacadima. Comunidad de Tierra de Ayllón creada tras la Reconquista, a lo largo del siglo XII, y que pasó a pertenecer a los distintos señores de la villa de Ayllón, desde el Condestable don Álvaro de Luna, a quien le fue entregada hacía 1420, hasta Juan Pacheco, primer Marqués de Villena, en cuyos descendientes permaneció hasta la abolición de los señoríos, poco antes de que se incorporase a la provincia de Guadalajara, enmarcada dentro de la más que peculiar tierra de la arquitectura negra, donde la pizarra es reina de un entorno que hace que estos pueblos se asemejen a mágicas aldeas escapadas de uno cualquiera de los relatos de Juan de Dios Blas.

    Por aquí, mucho tiempo antes de que nuestro ilustre literato se convirtiese en autor de renombre, caminó Fr.  Mateo de la Fuente, que fue Abad mitrado fundador de la compañía de San Basilio; y en tierras de Córdoba, en Hornachuelos, se guarda su memoria como hombre de bien y vida de caridad, tanto que hasta Santa Teresa de Jesús habla de su obra y seguidores en su libro de las Fundaciones y cita al padre Mateo, cuyo cuerpo incorrupto, tras su muerte, fue trasladado a la iglesia del monasterio de Hornachuelos, en donde ha de encontrarse, como fundador que fue del que se tiene por monasterio de la orden de San Basilio de aquella localidad. Fray Mateo había nacido en Almiruete en 1524, concluyendo su vida en aquellos pagos cordobeses el 27 de agosto de 1575.

   Por aquellos tiempos, los del siglo XVI, Almiruete contaba con algo más de doscientos habitantes; los mismos, poco más o menos, con los que inició la andadura del siglo XX, muy a pesar de que las comodidades que el siglo comenzaba a dar en otros puntos parecían negarse en los confines de esta tierra, alejada de caminos principales, y prácticamente aislada del entorno, lo que haría que muchos de sus vecinos, como ya hiciese nuestro buen Juan de Dios, comenzasen a abandonar el terruño en busca de nuevos lares en los que ganarse el pan que, por aquí, era centenoso.

   A tal extremo llegaba su alejamiento que comenzando los años finales de la década de 1960, el 26 de marzo de 1968, uno de nuestros autores más significativos de aquel tiempo, Miguel Rodríguez Gutiérrez, quien en este Nueva Alcarria firmaba como Mirogu, escribía: “A la luz de un candil, la maestra nos va relatando las mil y una odisea que tiene que superar para ejercer su labor, por carecer de medios adecuados. Con ser esto importantísimo, no lo es tanto si tenemos en cuenta que cuando tiene necesidad de desplazarse a Guadalajara o Madrid, camina durante más de dos horas para enlazar con Tamajón, desde donde el ómnibus puede trasladarla a estas capitales”; y es que, ni luz ni carretera tuvo hasta la década de 1970.

 

Y su singular carnaval

   Celebró Almiruete numerosas festividades, como nos hacen ver los diferentes catastros, teniendo como patronos principales en tiempo pasado a San Sebastián, a quien celebraban en su ermita hasta que esta desapareció; y San Blas, fecha en la que solían salir sus hoy conocidas Botargas y Mascaritas. Ambas fiestas invernales, junto a Santa Águeda, que se celebró hasta bien avanzado el siglo XX en que la emigración erradicó muchas de sus antiguas costumbres.

   Cuenta la leyenda que tras la aparición de la Virgen de los Enebrales, tan celebrada y venerada en la comarca, a un cura que desde Almiruete marchaba hacía el Vado para oficiar la misa, y tras levantarse el santuario, al que los vecinos de Almiruete acudían con cierta frecuencia, se sucedieron milagros y peticiones que han quedado recogidas en la memoria cultural de la población.

   Leyendas que hablan de la apuesta que ciertos arrieros, camino de Almiruete, se hicieron por ver si las puertas del santuario, tradicionalmente abiertas, se cerraban o no, sin que a quien las cerrase le sucediera nada. Pues cuenta esa misma tradición que a quien las cierra, algo malo le sucederá. El valiente arriero que trató de ganar la apuesta del cierre se decidió a ello y cuando se disponía a hacerlo se le aparecieron dos grandes perros que le hicieron retroceder, perdiendo lo apostado.

   Claro está que, el apartamiento de caminos y el tesón de sus gentes, han preservado el entorno, y mantenido, hasta nuestros días, una de esas comparsas, de Mascaritas y Botargas que, por estos días invernales y carnavaleros, acuden a despertar los duendes dormidos de esta tierra, que despertaron en 1985 cuando, tras años sin hacerlo, las máscaras volvieron a salir a las calles de Almiruete. Máscaras que, como escribiese Epifanio Herranz Palazuelos: corretean las calles, a golpe de cencerro, con su disfraz colorista…

   Nada mejor que descubrirlo, y vivirlo, a los pies del Ocejón.

 

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Peiródico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 28 de febrero de 2025

 


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