SAN ANTON Y SAN ROQUE, EL COCHINO Y EL
BOTO, EN EL FOLCLORE ATENCINO
Por
Tomás Gismera Velasco
Dos fiestas, agrícolas y ganaderas,
enraizadas en Atienza, entre el folclore y la religiosidad, desaparecieron de
la villa en los primeros años de la década de 1960, al hilo de la emigración
que por aquellos años arrasó como un vendaval una buena parte de los pueblos de
la provincia, las tradicionales bendiciones de animales y rifa del cochino por
San Antón, (17 de enero), y la quema de botos y procesión de mozos por San
Roque, (16 de agosto).
A través de este trabajo se trata de llegar
a una aproximación de cómo se celebraron, puesto que desaparecidas ambas del
calendario festivo de la localidad y sin documentos que las reflejen, este
trabajo se basa en testimonios recogidos entre el vecindario, así como
recuerdos y propias vivencias.
San Antón.
San Antón, o San Antonio Abad, tuvo en
Atienza, desde épocas medievales, una arraigada tradición a través del convento
allí existente, levantado en sus orígenes extramuros de la población, frente a
la antigua puerta de la Villa, a juicio del historiador Layna Serrano fundado
en el siglo XIII por San Juan de Mata.
Cierto o no, el origen de su fundación,
dicho convento convertido con el paso del tiempo en hospital, regido por los
canónigos regulares de San Antonio Abad, los más popularmente conocidos como
antoninos o antonianos, atendió históricamente a los enfermos de peste y
enfermedades contagiosas, particularmente a quienes padecían el llamado “fuego
de San Antón”, enfermedad de origen desconocido durante varios siglos,
caracterizada por ulceraciones en la cara, y producida por el cornezuelo del
centeno, cuya harina fue el principal elemento para la elaboración del pan
hasta siglos recientes en época de carestía del trigo. Igualmente es probable
que el nombre de la enfermedad se deba a la atención que a los enfermos
prestaban los antonianos.
La vida del santo titular, que ya fue
contaba en el famoso libro de vidas de santos “La leyenda dorada”, escrito por
Santiago de la Vorágine, se popularizó en España y principalmente Francia, a
donde llegaron sus reliquias a lo largo del siglo XI. La leyenda de la
milagrosa cura de ceguera a los cerdos, o jabalíes, según las traducciones, y
la protección que a partir de dicho acto facilitó al santo una cerda, o
jabalina, se hizo tan popular que, enraizada en la tradición, pasó a la
historia como el santo patrón de dichos animales, extendiéndose después al
conjunto del reino animal.
Es tradición que los primeros conventos de
la orden, como tantos otros, se levantaron en el Camino de Santiago, para curar
y atender a los peregrinos afectados de peste que por allí pasaban, del mismo
modo que es tradición que los canónigos de dichos conventos, en honor al santo
y para atender a las necesidades hospitalarias de sus fundaciones, solían
soltar por las calles de sus lugares a sus piaras de cerdos, para que se
alimentasen libremente o en su caso fuesen alimentados por el vecindario. Su
carne, una vez sacrificados, serviría para dar de comer a los hospitalizados, o
para atender la caridad de quienes lo solicitasen, al tiempo que su grasa,
bendecida por intercesión del santo, se emplearía para la curación o alivio del
llamado “fuego de San Antón”.
Nada de esto ha llegado hasta nosotros sobre
el convento atencino. Si los avatares históricos por los que pasó, ya que fue
derruido durante la invasión de las tropas navarras en la Guerra de los
Infantes de Aragón, si bien fue reconstruido años después.
Cuenta el mismo Layna Serrano[1]
que con el tiempo la congregación se fue desvirtuando, hasta el punto de que
dichos canónigos fueron expulsados de la villa, convento y hospital, para ser
ocupado por el Concejo, hasta su total desaparición a causa del saqueo de las
tropas francesas durante la Guerra de Independencia, en 1811.
Fue Atienza por otra parte lugar
representativo en la comarca para el comercio del cerdo.
Hasta bien entrado el decenio de 1970 se
mantuvo el mercado semanal de dichos animales, establecido tradicionalmente en
la plaza de Mecenas que, por su dedicación, el vulgo pasó a denominar “plaza de
los cochinos”. Del mismo modo que en siglos pasados la piara de cerdos de la
villa debió de pastar libremente por sus dehesas, puesto que el municipio
pagaba a un guarda para su custodia la nada despreciable cifra de mil reales
anuales, en 1752.[2]
La tradición.
Según cuenta Angel Lera de Isla[3],
la fiesta del cochino en torno a San Antón no comenzó a popularizarse hasta el
siglo XVII, siendo Madrid la ciudad en la que comenzarían dichas celebraciones.
