ATIENZA 1660,
CUANDO VELÁZQUEZ y FELIPE IV
PASARON POR AQUÍ
Diego de Silva y Velázquez, el genial pintor
Velázquez, es quizá uno de los pintores más reconocidos de nuestra España del
Siglo de Oro, y de todos los tiempos.
Nacido en Sevilla en 1599 y fallecido en
Madrid en 1660, alcanzó fama y gloria en vida como pintor, y ocupó en la Corte
de Felipe IV numerosos cargos, no todos relacionados con la pintura, puesto que
el último, y probablemente el que lo llevó a la tumba, fue el de Aposentador
Real. Como Aposentador Real llegó a Atienza, preparando el viaje de Felipe IV a
los Pirineos. Así relata aquel viaje Carlos Justi, en La España Moderna
(1/9/1908):
Los últimos servicios de Velázquez se
relacionan con su empleo de aposentador. En la aproximación de las reales
familias española y francesa para celebrar la paz de los Pirineo en la isla del
Bidasoa, el encuentro del decrépito Felipe con el juvenil Luis XIV, el cual,
por cierto, tantas desgracias debía traer sobre España; y con su hermana Ana, á
quien no había visto desde hacía cuarenta y cinco años, ha sido descrito por
las plumas y los pinceles franceses. Por parte de España no tenemos más que un
Viaje descriptivo que posee un valor especial, el Viaje del Rey N.S. D. Felipe
Quarto el Grande a la frontera de Francia, por D. Leonardo del Castillo,
editado en Madrid en 1667.
El valor es especialmente geográfico. Allí
se puede ver con los ojos del cortesano, y se cree oír lo que las altas
personas decían y murmuraban en sus momentos íntimos; allí se agita uno en el
ambiente de los marmitones.
Sin embargo, si España no poseía ningún
escritor de memorias, había allí un pintor, en el cual confió la posteridad más
que en Charles Lebrun. Pero el rey no pareció acordarse como su embajador
Peñaranda, doce años antes, cuando hizo pintar á Terburg, el juramento de la
independencia de Holanda, que de una palabra de sus labios pendía la creación
de un monumento de la historia de la pintura. D. Diego se lo había atribuido á
sí mismo cuando le tocó el papel, en vez de
reunir
allí bocetos, de ir delante con sus subordinados como aposentador para hacer
los preparativos, y finalmente, necesitó mostrarse Con la cruz roja y la cadena
de oro ante Sus Majestades.
La partida se fijó para el 15 de Abril;
Velázquez abandonó Madrid el día antes, acompañado de tres ayudas de furriera,
su yerno Mazo, Damián Goetens y Joseph de Villarreal.
Tal viaje real, con semejante equipaje y por
tales caminos, se debió de considerar comprometido para el aposentador, pues se
le nombraron otros dos empleados. Si bien Su Majestad quería viajar á la ligera
y limitarse al indispensable acompañamiento (en el cual figuraban, entre otros,
cuatro médicos, cuatro cirujanos, dos sangradores, el barbero y tres
ayudantes), iban también los grandes, con su inevitable servidumbre; Haro, con
un séquito de unas doscientas cabezas, los coches con los regalos y las libreas
para renovar á diario. La vanguardia llegaba á la ciudad de Alcalá cuando el
fin del cortejo tocaba aún la Puerta de Alcalá de Madrid. Se recorrieron desde
la capital hasta San Sebastián veintiuna estaciones. La ruta siguió primero la
actual línea férrea de Zaragoza; dejó ésta en Jadraque, para seguir por
Atienza, Berlanga y San Esteban de Gormaz; se pasó por Aranda de Duero y por
Cilleruelo, Lerma y Cogolludo á Sargos. Desde ésta capital, el itinerario hasta
la frontera era precisamente el mismo de hoy.
En los buenos trozos de carretera se hacían
unas seis leguas españolas diariamente; pero en la montaña de Álava y Guipúzcoa
mucho menos; á las seis todos los días se descansaba.
No
faltaban distracciones. El viejo rey tenía ocasión de conocer la magnificencia
de sus grandes vasallos en sus solitarios palacios, como nunca, y de contemplar
antiquísimos lugares ibéricos en completa decadencia, como Osma, de emocionarse
con el inagotable fondo de lealtad, fácilmente inflamable, de sus dolorosamente
probados castellanos, y de hacer consideraciones sobre la decadencia á que,
bajo su glorioso cetro, habían llegado algunas plazas de comercio, antaño
florecientes.
