LA TIA QUITERIA CUMPLE CIEN AÑOS EN
ATIENZA
Tomás
Gismera Velasco
Cien años han pasado desde que el lunes 22
de mayo de 1911 naciese, en Atienza, Quiteria Galán Velasco, y viéndola a ella,
a sus nietos y a sus bisnietos, parece que fue ayer; y es que las personas a
las que se conoce de niño y se crece viéndolas crecer, nunca cambian, o tal vez
si, al mismo ritmo que vamos cambiando los demás y no lo apreciamos.
A la mitad de su vida, un 16 de septiembre,
según me contaron, tuvo la gracia de echarme la primera regañina, porque se me
ocurrió nacer en medio de una impresionante tormenta que hizo que en Atienza,
vestida de fiesta, se aplazaran los toros hasta que pasó la nube, que dejó unos
cuantos estragos.
Después, con el paso torpe y agarrado de la
mano de mi madre por un lado, y de la tía Quiteria de la otra, los buenos
domingos de primavera nos dábamos una vuelta por el camino del cementerio, unos
cuantos rezos ante la tapia; camino adelante hasta la fuente de la Mona, bajada
a Santa María del Val y subida por la Salida, a merendar un chocolate en casa
de la tía Valentina la “Carlitas”.
A decir verdad siempre la recuerdo
refunfuñando, y vestida de negro. Pero tenía un algo de sinceridad, y mucha
vida por detrás y por delante. Los rezos del cementerio, y el luto, iban por su
marido, muerto en aquella desdichada guerra civil que tanto dolor dejó por
tantas partes. A la tía Quiteria, además de dejarla viuda pocos meses después
de haberse casado, la dejó un hijo huérfano
que no conoció a su padre, al que después, cuando la vida lo hizo grande
y tuvo que buscarse la propia en Madrid, lo solía esperar tarde tras tarde,
sentada a la puerta de su casa, con la magnífica vista del valle de Atienza y
la mirada fija en los “azules” a la espera del ronroneo de la motovespa, que
por aquellas cosas de las novedades y el poco mundo al que Atienza se reducía
en los comienzos de los años sesenta, todos los chiquillos del barrio acudíamos
a “inspeccionar”, mucho más cuando a la motovespa le añadía el sidecar.
Aquella Atienza de los maravillosos años
sesenta, a pesar de todo, había cambiado muy poco con relación a aquella otra
que vio nacer a la tía Quiteria, en el seno de una familia en la que, por esas
cosas de los tiempos, abundaron los hermanos, y entre todos, las mujeres. De su
madre, la bisabuela Basilisa, tan sólo tengo un lejano recuerdo de verla
sentada a la puerta de la casa de mis abuelos, vestida también de negro. Su
padre, el bisabuelo Paco, murió diez o doce años antes de que yo naciese. De
Basilisa cuentan que era muy buena guisandera, el bisabuelo Paco muy goloso.
Desde
luego, en aquellos tiempos, había que tener arte en la cocina para sacar
adelante a toda la prole de chiquillas y chiquillos: la tía Paca, la tía
Valentina, Quiteria, el tío Timoteo; Macario, un elegante muletero que murió un
día de Caballada de 1927, con apenas veinte años tras hacer la hombrada de
marchar corriendo desde Guadalajara a Sigüenza, y mi abuela, Angeles. Después
nació la “niña”, la tía Carmen (mi madrina).
Por cercanía, la tía Quiteria pasaba más de
cuatro veces al día por mi casa, y lo mismo hacíamos los chiquillos por la
suya. Siempre solía tener algún bollo o una magdalena dispuesta a hincarle el
diente, y por los buenos días del verano y del otoño algunas ciruelas, peras o
manzanas de los frutales del corral, recogidas en algún cestillo de la cámara,
o en el ventanuco que se colgaba sobre él de la que fuera casa de sus padres. Y
ahora que la gotera de los años se empeña en ridiculizar los cuerpos, la
recuerdo una noche en la penumbra de la cocina de mi casa dando ánimos a mi
madre cuando, por prescripción facultativa de Don Boni, hice mi primera
excursión a un Madrid en el que todavía circulaban los trolebuses y el viaje de
Atienza a Madrid era la aventura de todo un día de coche y tren; y la recuerdo
al regreso, tras mi paso por el entonces Gran Hospital de la Beneficencia, con
un platillo de carne de membrillo y la pregunta de: “¿Qué han dicho del chico?