La realidad es que en Madrid se celebró
desde dicho siglo la tradicional romería de San Antón, con su más o menos
compleja representación del “rey de los berracos”, tan comentada y descrita
desde el Siglo de Oro, llegando a ser prohibida por sus excesos y falta de
religiosidad en muchos casos, en 1697 por vez primera, conforme a lo que recoge
Pedro de Répide en sus “Costumbres y Devociones Madrileñas”[4]. Por su parte Emilio Jorrín[5]
afirma que con motivo de dicha festividad se rifaba en la Puerta del Sol
madrileña, un cochino.
La Cofradía de San Antón.
Nada conocemos sobre los orígenes de esta
fiesta en Atienza, conforme a lo anteriormente expuesto. No obstante si tenemos
la certeza de que existió hasta finales de la década de 1960, una hermandad de
San Antonio, dedicada a dar culto al santo en la iglesia de la Santísima
Trinidad. Hermandad de la que participaban mayoritariamente los propietarios de
ganado mular y vacuno, en su mayoría unidos a su vez desde 1929, en la llamada
Comunidad de Propietarios del Toro Semental de la Villa.
Poco nos ha llegado de dicha “Hermandad de
San Antonio”, puesto que tras su desaparición, sus libros de actas y cuentas,
si es que existieron como así debió de ser, quedaron en manos particulares,
desconociéndose en cuales, si bien andado el tiempo fueron entregadas a la
iglesia las insignias, “varas” o tronos, correspondientes a los cargos de
mayordomos y priostres, al día de hoy depositadas en el museo de arte religioso
de San Gil, sección platería.
Si
conocemos a través de uno de sus últimos priostres[6] que la hermandad estaba compuesta por un
Priostre, tres vocales y un mayordomo, y que sus actividades, como en la
inmensa mayoría de las cofradías no se reducían a la celebración de la
festividad del patrón de los animales, a su vez patrono de los herreros.
Todos los terceros domingos de mes, la Junta
de la Hermandad tenía obligación de asistir a misa mayor en la parroquia
titular, así como el resto de los hermanos, estos pudiendo ser disculpados por
razones de edad o laborales, y como cofradía, asistirse mutuamente.
Los cargos se renovaban anualmente, y en
cada una de las juntas celebradas al cabo de la tarde, la directiva concluía la
jornada con una cena en la casa del priostre, tradicionalmente judías
coloradas, cordero estofado, naranjas, pan y vino[7].
Del mismo modo, cada una de las veces que la
junta de la hermandad salía o entraba de la casa del priostre para el
tradicional “acompañamiento” o “despedida” de las insignias, tras alguna de las
celebraciones, en la casa del priostre se servía a los hermanos de la junta
vino, acompañado de los típicos bollos de chicharrones[8].
El cochino de San Antón.
Como forma de ayudar a los gastos de la
celebración del día, así como de los ocasionados a lo largo del año, la junta
directiva entrante de la hermandad, tras el cambio de mandos en la tarde noche
de la festividad del santo, solía comprar en el primer día de mercado siguiente
a la celebración, una cría de cerdo, generalmente negro[9], que en los primeros días era mantenido
por la directiva en la casa del priostre, sacándolo a las calles al cabo de la
tarde, hasta que se habituaba a caminar solo por las calles del pueblo y
regresar a la casa de cobijo.
Costumbre esta llevada a cabo en otros numerosos
pueblos de España.
Particularmente en Pozoamargo (Cuenca), en
celebración más o menos similar, el cerdo pequeño era adquirido antes de la
subasta del grande, para que junto a él aprendiese a ir de un lado para el
otro.
Finalmente el cerdo, el cochino de San
Antón, distinguido por una campanilla que a la vez que lo identificaba delataba
su posición, vagaba libremente por las calles del pueblo.
La memoria infantil lleva al autor a verlo
corretear por las callejuelas de San Gil atencinas, deteniéndose ante las
puertas de las casas que habitualmente le daban alimento, y regresando como si
de un perrillo se tratase al oscurecer, al lugar en el que lo mantenía la
hermandad.
Dicha tradición o costumbre, soltar el cerdo
por las calles y que fuese alimentado y engordado por el pueblo, por supuesto
que no fue exclusivo de Atienza, ni siquiera de la provincia de Guadalajara.
En un veloz repaso, tras pasar por
Pozoamargo, podríamos detenernos en Trévago (Soria), donde era obligatorio dar
de comer al animal en la casa ante la que se detenía, y darle cobijo nocturno
en la que al cabo de la tarde entraba. En La Alberca (Salamanca), se seguían
métodos similares al atencino, lo mismo que en Berrinches (Ciudad Real), y en
San Román de Arnija (Valladolid), el cerdo quedaba en propiedad de quien le dio
asilo la noche de San Antón. Así podríamos continuar por la práctica totalidad
de la geografía nacional.