Pero
éstas duraban poco tiempo; pues á su entrada le esperaban coros y mascaradas,
corridas de toros y fuegos de artificio. En Burgo de Osma confirmaron los
paisanos, en danzas sin medida ni arte, su completa sumisión. En Guipúzcoa
ejecutaron los vascos sus danzas, alternando pueblo y nobles al son de la gaita
y el tamboril, «Hombres y mujeres mezclados, en círculo y en fila.» Se
improvisaron comedias, llenas de alusiones al gran acontecimiento, como el
Tetis y Peleo, de José de Boleas.
En ambas Castillas no había ninguna
hospedería, pero sí muchas espaciosas residencias de nobles. En ningún sitio
hubo más espacio de que disponer que en el desmedido palacio, del Cardenal de
Alcalá, con sus patios platerescos de Alonso Covarrubias, un edificio de Alonso
Fonseca. Allí podían recrearse. los ojos en la pompa policromo-fantástica de la
sala de Concilios, la más rica y postrer creación del género gótico-mudéjar;
igualmente en Guadalajara, en el palacio del Infantado (edificado por Diego
Hurtado de Mendoza, en 1461); se veía el espectador trasladado á recintos
pintados en el estilo de los antiguos grotescos de las logias, por Rómulo
Cincinnato. El parque del palacio del duque de Frías, en Berlanga, ofrecía,
iluminado por la noche, un raro aspecto: estaba dispuesto en forma de
anfiteatro, en tres terrazas con torres, fuentes y estatuas. Este palacio fué
incendiado por los franceses, así como el de Lerma, creación del cardenal de
este nombre. Estaba edificado en el estilo de Herrera, por Francisco Mora, en
1614; la estatua de bronce del arzobispo Sandoval de Pompeo Leoni subsiste aun
hoy en la iglesia. Allí, pues, se encontró Felipe en casa de aquellos Lermas,
dueños, en el reinado de su padre, de la monarquía, y á los cuales él mismo
había despeñado de la cima del poder. El hombre que le provocó á tal acción, el
heredero de su favor, había terminado hacía largo tiempo en la oscuridad del
destierro.
Entretanto, mostrábanse antiguos cuadros
votivos y celebrados conventos de gran veneración. En la abadía de los
Benedictinos, situada en un encantador paisaje, en Hita, postróse S. M. ante la
milagrosa imagen de Nuestra Señora, aparecida hacía seiscientos años allí, en
una higuera. En Atienza estaba el obispo de Sigüenza, Antonio de Luna, con
reliquias.
En el convento de los Premostenses, La Vid,
á las orillas del Duero, fundado por el cardenal Iñigo López Mendoza,
venerábanse los restos de San Norberto. En Aguilera (Aranda) se visitó el
sepulcro de San Pedro Regalado; la urna de alabastro fue costeada por Isabel la
Católica (en 1442); el autor vio el en otro tiempo magnífico edificio, en
Agosto de 1886, deplorablemente devastado y en completa ruina.
Así llegóse el 24 de Abril á la vieja
capital de Castilla. En Burgos pensó el rey detenerse; Velázquez había dejado
allí al Fourier Villarreal. Veinticuatro años antes tuvo allí lugar, por
poderes, su matrimonio con Isabel de Borbón, cuya hija ahora conducía él á
Francia. Habitó en la casa del Cordón, edificada por Pedro Fernández de
Velasco, el constructor de la capilla del condestable de la catedral. La
primera visita fué naturalmente para el terrorífico crucifijo el Santo Cristo
de Burgos, en San Agustín; la segunda para el más aristocrático convento de
monjas de España, Las Huelgas; la tercera para la célebre catedral. En ninguna
parte se vio más palpable el contraste entre el antiguo esplendor y la presente
miseria; la guerra de Holanda completó la ruina de Burgos. Hasta aquí les fue
el tiempo favorable.
En Briviesca se ocupó otra vez un palacio de
los Velasco; estaba encerrado en el claustro de Santa Clara, fundación de D.ª
Mencía (1523), aun hoy notable por las numerosas figuras, por su retablo hasta
la bóveda, con sus estatuas de nogal sin pintar. Se admiró la habilidad y
belleza de los trabajos en la materia bruta donde el arte desdeñaba el color y
el oro. «Este retablo fué empezado por Diego Guillen, en 1523, y fué terminado
por Pedro López de Gámiz, de Miranda.