También la recuerdo, en estampa imborrable, iniciando el rezo del Rosario en la
sala grande de mi casa, cuando mi abuela Eusebia Lázaro agonizaba, rodeada de
la tía Piquica, la tía Natalia, la tía Guapa, la tía Juana la Polvorilla y la
tía Galga. O amortajando el cuerpecillo de mi hermana chica, Mariángeles, sobre
una mesa camilla de alas azules y yo caminaba hacía los dos o los tres años.
Y es que siempre estaba allá donde creía que
sus palabras, o su mano, debían estar, dando un consuelo, rezando un Rosario o echando una regañina.
Aquel lunes 22 de mayo, día de Santa
Quiteria, las costumbres de Atienza se mantenían inmóviles en el calendario.
Misa en la Trinidad y bendición del pan, del agua y de la sal. Casi igual que
hoy.
A veces suele decirse que Atienza no ha
cambiado nada a lo largo del tiempo, seguro que si, y mucho. Cuando la tía
Quiteria nació era alcalde del pueblo don Ruberto Baras Lafuente, “del
comercio”, propietario de uno de aquellos almacenes de ropa, hilados y tejidos
cuya fama, y prosperidad, traspasaban los límites de la sierra: “patenes,
vicuñas, gergas, lanillas, tapabocas, mantas de Palencia, Bayetas de Teruel, de
Atienza y de Pradoluengo, lanas para
vestidos, mantelerías de Rentería, franelas …”
Gobernaba Guadalajara don Pedro Sainz de
Baranda; don Juan Zabía era el Presidente de la Diputación Provincial y fray
Toribio Minguella y Arnedo era el obispo de la diócesis. Dando estos nombres
nos hacemos idea del tiempo pasado y de la historia vivida a lo largo de cien
años.
Tal vez resulte curioso, y hasta anecdótico,
recordar en estos días en los que los aviones se debaten entre las nubes de
ceniza expulsadas por un volcán lejano, que por aquellas horas en las que
Quiteria nació los aviones parecían tan de juguete que era un espectáculo
verlos volar, y la Europa entera se sobrecogía ante la noticia expulsada el
domingo 21 por los telégrafos de medio mundo en los que se decía que al tomar
la salida para un raid aéreo, uno de aquellos aviones “como de juguete”,
había caído sobre la tribuna en la que el Presidente de la Francia, con unos cuantos de sus ministros,
observaba el evento; matando al ministro de la Guerra e hiriendo de suma
gravedad al Presidente del Consejo, Monsieur Monis. En unos días en los que, en
una de tantas, España se hallaba inmersa en un rifirrafe en tierras marroquíes
apoyadas por Francia.
En los ruedos triunfaban “Machaquito”,
Vicente Pastor y Ricardo Torres “Bombita”, que nunca torearon en Atienza, pero
bien que lo pudieron hacer, que afición para llenar la plaza de Arriba, donde
se celebraban las corridas de toros, la había.
Por aquellos días podía comprarse una
estupenda máquina de coser por tan sólo, visto a través de la ventana del
tiempo, quince céntimos de euro; y por 25, ya palabras mayores, podía contarse
en la propia casa con un generador de electricidad. Cinco años hacía que en
Atienza se iluminaban las bombillas, merced a la Eléctrica de Santa Teresa,
cuyo administrador, don Jorge de la Guardia, era de los pocos que tenían
vehículo propio en los contornos, tal vez comprado por 90 euros. Podemos
imaginarlo viniendo de Miedes a visitar a su buen amigo el médico de la villa
don Pedro Solís, a su buena amiga Isabel Muñoz Caravaca, o camino de Jadraque o
de Brihuega a hacer lo mismo con Eduardo Contreras, el hijo del famoso Bibiano
Contreras. Fueron los fundadores de la Atienza Ilustrada, revista que se
trasladó a Jadraque y luego se convirtió, en Brihuega, en El Briocense. Don
Crispín Guijarro, según cuentan las crónicas, era el cura de la Trinidad, al
que luego supliría don Julio de la Llana, entonces cura de Miedes a donde había
llegado desde Matamala.
