viernes, febrero 15, 2019

HIENDELAENCINA Y SU HOSPITAL DE LOS MINEROS. A pesar de la riqueza que la plata generó, hasta los inicios del siglo XX no contó con un hospital para atender a los mineros.


HIENDELAENCINA Y SU HOSPITAL DE LOS MINEROS
A pesar de la riqueza que la plata generó, hasta los inicios del siglo XX no contó con un hospital para atender a los mineros.


   Don Claudio Casado y Rodríguez, que fue hombre rico y murió pobre, asistido por la caridad de los pueblos a los que sirvió, y por la Real Academia de Medicina, como Médico que fue, y se despidió del mundo en Hiendelaencina el mes de marzo de 1927, fue uno de esos hombres curiosos por su inteligencia, vida y caridad, que da la tierra de Guadalajara y conocieron los pueblos serranos del entorno del Alto Rey. También don Claudio los conoció como la palma de la mano, a sus pueblos.



   Unos pueblos que por aquellos remotos tiempos, camino vamos de los cien años de su partida del mundo, nada tenían que ver con los actuales. Entonces sin carreteras ni apenas medios de comunicación con la capital de la provincia o las villas y mercados más próximos, lo que generó que, año a año, comenzasen a verse despoblados y amaneciesen al siglo XXI con casi todos los servicios, pero sin vecinos que los pudieran utilizar.

   Merecería, don Claudio, recordarse en cada uno de los recovecos camineros que desde Hiendelaencina ascienden a la ermita del Santo Alto Rey de la Majestad, uno de sus miradores predilectos. A pesar de que no nació en Hiendelaencina, Bustares o Robledo de Corpes, pueblos en los que vivió desde que, terminada la carrera, dejó el Madrid capitalino y bullicioso para buscar por estas tierras el sosiego, el silencio y, al final, la caridad. Nació en ese pueblo de la Alcarria que tantos hijos célebres dio a Guadalajara, desde Casto Plasencia a Benito Hernando o Judas Romo, esto es, en Cañizar.










   Y no llegó por aquí echando el pie derecho, pues luego de plantar en el Ayuntamiento la solicitud de médico de Hiendelaencina, cumpliendo todos los requisitos que marcaban las normas, le ganó el puesto quien menos esperaba, un médico que no lo era del todo, pues le faltaba la licencia oficial que por entonces comenzaba a exigirse a quienes terminaban la carrera. A falta del título requerido su oponente ofrecía la experiencia de más de treinta años de servicios profesionales en el entorno; algo que ni los tribunales pudieron combatir, pues después de pleitear durante diez largos años, la justicia terminó diciendo eso de que bien está tener un título académico, pero la experiencia es un grado que está por encima del diploma. Con lo que don Claudio bajó la cabeza, dejó Hiendelaencina y se subió a lo alto, a Bustares. De allí, y de los pueblos del entorno fue el Médico de cabecera desde la década de 1870 hasta los primeros años del siglo XX, en los que de nuevo libre el puesto, regresó al lugar en el que siempre quiso estar, Hiendelaencina.

   Qué tendría el pueblo de la plata por aquellos años de la segunda mitad del siglo XIX es algo que todavía, a pesar de conocerlo en parte, nos andamos preguntando, puesto que atrajo si cabe a mayor número de personas, de rancio y sonoro apellido, que los del comienzo de la fiebre de la plata. Aquellos que van de 1840 a 1860, cuando se hicieron verdaderamente ricos los que hasta entonces eran simples aventureros de la mina, o simples buscadores de fortuna, desde el legendario Pedro Esteban Górriz, al poderoso Antonio Orfila.


D. Claudio Casado fue uno de los médicos que atendieron al General Prim tras el atentado que le costaría la vida.

   Y llegaba don Claudio a estas míseras tierras apenas terminada su carrera de medicina, en el año de gracia de 1873. A Hiendelaencina, habiendo podido quedarse en el Madrid en el que había saltado, poco menos, que a la fama. Lo contó en alguna ocasión, aunque no gustaba alardear del hecho de que, alumno de los famosos doctores Cortezo y Martín de Pedro, se encontraba de guardia en la casa de salud que tocaba en suerte al domicilio del Presidente del Consejo el día aquel en el que sonaron los trabucos en la calle del Turco llevándose, sino toda la vida, una gran parte, de aquel rey sin trono que se llamó don Juan Prim y Prats. Nuestro don Claudio, con Cortezo, asistió al general  y le procuró las primeras curas, antes de que la mano negra, dice la historia, después de que los médicos le salvasen la vida, le apretase el cuello y le arrebatase lo que no pudieron los pistoleros.

