viernes, junio 02, 2023

CENTENERA, UN VIZCONDADO EN GUADALAJARA

 

CENTENERA, UN VIZCONDADO EN GUADALAJARA

Y un marinero de tierra adentro

 

   Dejó escrito don Juan Catalina García López, exigente como todo buen historiador que se precie, que Centenera, o Centenera de Yuso, o de Abajo, como igualmente se denominó, era población que no tenía historia; y sin embargo nuestro cronista nos dejó unas cuantas e interesantes líneas en torno al pasado de la población. Líneas que nos recuerdan un tiempo perdido, quizá demasiado. Su viejo caserón, el palacio que un buen día mandase levantar por aquí su señor, el Vizconde de Centenera, no volverá a ser lo que fue.

   También las gentes que habitaron el lugar allá por el siglo XVI nos dejaron la leyenda, más que realidad, de la moza nacida, y que vivió por aquel tiempo con un solo cuerpo, dos cabezas y dos distintos pensamientos o maneras de ver la vida. Los regidores encargados de responder al interrogatorio enviado por la majestad real de don Felipe II, replicadas a quince días del mes de diciembre de mil quinientos setenta y cinco, consignaron que en su vecino despoblado de El Villar, hemos oído a nuestros mayores que hubo una moza que tenía dos cabezas y dos caras en un solo cuerpo, y que la una cantaba y la otra respondía lo que cantaba la otra.

 

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   Algo que confirmaron los encargados de la misma relación en la cercana villa de Atanzón cinco años más tarde, el 20 de agosto de 1580: que ha sido y es común opinión después que se acuerdan que en el lugar despoblado del Villar hubo una moza y esta tenía un cuerpo y dos cabezas con enteras figuras y que hablando y cantando decía la una y respondía la otra, y en testimonio de verdad esto vieron y así fue y ha sido público y notorio que en la ermita de Santo Domingo había la misma figura de un cuerpo y dos cabezas, hecha en talla de madera y estaba por cosa notable y memoria entre otras imágenes de santos de madera que de veinte años a esta parte poco más o menos se han deshecho por permisión de la iglesia, porque era indecencia estar así, y así a las vueltas se perdió la dicha imagen…

   Y no se volvió a saber de aquella moza de dos cabezas.

 

Unas líneas sobre Centenera

   Sí en cambio quedaron para la historia algunas líneas en torno al remoto origen de Centenera, que se pierden entre los pliegues de la tierra de Guadalajara que mira hacia la Alcarria; tierra de Guadalajara a la que perteneció sin duda desde la reconquista de la tierra.

   Su nombre nos recuerda a los centenales, las tierras sembradas de centeno; y conocido es que el centeno se siembra allá donde no cabe otra semilla, quizá en tierras no aptas para la buena agricultura; sin embargo, Centenera la tuvo, y de ella vivió hasta tiempos no demasiado lejanos; buenos campos de pan, o de trigo, pues todas las informaciones pasadas confirman que sus producciones de trigo, cebada, centeno, avena, judías, lentejas, vino, aceite, cáñamo, patatas, cebollas y otras hortalizas y verduras, regadas por las aguas de media docena de arroyos que vinieron o fueron al cauce del río Hungría, mantuvieron a su no demasiada elevada población, pues nunca alcanzó más allá de los cuatrocientos habitantes.  Que se mantuvieron fieles a la Villa y Tierra de la Ciudad de Guadalajara hasta que, como en tantas ocasiones sucedió con poblaciones de nuestra provincia, al rey se le ocurrió que, mejor que cobrar directamente sus impuestos, obtenía mayores ganancias vendiendo a un tercero la población y que aquel se encargase de ella.

   A Centenera le llegó la hora de pasar a depender de personas ajenas en los primeros decenios del siglo XVII, reinando don Felipe III. No está clara la fecha en que ello sucedió, sin embargo, a finales de la década de 1620 don Carlos de Ibarra, en quien recayó la población, junto con Taracena, Iriépal y Valdenoches, ya se titulaba Señor de estas, marqués de Taracena y Vizconde de Centenera. Pagó por las cuatro posesiones algo así como 20.000 ducados que, en aquel siglo, debió de ser una interesante cantidad.

