EL RETORNO DE ALEJO VERA
Exposiciones y memorias, recuerdan por estos días el centenario de su fallecimiento
No fue, don Alejo Vera y Estaca, natural de Viñuelas, pueblecito de nuestra Alcarria, como ya quedó apuntado en estas mismas páginas tiempos atrás, hombre que gustase de oropéndolas, o de mostrarse públicamente por encima de la sencillez que su figura compuso.
Hombre sencillo, a pesar de su grandeza que, quizá por ello, tras su paso del reino de los vivos al de los muertos, pasó también al del olvido.
Ahora se le recuerda, a los cien años de su paso a la historia de la pintura española. Nunca es tarde para traer a la memoria a uno de los genios de la pintura. Genio que, además, fue de los nuestros.
La infancia del genio
Recordábamos entontes que don Alejo Vera nació en Viñuelas por mera casualidad pues su madre, Norberta Estaca –natural de Valdepiélagos-, viajaba por el lugar en la diligencia que la llevaba a Madrid, el 14 de julio de 1834, sintió las apreturas del parto en la población, allí se detuvo y nació Alejo. Y llevó el nombre de Viñuelas, y el de Guadalajara, a correr mundo en sus documentos, pues nunca renunció a su lugar de nacencia, ni a la provincia.
Don Julián Gil Montero, que fue hombre de corazón guadalajareño de hondo sentimiento, defensor de todo aquello que tenía aire a miel de la Alcarria, evita en su traza biográfica el accidente del parto para presentárnoslo como un alcarreño de pura cepa. Lo fue tanto o más que Casto Plasencia, con quien compartió amistad y tertulias en el Círculo de Bellas Artes y la Real Academia de San Fernando, además de dejar ambos en San Francisco el Grande de Madrid, una parte de sus obras. Pues fue, Alejo Vera, uno de los más significativos pintores de escenas religiosas de entre quienes dieron vida y luz al arte español entre el último tercio del siglo XIX, y el primero del XX. También es cierto que en algunas ocasiones se confundió la provincia de Guadalajara, al hablar de la natal, por la de Valladolid, error que el propio Alejo se encargó de subsanar cuando a raíz del éxito de uno de sus grandes lienzos, “El último día de Numancia”, saltó a la fama nacional al obtener la primera Medalla de la Academia de Bellas Artes.
ALEJO VERA, SU VIDA Y SU OBRA (pulsando aquí)
El hombre de Numancia
Su Numancia, una nueva obra maestra para el conjunto de la crítica artística: “Henos en presencia de Numancia, magnífico lienzo de don Alejo Vera, pintor notable y en otro tiempo místico: Cercados los numantinos por el Ejército de Escipión Emiliano, y hallándose después de una tenaz y desesperada resistencia, en la imposibilidad de probar nuevas salidas ni combates con buen resultado, no teniendo otro recurso que el de rendirse a discreción resolvieron antes perecer e incendiar la ciudad, prefiriendo…”. Dirían los entendidos.
No hacía mucho tiempo que Alejo Vera había regresado de Roma, donde llevó a cabo parte de sus estudios de pintura. Marchó en el año 1858 pensionado por don Acisclo Miranda y Forquet, que lo fue todo en la política de su tiempo, y casi todo en el Banco de España. Cuentan las malas lenguas que don Acisclo lo propuso para ser su yerno, ya que una de sus hijas se enamoró del alcarreño. También cuentan que, al no ser correspondida en amores, murió la hija de pena. Aunque esas son cosas más propias del folletín que de la realidad.
