viernes, agosto 02, 2024

SIGÜENZA, DON BERNARNO Y EL DONCEL

 

SIGÜENZA, DON BERNARNO Y EL DONCEL

Una Ciudad, siempre por celebrar

 

   Cuenta la historia que hace por ahora novecientos años, Sigüenza iniciaba nueva vida de la mano de un obispo francés, don Bernardo de Agén. Don Bernardo entró en Castilla cuando el siglo XI se apagaba. Batalló, conquistó y dejó su nombre inscrito en la piedra de la historia de la Ciudad y la comarca. De entonces a hoy Sigüenza continúa teniendo un aire capitalino, de señorío.

   Sigüenza, para su entorno, tiene el encanto de ser algo así como la gran Ciudad. Fue hasta no hace demasiados años el punto de referencia para ir a tomar el tren. Acudir a hacerse unas simples fotos para la cédula oficial. Ir de compras más allá de los pueblos del partido, o para conocer las novedades del mundo. Que en muchas ocasiones se encontraba muy lejos, de cualquiera de los pueblos serranos. Sigüenza continúa teniendo un encanto especial para quienes desde cualquiera de los pueblos de este confín provincial la conocieron con ojos niños y la ven hoy ciudad crecida al ritmo que crecieron quienes antaño la descubrieron por primera vez. El tiempo, que como a los membrillos en otoño, a todos hace madurar, ha hecho madurar a Sigüenza; novecientos años después de que don Bernardo de Agén entrase en la ciudad espada en alto. Novecientos años después de su conquista, o reconquista, o… Novecientos años después.

 


 

 

Sigüenza de mil visitas

   Don Bernardo de Agén, en una de aquellas batallas, halló la muerte en El Vado de las Estacas, a las márgenes del Tajo, en término de Huertahernando. Allí reposó desde el 14 de enero de 1152, cuando se cuenta que murió; hasta que sus restos fueron trasladados a la catedral de la que él puso, sin duda, la primera piedra. Como murió lo enterraron, y como lo encontraron lo llevaron a la catedral, para ser objeto de visita y culto eterno.

   ¿Quién no ha visitado Sigüenza en esos días en los que, a la vieja estación, aquella con trenes de carbón y locomotoras humeantes, llega ahora el tren del Doncel y se cubre de visitantes la Alameda y después recorren sus calles, como en las jornadas medievales lo hicieron obispos, o arzobispos, o cardenales; reinas presas y princesas, junto a donceles que escapan de la piedra, al lado de cetrinos espaderos? ¡Sigüenza de leyenda! De la mano del Obispo Bernardo.

   Siempre hay un algo por descubrir en Sigüenza. La nueva y vieja ciudad medieval de los obispos guerreros; albañiles y pastores de almas que la engrandecieron para que, en cualquier tiempo, tuviese alguna novedad que mostrar a quien acude a postrarse ante ella.

   La plaza, esa plaza Mayor que ideasen los Reyes Católicos, como todas las mayores plazas de sus reinos, y a la que la mano recia de Pedro González de Mendoza dotó de filigrana en piedra, casas con sillar esquinero, rejerías forjadas a fuego y golpe de martillo y arcadas renacentistas para lo que puede que hubieran sido sus casas propias, las del tercer rey de las Españas, luego de la Tesorería y Municipal, se baña en los días grandes, de visitas.

   La calle Mayor es una de esas calles a las que la pendiente del terreno dota de encanto adicional. Suele suceder que cuando una calle es lisa como la palma de la mano, pasan desapercibidos los aleros, los portales, la ventana ajimezada a lo gótico, o las portadas románicas. Cuando la calle, desde la profundidad de la Plaza Mayor, frente a la puerta del Mercado o de la Cadena, se empina con pesadez hacia la singular fortaleza de los obispos guerreros, el visitante tiene tiempo de saborear el encanto de una de las calles mayores con más esencia medieval. Una de esas calles en las que se espera que, de un momento a otro, por cualquiera de los callejones que salen al encuentro, o de los portales que se le asoman y añaden la frescura de la hiedra que le crece por el patio, o de las ventanas que le miran, aparezca una Blanca de Borbón; un Martín Vázquez de Arce regresando de su última batalla; un Bartolomé de Sigüenza…

 

Sigüenza, historia, música y literatura… y Doncel

   Sigüenza, aparte de ser historia, tiene ese saber estar que añaden a los blasones y a las cartas de Naturaleza el saberse parte de la historia y de la literatura, y de la gastronomía española desde mucho más allá del Quijote de Avellaneda que se paseó por sus calles, o del Guitón Onofre que desde Palazuelos hizo un alto por aquí. Sigüenza es historia gastronómica que sale a descubrir mesa y mantel en la mano y la ciencia, tal vez exclusiva de uno de los mejores historiadores de la gastronomía provincial, Juan Antonio Martínez Gómez Gordo, historiador que fue, Alcalde, y… gastrónomo. Cronista de la Ciudad de los Obispos.