 

Don Carlos de Ibarra, marinero en tierra

   Fue, Don Carlos de Ibarra y Barresi, uno de aquellos esforzados caballeros que hicieron de su nombre un mito en la lucha contra los elementos, sobre las aguas del mar. Sobre los elementos, los corsarios y los piratas, ingleses mayoritariamente, que buscaron su fortuna en los puertos y ciudades de la corona española allá donde el sol del imperio nunca oscureció las tardes. En el Nuevo Continente. También se las hubo de ver con los corsarios holandeses, y, de manera más formal, con el almirante de su armada, llamado “Pie-Palo”; don Cornelio Jolls, ocupado, como los buitres en pretender la carroña, en vigilar el paso de los buques o navíos españoles que traían a las costas de Cádiz los productos de la nueva tierra. Las victorias contra aquellos, su arrojo y valentía, le hicieron acreedor al título de Almirante de la Escolta de la Flota de Indias, según algunos historiadores, negándose a hacerse a la mar a menos que se le concediese un título nobiliario…

   Provenía, don Carlos de Ibarra, de familia dedicada a las luchas contra el mar, originaria de Éibar, en Guipúzcoa, la localidad nativa de su progenitor. Su madre perteneció a la noble familia de los italianos Barresi, provenientes de Militello, en la Catanía, donde don Carlos nació entre 1597 y 1590. Si bien, a pesar de su italiano nacimiento, su vida e infancia transcurrió en el límite de las aguas cántabras, hasta que se hizo a la mar en defensa de la flota de Indias. Sus hazañas entran dentro de la épica de su tiempo, dignas de figurar entre las mejores novelas de aventuras en las que, los hombres del rey, ganan la batalla a los tigres de la mar.

 

Vizconde de Centenera

   La victoria sobre el corsario holandés tuvo lugar en 1627, y dos años más tarde ya ostentaba los títulos de vizconde y de marqués, situando, por delante del marquesado de Taracena, el vizcondado de Centenera, villa a la que dotó de nueva iglesia cuyas obras llevó a cabo el arquitecto madrileño Gaspar de la Peña, encargado igualmente de proyectar para los señores de la villa un gran caserón-palacio en lo mejor del pueblo; obra de ladrillo iniciada hacía 1631, basado en un cuerpo cuadrangular, con dos torres y patio central, que se encargarían de llevar a la práctica los constructores Francisco de Malagón y Juan Sánchez, de Alcalá el primero y el segundo de Madrid.

   No acabó en ello el sentir de don Carlos hacía su posesión de Centenera, pues como patrono de la capilla mayor, en ella ordenó los enterramientos familiares, trayéndose a la iglesia de Centenera, a reposar a la eternidad, los cuerpos de sus padres y algunos familiares más, del mismo modo que aquí ordenó se sepultasen sus restos cuando la hora fuese llegada. La muerte le alcanzó en Barcelona, el 22 de noviembre de 1639, y en Centenera reposaron sus restos.

 

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   También aquí fundó una curiosa cofradía dedicada al Santísimo, en la que los vecinos del pueblo, el día del Corpus, danzaban y se cubrían con máscaras; sin duda, a la moda de Madrid. Y mandó para la iglesia no pocos ornamentos, tallas, molduras y adornos que le ennoblecen, así como en cada una de sus caras el escudo blasonado en bronce

   Casi todo ello se perdió con el pasar del tiempo y la voracidad de las guerras, que pocas cosas respetan. A pesar de que el nombre del hombre que engrandeció la localidad, se mantiene, siquiera en las páginas del libro de la historia.

