ATIENZA
DE LOS
MILAGROS.
San Francisco
de Borja y las levitaciones de Fray Julián
Tomás Gismera
Velasco
Atienza fue a lo largo de los siglos un
lugar de referencia y casi hasta de peregrinación, por ser paso obligado de
algunos caminos que unían las dos Castillas, Vieja y Nueva, a través del Camino
de la Lana.
Esta denominación,
de la Lana, es tan solo una de las más de media docena que tuvo el que conduce,
a través de Atienza, hasta Riaza, y que fue utilizado para abrir la carretera
que hoy conocemos, abierta entre los años finales del siglo XIX y comienzos del
XX.
Por este camino
vinieron y fueron los avances de los siglos XVII al XX, y vinieron también
alguna que otra desventura, en forma de partidas carlistas o mesnadas
guerreras.
También vinieron, a
predicar en la mayoría de los casos, aquellos personajes que destacaron en
religiosidad e incluso santidad, desde que se tiene memoria del tiempo. Fueron
muchos quienes se acercaron hasta Atienza desde el siglo XIII o XIV, unas veces
para atraer la atención del pueblo en petición de limosnas, y otras para tratar
de atraer a su causa a los menos dados a la creencia.
Atienza, no lo
olvidemos, fue un importante lugar en el que la religiosidad, con quince
iglesias y dos conventos, estaba presente en la vida diaria.
La fama de santidad
de San Francisco de Borja, por otro lado, tampoco quedó ajena de la historia de
Atienza, y para el santo, que recorrió la provincia de norte a sur, tampoco le
podía pasar desapercibida la villa.
El milagro de su
paso nos lo contó para la historia de San Francisco, y de la propia Atienza,
Alvaro Cienfuegos en 1754. No añadiré, ni restaré al relato original:
Pasaba
Francisco de Borja por un pueblo del obispado de Sigüenza, donde hay aquel
famoso santuario en una sierra alta entre Somolinos y la villa de Atienza, que
se apellida el Rey de la Magestad y acredita su nombre repetidamente con los
favores que derrama.
Hallábase
en uno de aquellos dos pueblos una doncella que se vio tullida desde la cuna, o
a pocos pasos de la vida, halló esta gran ocasión de llorarlos. Supo que había
arribado a sus contornos el Grande Borja de cuya santidad decía tanto la fama
que llegaban muchos clarines de bronce a cada pobre aldea.
Envió
confiadamente a rogarle que quisiese venir a su casa ya que cruel la fortuna no
había querido permitirla que pudiese buscar ella consuelo por si misma. Llegó
el amoroso Borja, y entregando a la oración todo el alma, estuvo un rato en
aquella postura estática en que el espíritu mudaba la pesadez del barro en
pluma, girando como el viento a cualquier leve soplo. Sus ojos rebosaban
diluvios de llanto que tenían su fuente en la llama del pecho, compitiendo
estas vertientes de agua con las dos que nacen de aquella sierra a fomentar el
ingenio de la pólvora, mientras en Borja la pólvora que en su pecho se
encendía, fomentaba las corrientes al agua.
Puso
luego la mano sobre aquella doliente cabeza y dijo el Evangelio, interrumpido a
cada palabra de mucho llanto, caso verdaderamente portentoso. Aquella dichosa
mujer antes de levantarse sintió que la salud se había hospedado ya en su seno.
Y
con un grito el más sonoro dio cuenta de esta novedad al viento y a los que
concurrieron con el Borja Divino, quedando de repente con tanta agilidad y
proporción aquella criatura, que pudiera hollarse la gentileza con mucha
bizarría, si no hubiese quedado impreso el carácter del desengaño en aquella
alma que a vueltas de la salud estampó Borja. Cortando a la vanidad de un ala
mientras daba a otra la vida.
Este
milagro depuso un testigo de mucha honra que se halló presente a tan grande
maravilla le refirió el padre Dionisio al padre Gaspar de Salazar, bien
conocido del mundo, añadiendo que la memoria de este suceso era un voto
pendiente de la admiración de cada individuo, formándose en aquel terreno a la
imagen de Francisco otro grande santuario de cada entendimiento que le
compitiese veneración al antiguo.
Las levitaciones del
beatro fray Julián de San Agustín
No menos famoso, por lo llamativo de su caso, fueron las llamadas
“levitaciones de fray Julián de San Agustín”, igualmente tenido en la comarca
de las Alcarrias guadalajareña y madrileña como santo.
En el año 1550 nació al mundo fray Julián de San Agustín en la villa de
Medinaceli, religioso franciscano en numerosos conventos de la orden, entre
ellos el de Atienza, habiendo tomado el hábito en La Salceda, por lo que
durante algún tiempo fue conocido como Fray Julián de la Salceda.
Estuvo en San Diego de Alcalá y salió a predicar y en solicitud de
limosnas por toda la margen del Tajo, hasta llegar a las cercanías de Toledo,
siempre a pie.
Curiosamente, los frailes franciscanos de nuestro convento atencino
solían acudir a los pueblos vecinos en mulos o asnillos de su propiedad, como
fray Julián de San Agustín, a predicar, dictar oficios y solicitar limosnas con
las que mantener los conventos respectivos y colaborar al sostenimiento y
alzamiento de otros.
Pues bien, estando el venerable padre fray Julián en el campo de
Atienza, orando en unos trigos, fue visto levantado en el aire y así lo
atestiguaron los testigos a Pedro de la Cuesta, María de Marco y María García
al tiempo que llegaron a la Cuesta
Bermeja, vieron y admiraron junto unos barrancos, puesto de rodillas en oración
al venerable padre fray Julián y tan elevado en el aire que la misma novedad
los excitaba a poner toda su atención en tal maravilla.
Su
vida, relatada por Diego Alvarez, historiador de la orden franciscana, llenaría
páginas y páginas en torno a sus levitaciones, éxtasis, curaciones,
revelaciones… , que de todo hubo por tierras de Torrejón, de Algete, Alcalá,
Camarma… poblaciones por las que es fama que cuando iba a predicar le
acompañaban las aves y animales del campo con su presencia, los cuales, como el
fuego, le obedecían.
Murió,
cargado de años y virtudes, el 8 de abril de 1606 en el convento de Alcalá de
Henares, y es fama de que, apenas fallecido y enterrado, comenzaron sus
milagros nuevamente.