LAS PRIMERAS FIESTAS DEL CRISTO, 1755
Por
Tomás Gismera Velasco
Apenas despuntó el día, aquel del 5 de
octubre de 1755, todas las campanas de la villa comenzaron a sonar en un
alocado volteo anunciando a todos los vecinos de Atienza el comienzo de unos
días festivos memorables, como nunca antes se habían vivido, y que habían de
ser recordados a lo largo de muchos años.
Desde bastantes días antes, meses incluso,
habíase ido corriendo la voz por la comarca de los grandes festejos que, en
Atienza, se preparaban para honrar a su patrón, el llamado Cristo del Amparo,
que hasta entonces había ocupado una pequeña capilla a la izquierda del altar
mayor de la iglesia de San Bartolomé.
La mucha devoción de los atencinos y de las
gentes de la comarca hicieron pequeña aquella capillita, y porque el patrón de
Atienza no merecía menos, en 1692 comenzaron los atencinos a ofrendar algunos
de sus bienes con el fin de costear una nueva y más acorde capilla que se
adecuase a la veneración que aquellas gentes sentían por aquel a quienes se
acudían a encomendar.
A lo largo de cincuenta años se fueron
obrando los trabajos conforme los dineros llegaban y así, para aquel 5 de
octubre todo estaba dispuesto para que fuese memorable la jornada, después de
haber gastado cerca de cuatrocientos mil reales en las obras.
Días antes comenzaron a llegar a la villa en
interminable procesión toda una legión de pobres, invitados y curiosos, atraídos
por la fama de la villa y los comentarios que, de pueblo en pueblo, corrieron
como reguero de pólvora, sobre los acontecimientos que, en Atienza tendrían
lugar aquellos días. Fondas y posadas habíanse preparado para recibir a
aquellas personas venidas de toda la provincia, y el propio Ayuntamiento buscó
buen acomodo en casas de postín para aquellos otros invitados que,
representando ciertas jerarquías, llegaron a la villa aquellos días.
Trabajaban a destajo las tabernas y los
mesones por dar servicio a quienes llegaban, y cuadras y corrales tenían
cubierto su cupo de mulos y caballos, viéndose los sobrantes por cerradas y
arreñales, mientras que por las calles del pueblo paseaban mendigos y curiosos.
A eso de la media mañana se atisbó a ver, por
el camino de Sigüenza, la esperada comitiva del obispo, el ilustrísimo Díaz
Santos de Bullón quien, acompañado de su auxiliar, el prelado de Azadén, venían
a diginificar el evento, seguidos de un nutrido grupo de clérigos y seglares, a
lomos de mulas los unos, en calesa los demás.
A las puertas de la villa los recibieron los
prelados del pueblo y, en auténtica procesión, abriéndose paso a duras penas
entre el gentío que los aclamaba, llegaron a la iglesia de San Bartolomé,
ocupada ya por una auténtica multitud de fieles.
Aguardaban allí los miembros del Concejo,
invitados y cuantas personas de calidad tenían residencia en Atienza, y ya en
el templo ocupó el obispo lugar preferencial, haciéndolo de igual manera los
del Concejo, Cofradías y Hermandades que, en semejante días se hermanaban aún
más por dar mayor relevancia a aquellos
actos. Allí estaban la Cofradía de la Santa Trinidad, la de Santiago de los
Caballeros, San Martín y cuantas en la villa tenían cierto grado de relevancia.
La iglesia lucía como verdadera ascua de
oro, profusamente iluminada con hachones de velas los retablos y, tras la
solemne misa, procedió a correrse el cortinaje que cubría la nueva capilla del
Cristo y, a los acordes de la marcha real, entonada por el órgano, y ante la
reverencia de los atencinos, se procedió al traslado de la imagen del Cristo,
desde la antigua, a la nueva capilla.
En nada, ciertamente, se parecía aquella
recién inaugurada a la anterior. Orgullosos de su obra estaban los
descendientes y familiares de los que la levantaron, alguno de los artífices ya
fallecido. Pero allí, en sitio preferente, se encontraban, vivos o
representados, el maestro alarife, Jerónimo del Peredo o Diego de Madrigal,
quien trazó el retablo; así como Pedro de Pastrana que llevó a cabo la labor de
forja y montó la rejería, y José
Navarro, a quien se encargó la decoración y vio con malos ojos cómo las paredes
eran cubiertas, luego de su traza, por enormes tiras de tela carmesí allí donde
no había cornucopias, adornos o salientes.
Tras el acto se celebró en el pueblo un gran
convite en el que participaron propios y extraños, pues a cuenta del común se
dio de comer y beber a los invitados, y se ofreció ración sobrada de pan y
carne a cuantos pobres y necesitados acudieron en su busca.
Aquella noche, y con gran concurrencia de
público, se representó en la plaza mayor “La devoción de la Cruz”, obrita de
don Pedro Calderón de la Barca, a cargo de un grupo de cómicos llegados de
Guadalajara.
Y si memorable fue aquél día, no lo sería menos el siguiente, cuando con
los mismos fastos tuvo lugar la entronización del Santísimo Sacramento en la
nueva capilla que, desde aquél día, pasó a llamarse del Santo Cristo de
Atienza; y si el anterior los cómicos tuvieron éxito, lo volvieron a repetir
con el teatrillo de Tirso de Molina “El vengador en palacio”, y ya la noche
cerrada, en la plazuela de la iglesia de San Bartolomé se hizo un gran fuego
con muchas y grandes fantasías, y tras aquél se quemaron cinco árboles de rara
invención y artificio, en los que la pólvora y el fuego jugaban a su antojo, de
tales maneras que daba espanto verlos explosionar, pues nunca antes se habían
visto semejantes artificios, traídos como lo eran, de las zonas de Levante.
Tras aquellos dos días de gloria y
exaltación al Santo Cristo, quiso el Ayuntamiento que los siguientes fuesen de
festejos, y que se celebrasen corridas de toros y toretes, y así, a lo largo de
dos días completos, tanto por la mañana como por la tarde, se dieron toros en
la Plaza del Concejo, llamada por el pueblo, del Trigo; acondicionada para los
actos, y presididos por los cargos representativos de la villa, desde los
balcones de la casa municipal que presidía la plaza en la esquina de la calle
de la Zapatería.
Eran traídos los toros y toretes muy de
mañana, corridos por mozos a caballo, desde los prados de la Guadiña hasta el
pueblo, y por sus calles eran jaleados hasta la misma plaza donde quedaban
encerrados.
Por las mañanas eran los mozos del pueblo
quienes trataban de mostrar su valentía; por la tarde toreadores de Ronda.
Siendo sacrificados los astados en la misma plaza y a petición del público, a
lo que accedió el Concejo en evitación de disturbios, aún a pesar de no contar
con la facultad real para llevar a cabo el sacrificio de las reses.
Tras hacerlo, se repartió la carne entre los
hospitales y necesitados de la villa, y dando gracias al Santo Cristo por
aquellos días pasados en los que, por su intercesión no hubo la más leve
desgracia, dejando aquella festividad un buen recuerdo en propios y extraños, y
poniendo el primer eslabón para los que llegasen después, año tras año.