  

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 2 de junio de 2023

 


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viernes, mayo 26, 2023

DRIEBES, EN LA BODA DEL REY ALFONSO

 

DRIEBES, EN LA BODA DEL REY ALFONSO

El vecino de Driebes, Eugenio Domínguez Bachiller, fue uno de los heridos en el atentado el día de la boda de Alfonso XIII

 

   Entre los dichos que acompañan la vida de nuestros pueblos, muchos de ellos recogidos por el folclorista Gabriel María de Vergara, uno de ellos, haciendo relación a Driebes, dice que: “Si vas a Driebes, pan para el camino lleves”; dicho que tiene numerosas acepciones, entre otras: “Si vas a Driebes, pan lleves y cama en qué dormir, si no, no has de ir”.

   El porqué del dicho es algo que se pierde en la costumbre del tiempo, y de los vecinos de los lugares próximos que, sin duda, lo añadieron a la población. Siendo como fue la tierra de Driebes de mucho y buena cosecha del cereal en cuestión, como lo fue de esparto y cáñamo. Por esta tierra y su vecina de Leganiel se produjeron grandes cantidades de piezas en las que el esparto fue eje principal, y por estas tierras adquirió la Real Hacienda, por tiempo inmemorial, los serones y útiles de esparto que se emplearon en las reales salinas de Imón y de La Olmeda.

 

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   En las “notas históricas”, que don Mariano Pérez Cuenca acompañaba a sus obras en torno a las poblaciones del partido de Pastrana, escritas mediado el siglo XIX, dijo en torno a Driebes que, este pueblo: “fue comprado por el marqués de Bélgida (y de Mondéjar). La parroquia que hay ahora fue construida en 1656. El llamarse Nuestra Señora de la Muela, la que se venera junto al Tajo, es por haberla hallado después de la expulsión de los moros en una concavidad cubierta con una piedra de molino, que suelen llamar muelas, de ahí tomó su nombre”.

   La leyenda, que ha ido pasando a través de generaciones nos cuenta que la imagen fue encontrada por un pastor de la vecina población de Estremera, hallándola, efectivamente, sobre la muela de un molino. Como en tantas ocasiones se nos contará en torno a este tipo de apariciones marianas tenidas por milagrosas, la imagen, por su pequeño tamaño, será confundida con una muñeca, por lo que el pastor la guardará en su zurrón para que sirva de regalo a su pequeña hija. Quien la recibirá. Encontrándose con su sorpresiva desaparición al día siguiente, para ser de nuevo encontrada por el pastor en el mismo lugar de su primera aparición.

   En varias ocasiones tomará la supuesta muñeca para llevarla a casa, y, en las mismas, tornará al lugar de su enigmática aparición hasta que, finalmente, y con el consejo vecinal, se alce sobre el lugar la capilla o ermita que la ha de dar culto, después de llegar a la conclusión de que se trataba de la aparición mariana. A partir de entonces, en fecha desconocida, se la dará culto; constando que desde hace al menos tres siglos se señaló el 30 de septiembre, día de San Miguel, para honrarla.

 

Eugenio Domínguez Bachiller, y la boda del Rey

   A Eugenio Domínguez Bachiller, próximo a los noventa años, lo entrevistó don José Sanz y Díaz en 1966. Sus palabras quedaron reflejadas en este Nueva Alcarria, de hace más de cincuenta años. Se trataba, al decir de nuestro erudito escritor, de un hombre afable a quien gustaba contar su historia, aquella triste historia que hablaba del día 31 de mayo de 1906; que pasaría a la historia no solo por la boda de los reyes Alfonso XIII y Victoria de Battemberg, también lo hizo a causa del atentado que, tras la ceremonia y mientras los reyes acudían a Palacio, a su paso por la calle Mayor el anarquista Mateo Morral arrojaría la famosa bomba que causó decenas de muertos ensombreciendo la jornada. Numerosos de los fallecidos pertenecían al ejército que cubría carrera al paso de Sus Majestades, entre ellos se encontraba, Eugenio Domínguez Bachiller. Coincidiría en el ejército, y en el lugar del suceso, como integrante del Regimiento Wad-Ras 50, encargado de la escolta, con algunos otros jóvenes de Guadalajara, entre ellos Isaac Romanillos Sancho, natural de Bochones, población aneja a Atienza, quien perdería la vida en el atentado. También con Sebastián Sánchez Yélamos, de Balconete, a quien de resultas de las heridas, la muerte le llegaría en su población natal un mes después.