El final del cochino de San Antón en
cualquier caso, y teniendo en cuenta que la celebración coincide en el tiempo
con la época de matanzas, era terminar convertido en alimento de aquellos que
tuviesen la fortuna de ser agraciados con la papeleta ganadora del sorteo,
puesto que en el caso de Atienza, y desde los días previos a la Navidad, la hermandad,
acompañada del cochino, salía a vender por las casas las papeletas de la rifa,
cuyo punto final, el sorteo o “remate”, tenía lugar en la tarde de San Antonio
ante las puertas de la iglesia de la Santísima Trinidad.
La fiesta de San Antón.
Los informantes no fueron capaces de situar,
dado el paso del tiempo y la edad, al cochino de San Antón durante la
celebración de los oficios del santo. Todos los consultados coincidieron a la
hora de situarlo en el patio de la iglesia, engalanado con lazos de colores y
su identificativa campanilla, aprovechando la hermandad la celebración para
vender las últimas papeletas de la rifa en los oficios de la mañana, tras los
cuales tenía lugar la tradicional bendición de los animales, mulas, asnos,
vacas, caballos o bueyes, que generalmente engalanados para la ocasión hacían
su entrada en el patio de la iglesia, dando la vuelta al edificio, sin que esto
quiera decir que rodeaban el templo como en otros lugares es costumbre, sino
que entraban en el patio desde la parte posterior de la iglesia, rodeándola,
como es costumbre en otras cofradías, procesiones y celebraciones que tienen
lugar en dicha iglesia.
Del mismo modo que era costumbre el que a la
misa del santo se llevase pan, agua o cebada para ser bendecidos y llevarlos a
los animales que no acudieron a recibir la bendición[10].
Siendo el día del patrón, en consideración
al acto, festivo para los animales de labor; pues ese día mulas, vacas, bueyes,
asnos o caballos no araban ni hacían oficios correspondientes a la época
agrícola, por otro lado prácticamente nula.
La oración de San Antonio.
Por supuesto que al término de la misa se
cantaban los ya famosos “Milagros de San Antonio”, que en sus diferentes formas
han llenado el cancionero tradicional:
Divino y glorioso Antonio,
Suplícale al Dios del cielo,
Que con su gracia divina,
Alumbre mi entendimiento,
Para que mi lengua cante,
Aquel milagro en tu huerto…
Del mismo modo que, al paso de los animales
se hacían las correspondientes y, en algunos casos, interesadas peticiones:
San Antonio bendito,
Guárdame el cabrito.
O
bien:
Antonio bendito, por Dios te lo pido,
Guarda mis ganados con celo divino.
Y
más particular todavía:
Oh glorioso San Antonio,
Lo que te vengo a pedir,
Solo tú lo puedes dar,
Y tu mano conseguir,
Que me guardes el borrico,
Y no lo dejes morir.
Borrico que, por supuesto, podía ser suplido
por mula, mulo, caballo, cerdo o cualquier otro animal necesitado de
intercesión.
Desconocemos si, en caso de necesidad, el
santo acudió en su auxilio, el pastor Francisco Serrano[11] contaba que ante el ataque del zorro
siempre relataba la oración de San Antonio, para que protegiese a las crías, “y
algún cordero siempre degollaba la zorra”.
El caso es que la anteriormente citada
“Comunidad de Propietarios del Toro Semental de la Villa”, creó una especie de
caja comunal para pagar de manera prorrateada entre todos los propietarios de
ganado vacuno, cualquier res que, por enfermedad o accidente, tuviese que ser
sacrificada, lo que prueba que, a pesar de la religiosidad y confianza tenida
hacía el santo, siempre se dio margen al error.
Del mismo modo que oraciones y súplicas al
santo pasaron de boca en boca por tradición oral, la figura del santo y su
cochino lo hicieron a los juegos y cantos infantiles, mayoritariamente
femeninos en el salto de la comba:
San Antón tiene un cochino,
Al que da sopas con vino,
Y su padre le decía,
No emborraches al cochino
Pórtate bien Antoñito,
Y haz que gane el jueguecito…
O
bien:
San Antón con su bastón,
A San Roque pegó un palo,
San Roque le achuchó al perro,
Y al cochino mordió el rabo.
San Antón con su bastón,
Se puso a guardar su huerto,
Y al perro de San Roque,
Tiraba las calabazas,
Que San Roque recogía,
Para llenarlas con agua…
E
igualmente se cantaba:
San Sebastián fue francés,
Y San Roque peregrino,
Y lo que tiene a los pies,
San Antón, es un cochino.
San Roque tenía un perro,
Que le guardaba los pasos,
Y cuando venía el lobo,
El perro siempre ladraba.
