ATIENZA 1592,
NAVIDADES REALES
Cuentan las crónicas que el 30 de mayo de
1592, tras haberse celebrado cortes en Madrid, el rey Felipe II partió camino
de Navarra y Aragón, reinos en los que igualmente se había convocado a la
nobleza y representantes del pueblo de ambos reinos, con el fin de celebrar en
aquellos, igualmente, cortes.
Su viaje a través de la vieja y nueva
Castilla fue recogido por sus cronistas, especialmente por Enrique Cock, quien
tituló su trabajo como “La Jornada de Tarazona hecha por Felipe II en 1592,
pasando por Segovia, Valladolid, Palencia, Burgos, Logroño, Pamplona y Tudela”.
Enrique Cock, quien da comienzo a su obra
con la salida del rey de Madrid nos va contando, como si fuese un moderno
escritor de libros de viaje el trayecto de Su Majestad, junto a algunas de las
particularidades, e historia, de los pueblos por los que va discurriendo la
comitiva:
Domingo siguiente (después del Corpus),
último de mayo, después de haber oído allí la misa (en Pozuelo de Aravaca,
actual Pozuelo de Alarcón), y acabado de comer, pasamos adelante por Las Rozas,
a mano derecha, que dista una buena legua de Pozuelo, y venimos a hacer la
segunda noche a la Torre de Lodones (Torrelodones), pueblo de hasta cuarenta
vecinos del Real de Manzanares, perteneciente al Duque del Infantado, a cinco
leguas de Madrid en el camino para Castilla La Vieja, cuyos vecinos son casi
todos mesoneros, acostumbrados a robar a los que pasan, por lo que comúnmente
se llama Torre de Ladrones…
El viaje comenzó en Madrid, camino de San
Lorenzo de El Escorial, el martes 12 de mayo. Acompañaban al rey, además de los
más notables hombres de su corte, su hija, la infanta Isabel Clara Eugenia,
quien más tarde sería reina de Bélgica junto al archiduque Alberto de Austria.
La infanta contaba entonces con 26 años de edad, y junto a la infanta no
faltaba el príncipe heredero, Don Felipe, quien a la muerte de su padre subiría
al trono con el nombre de Felipe III, y quien contaba por aquellos días con 15
años de edad. Por supuesto que a cada miembro de la corte le acompañaban sus propios
servidores, asistentes, criados o ayos, como el marqués de Velada, que lo era
del príncipe heredero.
Atienza
de los Juglares
El viaje se iba haciendo en pequeñas
jornadas, en parte porque el rey deseaba detenerse en muchos lugares, y en
parte porque Felipe II, bastante enfermo ya de gota, necesitaba reposar más de
la cuenta; haciendo noche en los lugares más apropiados, pues no todas las
poblaciones del recorrido estaban preparadas para recibir a una comitiva que
podía rondar las doscientas o trescientas personas, con los caballos o mulos
correspondientes, a los que no sólo había que alojar, también proveer de
alimentos, lo que podía acarrear que algunas de aquellas poblaciones por las
que la comitiva real pasaba quedasen poco menos que arruinadas tras la visita
del rey, a pesar de que después, para ayudar en parte a la recuperación, se las
perdonase algún tipo de pechos o contribuciones.
El paso por las distintas poblaciones debió
de impresionar a las sencillas gentes de los pequeños pueblos, al mismo tiempo
que respiraban aliviadas cuando la comitiva se alejaba sin causarles mayores
gastos que el de añadir a la tropa unas fanegas de pienso o paja para las
caballerías.
