GENTES DE FERIA, LOS MULETEROS.
Una
visión de los muleteros de Maranchón, de 1870.
Estamos en tiempos de fiebre para recoger
todos los gritos de conquista que la ciencia lanza en nuestros días, para
abarcar todas las ideas que el ingenio transforma en otras de arte.
Dichosos de aquellos de nuestros lectores,
que en el fondo de una aldea, o en el tranquilo albergue de una provincia
pueden detenerse en el efecto de la civilización; nosotros, que necesitamos
estar en todas partes, verlo todo, reproducirlo todo, les entregamos los
efectos.
Algo diremos aquí de los muleteros de
Maranchón. Los dos tipos que ofrecemos a nuestros lectores, aunque desde el
punto de vista de la locomoción representan el ayer, viven hoy, y uno de
nuestros dibujantes los ha visto recientemente, en Getafe.
Ocultos bajo los pliegues de esa brillante
capa que se llama la civilización moderna, apenas aparecen en las grandes
ciudades.
Su vida tiene mucho que ver con la de los
gitanos, y aunque los muleteros maranchoneros, son por lo general paisanos del
inmortal don Quijote, hay motivos para presumir, dadas sus costumbres, que
cuando menos son una rama desprendida del árbol de la gitanería.
El muletero que está apoyado en la vara de
acebuche junto a la antigua reja de la casa de un pueblo, es un criado. Cerca
de él están las yeguas con el cencerro, cuyo sonido reúne en breve a las
muletas esparcidas.
Ese joven se ha criado en el campo, ha
pasado todas las noches de su vida al raso, puede contar a los poetas que se
levantan a las doce cómo sale la aurora, ni conoce el frío ni el calor, come
siempre con buen apetito y es capaz de digerir piedras. Duerme sobre la tierra
sin más almohada que su castoreño y nadie le gana a ocultar lacas entre los
animales, escamotear lo que encuentra al paso, ponderar las cualidades de las
muletas, apurar un jarro de vino y dar una puñalada al lucero del alba.
No le habléis de política, de arte, de
nervios; no os entenderá. Preguntarle por el pelo de las mulas, por los
corvejones, por el diente, habladle de las ferias, de unas magras de jamón y de
un cané, y le veréis animarse. Está en su salsa.
El personaje que aparece montado en una mula
hermosa es el amo. Ya le ven ustedes que gordo y que templado. Lo menos lleva
en el cinto que rodea su abdomen un centenar de oncejas.
En su casa guarda infinitas más en un arca
de madera, o las tiene enterradas en su huerta, o en su misma casa ha fabricado
un agujero para esconderlas.
Es lo que se llama un hombre rico y el ancho
gabán con que se preserva del frío es irrisorio. Pero con el calañés completa
su pintoresca figura. Rara vez se ríe, y sus diez o doce criados le temen más
que al coco los niños. El los trata de salvajes, de idiotas, pero les da el pan
y esto basta para que le quieran y le teman.
Comparte con sus criados las intemperies,
con ellos recorre las ferias capitaneando seiscientas y mil mulas a veces, pasa
la noche en su compañía, cerca de los pueblos, esperando a que amanezca para
trasladarse al lugar de la feria, y sus órdenes son obedecidas ciegamente sin
que a ninguno de sus criados se le ocurra apreciarlas.
Cualquiera al verle diría que era incapaz de
hacer un buen negocio; pero esta vez engañan las apariencias. Tiene mucha
gramática parda y no hay orador más elocuente que él cuando se trata de vender
una mula.
Después de recorrer las ferias vuelve a su casa,
llevando una saya a su mujer y pañuelos de yerbas a sus hijas, oculta las onzas
y vuelta a la faena.
Por regla general, el muletero propietario
quiere que sus hijos sean abogados, y cuando esto sucede, las monedas
atesoradas por papá se las llevan en Madrid capellanes, el tapete verde y los
amigos íntimos.
Estos tipos desaparecerán muy pronto por
completo, porque las onzas se acabarán muy pronto y ellos no entienden de otra
moneda.
En:
La Ilustración Española y Americana.