   Su primer destino fue Robledo de Corpes, que como Hiendelaencina o La Bodera crecía al calor de la plata, pues tantos pozos se abrieron en sus términos como en el de la California española, como dieron en nombrar al mísero poblado que hasta 1844 fue la Loín de la Encina de los papelotes medievales; un hermoso lugar de crestas y caseríos de pizarra tan hermoso o más que los hoy conocidos parajes de la sierra negra. Una Hiendelaencina que, a pesar de los centenares de obreros que reunió en su término no contó, hasta avanzado el siglo XX, con un hospital en el que atender a quienes por desgracia, y no fueron pocos, sufrieron el efecto de un trabajo lleno de accidentes, como era el de la minería.

   También fue minero, o mejor dicho, inversor del mundo de la minería. Como tantos personajes de su tiempo que vieron, en la explotación de las minas de plata, un futuro prometedor. El suyo no lo fue mucho, pues después de adquirir unas cuantas demarcaciones con el capital logrado en veinte o veinticinco años de ejercer el oficio por los pueblos serranos del Alto se arruinó, porque la plata de los sueños prometida ya se la habían llevado.

   Pero tuvo otro sueño, desde que llegó a estas tierras. No el de hacerse rico, como tantos otros, sino el de crear un hospital que atendiese a los mineros que se morían por el camino, desde la mina a la casa del médico cuando se producía el accidente.

   Lo consiguió, que se comenzase a alzar en Hiendelaencina un hospital, en el mes de abril de 1911, después de que unos años antes llegase al pueblo, para regentar una de las pocas sociedades que ya comenzaban a quedar, La Plata, otro de esos curiosos personajes que por aquí pasaron dejando huella, don Joaquín Menéndez Ormaza y García Barzanallana quien además de Ingeniero de Minas fue escritor de éxito, y a Hiendelaencina, además del hospital, llevó la luz eléctrica y alguna que otra novedad de las de comienzos del siglo XX, como hombre versado en la  cultura de su tiempo que era.

Hiendelaencina conserva, en el Centro de Interpretación de la Plata, la memoria del Hospital de los Mineros.


   Se conocieron los dos genios, Ormaza y Casado, en una de esas aventuras que los años finales del siglo XIX ofrecían a las mentes despiertas; la increíble aventura de viajar, desde Madrid, a través de Cogolludo, a lomos de mula, hasta la cima del Alto Rey, que era por aquellos tiempos poco menos que hacerlo a la luna. La hija de don Claudio, Socorro, sirvió la comida en Bustares a Menéndez Ormaza y su invitado, el famoso doctor Kaestner que viajó desde Alemania para conocer nuestras tierras, y uno de sus hijos, de don Claudio,  los llevó a la cumbre. De allí surgió la amistad.

   Las obras del hospital se iniciaron, después de no pocas trabas, y dos años después estaban concluidas, inaugurándose en el mes de febrero de 1913 en terrenos de La Plata, siendo quizá el mejor dotado, por lo moderno, de los que por aquel tiempo contó la provincia, a pesar de que únicamente contaba con dos amplios y ventilados locales destinados a sala de enfermos y de operaciones, ocupando la parte central del edificio habitaciones para el practicante, sala de baño y demás dependencias propias de un establecimiento de estas características.

   Dotado con el más moderno mobiliario, aparatos e instrumental médico suficiente para las necesidades a las que iba destinado. Atendido en sus inicios, diariamente, por un practicante de cirugía, D. Cirilo Barrio, bajo la dirección del médico de Robledo de Corpes, D. Joaquín Bernardo.

   Uno de los primeros heridos en pasar por el nuevo Hospital fu el minero Félix Esteban, quien cargando escombros en una vagoneta en la mina Santa Teresa perdió el equilibrio y se precipitó al pocillo de extracción de escombros contiguo, cayendo a la galería desde una altura de 20 metros, resultando con heridas de carácter reservado.

   Don Claudio Casado no figura en la nota que con motivo de la inauguración publicó la prensa, sin embargo allí se encontraba junto a Menéndez Ormaza y las autoridades todas de Hiendelaencina, pueblo en el que ya jubilado residía y en donde no faltaba su mano para todo aquello que suponía dotar de conocimiento a los estudiantes, o ayudar a quienes precisaban de su mano

   Moriría, don Claudio Casado, como anteriormente decíamos en el mes de marzo de 1927, con casi noventa años de edad, y en el cementerio de Hiendelaencina fue sepultado, prácticamente en la indigencia, tras ser socorrido por el Patronato de la Fundación de San Nicolás, de la Real Academia de Medicina, en el mes de octubre de 1925 con 1.500 pesetas que le ayudaron a mantenerse los últimos meses de su vida.

   Conocer lo que fue aquel Hospital de los Mineros es un motivo más para visitar esta hermosa ciudadela de Hiendelaencina. En su Centro de Interpretación de la Plata se exponen los planos originales de su alzada. Para conocer la curiosidad de cómo aparecieron hay que ir hasta allí, y escucharlo de boca de quien reciba al visitante. Para hacerlo cualquier tiempo es bueno.  La tierra lo agradecerá, y la memoria de don Claudio, también.

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 15 de febrero de 2018











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