Cantos
que enlazan con las coplas de ronda serranas:
San Antón perdió el cochino,
San Roque la calabaza,
Y tú perderás el moño,
Serrana si no te casas.
Copla
que nos enlaza directamente con San Roque:
Arrímate a mi viña,
Que soy San Roque,
Por si viene la peste,
Que no te toque.
San Roque.
San
Roque y una supuesta rivalidad con el santo patrón de los animales, en una
nueva tradición perdida en Atienza, en la misma época que la anterior. Fiesta
esta de la que participaban en práctica exclusividad los mozos de la
población.
Desconocemos desde cuando Atienza se
encomendó a San Roque, y qué grado de protección solicitó u obtuvo del santo.
No obstante hay constancia de la existencia de la capilla de San Roque, situada
en la calle de Cervantes, antigua Zapatería, al menos desde mediados del siglo
XVIII, e igualmente desconocemos desde cuando en Atienza se celebró lo que
podríamos denominar “procesión de los botos”, en cambio si hay constancia de la
celebración de una fiesta dedicada a San Roque al menos desde la fecha
anteriormente señalada, en la que el concejo destinaba una cantidad para los
gastos de la novena, 227 reales; cantidad considerable, pues para la Virgen de
los Dolores, que veinte años después sería patrona de la Villa, destinaba 123,
lo que habla de la importancia de esta fiesta.
Datos que se echan a faltar teniendo en
cuenta que si bien Atienza tuvo merecida fama en su producción artesanal, la
industria de la botería, partícipe indirecto del festejo, no fue tan destacada
como en otras poblaciones de la provincia.
Tornando a las respuestas generales del
Catastro de Ensenada, encontramos que en Atienza, en 1752, había quince
tenerías, y que entre veinte y treinta personas se dedicaban al curtido de
pieles o fabricación de botas, botos, botillos, odres o cueros para el transporte
del vino o del aceite, en una población que por aquella época debía de rondar
las dos mil personas.
Botos, botas, botillos, odres o cueros que
en los días próximos a San Roque eran hábilmente buscados por la juventud, en
época, la de la siega y trilla, en la que se empleaban en elevado número entre
los agricultores.
Todo nos lleva a pensar que dichos
utensilios eran los que habitualmente desechaban los pellejeros o boteros, que
con ocasión de la festividad quemaban públicamente, hasta convertirlo en
tradición, ya que en la noche del santo
y a través de la calle Real, plazas Mayor y del Mercado y calle de Cervantes,
hasta la capilla del santo, desde la Puerta de Antequera en la entrada de la
villa, iluminaban la población a modo de estandartes de fuego, alimentados,
cuando era necesario, en tres grandes hogueras situadas en la Puerta de
Antequera, Plaza Mayor y Capilla de San Roque.
En esa especie de desfile procesional, los
mozos, llevando botas y botillos prendidos de largas pértigas, paseaban calle
arriba y calle abajo, iluminando la noche, al tiempo que cantaban la famosa
canción a San Roque:
Por decir viva San Roque,
Me llevaron prisionero,
Ahora que estoy en prisiones,
Vivan San Roque y su perro.
La celebración concluía, una vez consumidos
los pellejos por el fuego, con el salto de las hogueras y un baile popular ante
la capilla del santo, pagado por los mozos.
San Antón y San Roque, dos santos venidos a
menos, con su cochino y sus botos, en el recuerdo del folclore atencino.
En:
Cuadernos De Etnología y Folclore. Diputación Provincial de Guadalajara 2007.
[2] Según las respuestas del Catastro de Ensenada, Atienza 1752, Madrid 1990,
pág. 89. 430 reales ganaban los guardas de monte y dehesa, 470 los de ganado
vacuno y 3.300 el alcalde mayor.
[3] “Del folklore campesino; la fiesta de San Antón”,
en Revista de Folklore, Valladolid 1982, núm. 13, págs. 20-22.
[4] Recogido a su vez por Reyes G. Valcárcel en “Fiestas tradicionales
madrileñas”, Madrid 1997, págs. 13-16.
[5] “Rasgos de Campoó. La Matanza”. Torrelavega 1999,
págs. 127-129.
[8] Parte de las grasas e intestinos del cerdo,
fritas y resecadas.
[9] La figura del cerdo en el grupo escultórico
atencino, es negro. El autor ha conocido cerdos negros, y blancos y negros,
como “cochinos de San Antón”.
[10] En el relato de Pedro de Répide anteriormente mencionado se dice: “…bendícenos este pan –decía el grotesco rey.
Y la mano sacerdotal hacía el signo de la cruz sobre el pan que el extraño
monarca repartía entre los más cercanos a la hueste.
-Bendícenos la cebada para las bestias –volvía a pedir luego.
Y el fraile bendecía el grano de los campos que había de nutrir a los
brutos, también criaturas de Dios”.