A don Acisclo lo sustituyó, a la hora del pago de pensión en Roma el Gobierno español, que lo nombró, por la calidad de su obra, pensionista de mérito. En los veinte años más o menos que permaneció en Italia se dio a conocer como lo que llamaban “pintor de estilo pompeyano”. Habiendo dejado para entonces numerosas obras de importancia, como el “Entierro de San Lorenzo”, que colgó del Museo de Arte Moderno del Palacio de Museos y Bibliotecas, después de que lo hiciese de las paredes del Prado, un cuadro considerado de lo más correcto y sentido de la pintura española del siglo XIX para algunos críticos, y una obra maestra, para otros muchos; o “Santa Cecilia y San Valeriano”, que también obtuvo medalla de la Academia en 1862. De aquellos tiempos es también el famoso lienzo que tituló “El tocador de una Pompeyana”, al que siguió “Una comunión en las catacumbas”, que fue adquirido por el Senado español para ornar la biblioteca de la Cámara Alta del Reino.
Alejo Vera y Federico Madrazo
Fue sin duda uno de los más aventajados alumnos de Federico de Madrazo, pues con Madrazo se soltó en el asunto de los pinceles, cuando desde joven dio muestras de que podía prosperar en el arte de la pintura. Aquella pintura tan destacada en el siglo XIX, puesta en relieve tanto por Madrazo como por cuantos lo siguieron, y que algunos estudiosos del arte dieron en llamar pintura historicista. Aquella pintura que nos trazaba el recuerdo de algunas situaciones históricas, en la que destacaron hombres como Moreno Carbonero, Muñoz Degrain o uno de los amigos de nuestro hombre, y con quien compartió estancia en la Roma universal, Eduardo Rosales. A Rosales, que hizo el viaje a Italia con Alejo Vera lo pensionaba el rey consorte, don Francisco de Asís de Borbón, puesto que era moda de los tiempos que los grandes personajes de la alta sociedad apadrinasen a jóvenes pintores que comenzaban a destacar; o a músicos, o literatos en ciernes.
Alejo Vera se especializó en las escenas de los primeros años del cristianismo, el imperio romano o las glorias griegas. Con antelación a su Numancia, San Lorenzo, la Pompeyana o las catacumbas, expuso obras como “Cayo Graco”, o “La Poesía”; obras en las que luce el color.
Sus éxitos, y la fundación de la Academia Española de Roma, lo llevaron a ser profesor de aquella, y en la década de 1890 a ser nombrado su Director con lo que, encontrándose en España hubo de hacer nuevamente las maletas para trasladarse a la ciudad eterna.
SEMBLANZAS DE PINTORES EN GUADALAJARA (pulsando aquí)
La efímera gloria
Cuando murió, el 5 de febrero de 1923, contaba con 89 años. Muchos, sin duda, de una vida, a pesar de la grandeza del personaje, vivida sin las alharacas, atrevimientos o excesos de alguno de sus coetáneos. Era hombre de hablar pausado, costumbres moderadas y un pensamiento que llevó hasta su último día, el de que para triunfar sobran los gestos teatrales, puesto que lo importante es la obra. Y él tenía a sus espaldas una larga e importante obra, pues le llegó el éxito con apenas veinte años, después de que dejase el Instituto San Isidro de Madrid, para iniciarse en el arte del pincel.
De ahí que fuese hombre celoso de su intimidad; que no dejase conocer sus orígenes; que poco o nada trascendiese de su infancia; hasta que apareció en Roma de la mano de don Acisclo Miranda, y que huyese en todo tiempo del ruido y la bambolla. Aunque no faltó a las tertulias de sus amigos pintores, o de los cafés de moda. Hasta que, en la década de 1910, sin duda acusando el peso de la edad, se retiró del mundo, para salir de su casa a la Real Academia, o al Círculo de Bellas Artes, y de aquí, vuelta a casa.
En Madrid, en su casa de la plaza del Progreso número 9, tercer piso, donde tuvo su estudio, se despidió del mundo después de dejar hechas las últimas recomendaciones sobre su entierro y mortaja, pidiendo que no lo hiciesen con lujos, como entonces era costumbre; que envolviesen su cuerpo en un sudario, le hiciesen entierro de pobre y no colocasen sobre su tumba esas inscripciones que en ocasiones llevan al sonrojo.
Nunca es tarde para conocer al hombre y tener presente su obra.
Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 14 de abril de 2023
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