La Guardia civil de Atienza, por aquellos
días, buscaba casa cuartel, a cambio de 5 euros de renta al año, y Luciano Más,
por su comercio de alfombras y tejidos de la calle del Aguila, era el mayor
contribuyente industrial de la villa. Bien servida de ellos. Dos ferreterías al
por menor; dos comercios de tejidos; una mercería; tres tiendas de comestibles;
un elegante café propiedad de don Norberto Izquierdo; ocho tabernas; cuatro
abacerías; tres posadas, la del Cordón, la de San Gil y la de Portacaballos de
Emeterio Somolinos; el figón del tío Maquinilla; seis telares; tres molinos, el
Blanco, el del Hozino y el del Bornoba del tío Delgado; dos farmacias, la de
los Gallegos y la de los Asenjos; dos veterinarios, don Angel y don Antonio
Espeja; tres abogados; dos notarías; dos procuradores; la confitería del tío
Benito Gómez; la tintorería de los Buquerines; las fraguas de los hermanos
Loranca, Esteban y León, y la del tío Raimundo; tres hornos de pan, los de los
hermanos Yagüe, Dionisio y Vicente, y el del tío Félix Oliva; y hasta una
parada de caballos que había instalado unos años antes un catalán medio
francés, Pedro Castelnau; además de zapateros, carreteros, estanco, casas de
huéspedes, boteros, caldereros… los servicios completos de una pequeña capital serrana de alrededor de tres mil habitantes en la que, a pesar de
todos los pesares, había unidad, dentro de un orden, y se conocía todo el mundo
respetando por imposiciones de los tiempos, las clases sociales.
De tiempos en los que la fotografía todavía
era escasa y se llevaba en blanco y negro,
conservo una de esas fotos que hacen meditar en la forma en la que el
tiempo ha pasado para unos y otros. Se hizo el 28 de mayo de 1968, a la salida
de la Iglesia de San Juan de Atienza, el día de mi primera comunión. Día
fresco, porque la inmensa mayoría de las mujeres todavía usaba abrigo, los
hombres gorra a la cabeza. De las personas que en ella estamos faltan cinco,
mis abuelos Bernabé y Angeles; los tíos Valentín y Valentina, y mi madre. El
resto seguimos como si tal cosa, más o menos, incluso la tía Quiteria a pesar
de sus cien años.
Y si, para Atienza, para Guadalajara, para
Madrid y para el mundo han cambiado muchas cosas en cien años. Tal vez muchos
de los jóvenes de hoy no sepan que Francos Rodríguez, además de ser una
señalada calle madrileña, era, en el mayo de 1911, el Alcalde de Madrid; y que
Emilia Benito era la Shakira española de la época. Pero si saben, porque los
abuelos, que son la memoria de nuestros días lo han contado, una parte de la
historia del pueblo y la familia, de las
lágrimas negras que en ocasiones derramaron los abuelos, los tatarabuelos o los
bisabuelos, tratando de sacar adelante a una familia en época de muchas más
penurias que las presentes.
Muchas han sido las pasadas por Quiteria
Galán; y a pesar de todo, la tía Quiteria, la víspera de su cien cumpleaños, se
encontraba radiante sabiéndose la estrella de la función; con unos nietos
orgullosos de prepararle una fiesta sorpresa y merecida; y a la que, de todos
sus hermanos, sólo podía asistir “la niña”, su hermana Carmen, puesto que los
demás pasaron a ser parte del recuerdo.
A veces, cuando los años pasan y se llega a
los cien, vuelven a sacarse las fuerzas, a mirar lo que quedó atrás y lo que
viene por delante y, claro está, no hay comparanza. Como ella diría, el Señor
le quitó un marido y le dio un hijo; le quitó un hijo y le dio una hija, aunque
fuese su nuera; y le quedaron tres nietos y… toda una vida por delante y una
gran página de la historia de Atienza por detrás.
¡Feliz cumpleaños! ¡Tía Quiteria!