La entrada en Segovia del Rey, cuenta el
cronista, fue sin demasiados protocolos, a pesar de que el acompañamiento tuvo
su lucimiento:
… vino a hacer su entrada en la ciudad de
Segovia sin recibimiento público, domingo en la noche, a siete de junio, y
fueron hechas muchas luminarias por todas las calles. Su Alteza el Príncipe
nuestro Señor entró a caballo, yendo Su Majestad y la Infanta en su coche hasta
el Alcázar, donde quedaron a reposar. Los caballeros corrieron en la tarde e
hicieron una encamisada en la plaza grande, que está delante de dicho alcázar…
Resultaría demasiado extenso seguir punto
por punto el recorrido real hasta Navarra o Tarazona, tanto por el detalle del
recorrido, como por el paso del tiempo, ya que
llegaron a Estella en los primeros días
Atienza
de los Juglares
de
noviembre, y entraron en la capital del reino navarro el día 20, en medio de
una intensa nevada. El último día del mes se encontraba en Tarragona, y el 5 de
diciembre, tras su paso por Aragón, dio comienzo el viaje de retorno a
Castilla:
Sábado a cinco de diciembre, hubo orden de
juntarse toda la compañía en la ciudad (de Torrellas, provincia de Zaragoza),
donde vino bien de mañana, para salir con Su Majestad hacía Castilla, empero no
salió hasta mediodía que acabó de comer, y viniendo donde están los límites de
los reinos, se despidió de los de Aragón, que desde allí se volvieron, como así
mismo hizo la guarda, que para este efecto se había juntado allí, y caminando
cuatro leguas de una vez fue a hacer Su Majestad noche en su villa de Ágreda,
primera en Castilla…
La comitiva real hubo de distribuirse para
pernoctar, además de en la propia villa de Ágreda, en
las dos vecinas poblaciones de
Añavieja
y Débanos, y el nueve de diciembre, desde Soria, se encontraban camino de
Almazán, donde se dio licencia a parte del acompañamiento para que desde Soria
fuesen derechamente hacía Madrid, mientras que el rey y su cercana comitiva
seguían camino distinto:
A la compañía se dio licencia para ir el
camino derecho desde Soria a Madrid por no haber más entradas públicas, y
desvióse este día (9 de diciembre), del camino real a la mano derecha tomando
posada en un pueblo llamado Quintana Redonda, donde llegó temprano, y Su
Majestad hizo noche en la villa de Almazán, que es cabeza del marquesado de la
familia de Mendoza.
El jueves a diez de diciembre, habiendo Su
Majestad partido de Almazán para Berlanga, que son otras seis leguas, donde
hizo noche, vino la compañía también a pasar por el puente, por razón del río
(Duero) y tomó el camino para Madrid, e hizo este día cuatro leguas para llegar
a Almazán, y de allí otras dos hasta tomar posada de noche en Cobertelada y
Almantiga, dos lugares, e hizo estos días y los dos siguientes tan crueles
aires que nos dio gran embarazo ir a caballo.
El viernes once de diciembre fue la compañía
adelante y pasó por Villasayas y Barahona, de que estos campos porque pasamos
toman nombre y se dicen los campos de Barahona, estériles de pan, vino y leña,
y de noche paró en un lugar que se dice Paredes, de pocos vecinos, acabando
como a cuatro leguas…
No es
mucha la información que tenemos sobre cómo era Paredes en aquél año. Las
informaciones posteriores recogidas en los diversos censos y catastros nos
muestran la población como de unos cincuenta o sesenta vecinos (unos 300
habitantes), y pobres terrenos.
El Catastro de Ensenada, más cercano en el
tiempo, a pesar de que ya habían transcurrido cerca de doscientos años desde el
paso de Felipe II, nos cuenta que el pueblo pertenecía a la jurisdicción del
conde de Coruña, a quien había ido pasando en línea de herencia. Con Felipe II,
Paredes y unas cuantas poblaciones más de nuestro entorno habían pertenecido a
la Princesa de Eboli, fallecida el 2 de febrero de ese mismo año, y a cuyos
herederos tenían que satisfacer los diezmos correspondientes, e incluso la
taberna de la villa, arrendada por un vecino del pueblo, pertenecía al Hospital
de San Mateo de Sigüenza, con lo que podemos imaginarnos las estrecheces por
las que pasó la tropa, y el alivio al verlos partir.
El día siguiente, a doce, hizo otras seis
leguas hasta la villa de Atienza…
Sonó luego el mismo día que Su Alteza del
Príncipe nuestro Señor quedaba indispuesto, por lo cual Su Majestad se detuvo
en Atienza algunos días, hasta que pasada la Pascua de Navidad, convalecido el
Príncipe, vino por ciertas jornadas a Madrid, pasando por Eras, situada en la
ribera del Henares junto al monasterio y abadía de Sopetrán…
Hasta aquí, lo que el cronista nos cuenta.
La compañía ya había hecho noche en Jirueque, y pasado por Jadraque e Hita,
camino de Guadalajara y Alcalá.
Añadir, eso sí, que Enrique Cock pertenecía
al cuerpo de archeros del Rey, y enumeró al final de su trabajo a cuantos
acompañaron a Felipe II, con sus circunstancias personales, incluso a los tres
que murieron por el camino, uno de ellos coceado por un caballo en Segovia. Sin
que faltase el nombre del capellán del Rey, Jaques Alardi, o el herrador, Juan
de Arroyo.