    Algunas personas de la provincia de Guadalajara también se encontraron entre los muertos y heridos: Guillermo Molina y Zenón Llorente, naturales de la capital, y Vicente Taberner, de Hinojosa, pertenecientes al Regimiento Wad-Ras, resultaron heridos. También algunos espectadores, entre ellos Daniela Hernández, de Molina, y Rafaela Barrios, de Guadalajara. Fueron los nombres que ofreció la prensa provincial, encargándose de dar la noticia de la muerte en el hospital, a causa de las heridas, de Guillermo Molina.

   Eugenio Domínguez, echando atrás la memoria, recordó a don José Sanz y Díaz que: “yo era soldado, mejor dicho, Cabo Interino del Regimiento de Infantería Wad-Rás 50. Mi compañía cubría la carrera en aquel trozo de la calle Mayor. Y para que vea usted lo que son las cosas, nosotros no teníamos que haber estado allí. Cuando los Reyes se dirigían a San Jerónimo el Real (Iglesia donde se celebró la ceremonia) mi compañía cubrió la carrera en la calle del Arenal”.

   La casualidad quiso que la compañía que debía cubrir el itinerario de la vuelta, entre el abigarramiento general de las calles de Madrid, no pudiese llegar a tiempo, por lo que el Regimiento al que Eugenio pertenecía le tocó situarse en el fatídico punto de la calle Mayor que había de pasar a la historia negra de España: “Yo estaba en la acera de enfrente del número 88 desde el que arrojaron la bomba. Y ya ve usted lo que es la vida, ya estaba cumplido con el Ejército. Ya no tenía que haber prestado servicio ese día”.

   Pero se encontraba prestándolo cuando Mateo Morral, desde uno de los balcones del portal de aquél número de la calle Mayor, al paso de la carroza real y entre un ramo de flores, arrojó la bomba que cubriría de luto la jornada, y que causaría a Eugenio heridas en las manos: “Yo no me di cuenta de la herida hasta pasado un buen rato. Sobre mí cayó el palafrenero o cochero que iba en el pescante real. La bomba le destrozó. A los caballos se les veían las tripas por las costillas. Toda la calle quedó como un atajo de ganado muerto, entre caballos y personas. Sólo se oían gritos, y todo era espanto y confusión”.

 

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   Recordaba, como una de esas escenas detenidas en el tiempo y la memoria, el resplandor azul, amarillo y blanco, provocado por el explosivo, y que únicamente él y otro compañero, de los que pertenecían a su Regimiento, salieron con heridas leves: “Todos los demás resultaron más o menos heridos. A mí solo me rozó la metralla el dorso de la mano. Murió mi capitán, don José Rasilla; mi teniente, don Roberto Reyler. También murió un cabo de Guadalajara que como yo era de la quinta del tres y estaba ya cumplido (el bochonero Isaac Romanillos). Casi todos fuimos curados en el Hospital de Carabanchel, aunque yo volví al cuartel después de recibir asistencia”.

   Y lució con orgullo, hasta que un día y sin saber cómo la perdió, la Cruz del Mérito Militar que le dieron como recompensa. Para entonces, para aquel 1966 en que hacía memoria, continuaba cobrando las mismas 22,50 pesetas por trimestre que le asignaron como indemnización en 1906. Ello, y el recuerdo: “Me acuerdo que mi sargento, que recibió un metrallazo en el hombro, me decía cuando iba a verle al hospital: “Eugenio, de esto vamos a tener que contar mucho toda la vida”; y cierto fue.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 26 de mayo de 2023

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