Después, abandonóse la árida meseta de
Castilla la Vieja, y se pasó por el desfiladero de Pancorbo, á la tierra de los
vascos. Allí hubo de acomodarse S. M. en las casas de los pequeños pero altivos
hidalgos de Álava y Guipúzcoa, los cuales por mucho tiempo hubieron de sentir,
aunque con orgullo, los tristes resultados de esta visita. De Vitoria,
Mondragón, Oñate, Villafranca, pasóse á Tolosa, donde entre las muchas cosas
notables se admiró también una fábrica, una fábrica de armas, naturalmente. Por
fin, llegó la caravana real el 11 de Mayo á San Sebastián, que fué honrado con
una permanencia de tres semanas. Era entonces una plaza fuerte, cercada
inútilmente, veintidós años atrás, por el gran Conde: los bravos guipuzcoanos
habían reconstruido recientemente las fortificaciones, sin querer retribución
alguna. Entretanto, disponía Velázquez
el antiguo palacio del rey de Navarra, en Fuenterrabía, llamado hoy
«palacio de Carlos V» (por la nueva fachada). El espectáculo más animado fué
para el rey la entrada en el puerto de Pasajes. Cuando entró en el puerto en la
gabarra, adornada de tela amarilla, con dos chalupas con remeros vestidos de
encarnado, entre cañonazos y disparos de mosquetes, resonaron de las mil bocas
de la multitud que cubría las orillas hasta no verse el suelo, vítores,
mientras se subía al buque almirante Roncesvalles.
El objeto de este júbilo era un viejo
achacoso, apesadumbrado por desdichas de toda especie, que sólo recordaba el
pasado con dolor y arrepentimiento; ahora, dispuesto á separarse de su hija,
única prenda que le quedaba de su juventud, «la cual se despedía con lágrimas
de los mismos que la habían visto nacer», para ir á un país donde siempre sería
extranjera, y para casarse con un hombre á quien no amaba; en garantía de la
paz, según se decía, pero en realidad, como pretexto para futuras guerras y
para la división de la monarquía.
En San Sebastián subió Velázquez con el
gobernador de la plaza, barón de Votteville, á una gabarra que los condujo á
la, isla de los Faisanes, para disponer el pabellón de la conferencia.
El
7 de Junio tuvo lugar la entrega de la infanta.
El 8 de Junio empezó el regreso, y los
trabajos del aposentador empezaron de nuevo. En Burgos se abandonó el primer
itinerario, para ir por Palencia y Valladolid, en donde Felipe se detuvo un día
en el palacio en que había nacido. Y otra vez siguieron tres días de fiesta,
encontrándonos que, después de tan conmovedor acontecimiento, se pudiera
soportar la gárrula algazara de estas fiestas. El 26 de Junio se regresaba á
Madrid. «Cuando Velázquez entró en su casa le recibieron los suyos, su mujer y
amigos con más inquietud que alegría, pues se había extendido la noticia de su
muerte en la corte, tanto, que no daban crédito á sus ojos; era sin duda un
anuncio del poco tiempo que le quedaba por vivir.»
El trabajo á que se entregó en estos setenta
y dos días hubiera sido más á propósito para un capitán de las guerras
flamencas. Como Murillo se buscó la muerte, Durero sus intermitentes en la
desembocadura del Escalda, trajo él también del mar el germen de la enfermedad
que le había de llevar al sepulcro.
A últimos de Julio, después de emplear toda
la mañana en servicio de su majestad, sintió fiebre, y se apresuró a marcharse
por el pasadizo á sus habitaciones. Decláresele una fiebre intermitente
maligna, que los médicos declararon casi mortal.
«El sábado, día de San Ignacio de Loyola,
habiendo estado Velázquez toda la mañana asistiendo á S. M., se sintió fatigado
con algún ardor, de suerte que le obligó á irse por el pasadizo á su casa.
Comenzó á sentir grandes angustias y fatigas en el estómago y en el corazón.
Visitóle el doctor Vicencio Moles, módico de la familia; y S. M., cuidadoso de
su salud mandó al doctor Miguel de Alba y al doctor Pedro de Chavarri (módicos
de cámara de S. M.) que le viesen, y conociendo el peligro, dijeron era
principio de terciana sincopal minuta sutil, afecto peligrosísimo, por la gran
resolución de espíritu y la sed que continuamente tenía, indicio grande del
manifiesto peligro de esta enfermedad mortal. Visitóle, por orden de su
majestad, D. Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, arzobispo de Tiro, patriarca de
las Indias; hízole una larga plática, para su consuelo espiritual, y el viernes
6 de Agosto, año del nacimiento del Salvador de 1660, día de la Transfiguración
del Señor, habiendo recibido los Santos Sacramentos y otorgado poder para
testar á su íntimo amigo D. Gaspar de Fuensalida, grefíier de S. M., á las dos
de la tarde, y á los sesenta y un años de su edad, dio su alma á quien, para
tanta admiración del mundo, le había criado, dejando singular sentimiento á
todos, y no menos á S. M., que en los extremos de su enfermedad había dado á
entender lo mucho que le quería y estimaba.