Es fácil imaginar la entrada de la comitiva
en Atienza, con toda probabilidad camino del convento de San Francisco, donde
tradicionalmente se alojaban los miembros de la Casa Real, por lo que no
debieron de hacer, aquel primer día, su entrada solemne en Atienza.
Contaba entonces el convento con unos veinte
frailes, y a juzgar por las informaciones que nos han llegado de aquellos
tiempos, en él no se vivía del todo mal, gracias a la generosidad de Catalina
de Medrano, fallecida en 1541 y quien en su testamento había legado a los
franciscanos una considerable porción de su herencia en forma de censos o
réditos, junto a algunas tierras en Romanillos, a pesar también de que la
familia de doña Catalina, encabezada por uno de tantos Garcís Bravo, llevaba
años pleiteando con los franciscanos por recuperar la hacienda de su
antecesora, del mismo modo que pleiteaban los franciscanos por conservarla.
Doña Catalina, junto a su marido, don Fernando de Rojas Sandoval, descansaban
en cuerpo y piedra, ya que se hicieron de ellos bustos de alabastro, en una de
las capillas, otros documentos nos hablan de la cripta en la que se conservaba
el famoso relicario de las Santas Espinas, aunque en su testamento dejó bien
claro que se la enterrase en la capilla de San Antonio.
Imaginemos que al conocer la noticia de la
llegada del Rey y de sus hijos, corrió a ponerse a sus pies el señor
Corregidor, probablemente Alonso de Luzón, del mismo modo que se haría presente
en el convento todos aquellos hidalgotes de nombre, hacienda y familia que en
Atienza residían, desde los Artacho a los Bravo, los Arias o los Ortega.
También, y como es lógico, imaginamos que a
los vecinos de Atienza no debió de gustar, por mucho que se diga lo contrario,
que el Rey y sus gentes se aposentasen en la villa, mucho menos al conocer que
lo habrían de hacer por varios días y que, poco menos que a escote,, debían de
pagar su manutención y la de sus gentes y animales de compañía, recibiendo
además en sus humildes hogares, a algunos de aquellos miembros del
acompañamiento a lo que, la ley mandaba, no se podían negar por aquello de la
regalía de aposentos.
El tiempo debió de pasarlo don Felipe entre
misas y sermones, pues el clima no acompañó para de cacería pero como de ello
se trataba, y próximas las fiestas, damos cuenta de los menús que acompañaban
los días navideños de aquel tiempo, trasladados al papel por su propio cocinero
mayor, Francisco Martínez Motiño:
Banquetes por Navidad:
-Perniles con los principios. Ollas
podridas. Pavos asados con su salsa. Pichones y torreznos asados. Platillo de
arteletes de aves sobre sopas de natas. Bollos de vacía. Perdices asadas con
salsa de limones. Capirotada con solomo y salchiches y perdices. Lechones
asados con sopas de queso y azúcar y canela. Hojaldres de masa de levadura con
enjundia de puerco y pollas asadas.
Los segundos:
-Capones asados. Ánades asadas con salsa de
membrillos. Platillo de pollos con escarolas rellenas. Empanadas inglesas.
Ternera asada con salsa de oruga. Costrada de mollejas de ternera y con
higadillos. Zorzales asados sobre sopas doradas. Pastelones de membrillos y
cañas y huevos mejidos. Empanadas de liebres. Platillos de aves de Tudesca.
Truchas fritas con tocinos magros y ginebradas.
Los terceros:
-Pollos rellenos con picatostes de ubres de
ternera asados. Gigotes de aves. Platillos de pichones ahogados. Cabrito asado
y mechado. Tortas de cidras verdes. Empanadas de pavos en masas blancas.
Besugos frescos cocidos. Conejos con alcaparras. Empanadillas de pies de
puercos. Palomas torcaces con salsa negra. Manjar blanco y buñuelos de viento.
Los postres:
-Uvas, melones, limas dulces, naranjas,
pasas y almendras, orejones, manteca fresca, peras y camuesas, aceitunas y
queso, conservas y suplicaciones.
Sobra decir que, por aquellos tiempos, el
marisco no triunfaba en las mesas navideñas, mucho menos en la de Felipe II.
Digamos que en el convento, en 1834 y como menú especial, los franciscanos se
cenaron un lomo a la pimienta (es de suponer), que les costó 12 reales.