  Sigüenza se aprendió de memoria aquella lección que dieron los años del hambre, o de la penuria en la mesa sin mantel, y ha sabido renovar sus cocinas y servir, a quien lo pide, el lechazo en su salsa y las migas en su punto. Como referente de una gastronomía que conjuga lo viejo con lo nuevo sin perder el aroma del tomillo o el sabor de la alcaravea, tan cantada por el poeta de estas tierras, el Ochaíta jadraqueño que recitó sus versos a la umbría del Arquillo de Santa María.

   Sigüenza… con aires de dulzaina que tiembla y repica y estalla entre los cerros de la Serranía; junto a ermitas cuajadas de espliego y de romero por la primavera serrana, y se mira en la estampa inmortal de aquel que fuera uno de los últimos maestros de la fiesta, de la tradición y del caballeroso estar… dulzaina en mano… José María Canfrán.

   Sigüenza, en trazos pintureros, los del pincel del Cronista Artístico, Fermín Santos, de una Ciudad que, se mire por donde se haga, siempre tiene un horizonte, una luz, un enfoque distinto.

   Y, en un lateral del inmenso edificio, robusto como un castillo, de su catedral, casi oculto entre los suyos… El Doncel. Don Martín Vázquez de Arce, que se dejó la vida en la Acequia Gorda de la Vega de Granada cuando Granada no era todavía cristiana, corriendo el año de 1486, y luego lo trajeron para ser, como don Bernardo de Agén, imagen viva de la historia en piedra de una Ciudad que asombra en cada esquina y gusta descubrir.

 

Sigüenza festiva

   Sigüenza, blanca de plata, a través de la Virgen Blanca, que ardió sin consumirse en los tiempos aquellos de la francesada. Cuando fue una de las primeras ciudades que resistieron a la invasión desde que, a través de los correos que llegaron desde la casa de postas de Bujarrabal, el 31 de mayo de 1808, se conoció lo ocurrido en Madrid, y que Zaragoza estaba a punto de caer.

   Nueve siglos de Sigüenza se muestran ahora, a las puertas de San Roque, al repique de sus campanas, al estallido de los cohetes de la fiesta; a través del pincel de Fermín Santos; del retrato en sepia y blanco y negro en la imagen de Camarillo, Layna, Ortega… y tantos más cuyos nombres compondrían, más que rosario, letanía.

   A través de sus calles y callejones con sabor a historia medieval, a través de los arcos que fuesen sus murallas, a través de las plazoletas abiertas allá donde el terreno se aplana y lo permite, Sigüenza, con su obispo guerrero, don Bernardo, y su Doncel, que no lo fue, Don Martín, se enseñorea de un paisaje que lo es todo en este rincón serrano de una provincia que despierta.

   Luego Sigüenza, enmarcada en la luz del mediodía, arrebata las miradas y se dispone, un día más, a celebrar su existencia. Quizá por ello, hay que ir a caminar Sigüenza.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 2 de agosto de 2024

 

EL VALLE DE LA SAL

 EL VALLE DE LA SAL.
La novela


   A pocas leguas de la ciudad de los obispos, en la que se levanta la catedral, se encuentra el Valle de la Sal, en el que, gracias a las fuerzas de la naturaleza, la sal, tan necesaria al hombre para la vida, afloró a la tierra.




   La ciudad de los obispos, al igual que la catedral, se levantó con el producto de alguno de los muchos salinares del valle al que, para guardarlo, se dotó de castillos desde los que defenderlo. También surgieron en el valle otras villas que con sus castillos, iglesias y conventos contribuyeron a engrandecer la tierra del rey. Villas que, al igual que la ciudad de los obispos, creció gracias al  beneficio de la sal; hasta que los reyes de Castilla se dieron cuenta de que la sal la puso Dios en la tierra para beneficio de los reyes y emperadores; para que con su producto hiciesen la guerra, ensanchasen sus reinos y pudieran tener de qué vivir.







   Es parte del argumento de una magnífica novela en la que su autor nos introduce en el mundo de los salinares de interior, concretamente de la provincia de Guadalajara y sus antiguas salinas de Bonilla, situadas entre las actuales de Imón y de La Olmeda, en el conocido “Valle del Río Salado”, entre las importantes poblaciones de Atienza y Sigüenza.
 
   Un hecho aparentemente insignificante para aquellos tiempos, un caso de corrupción en la administración de la Real Hacienda, cuando el siglo XVI comenzaba a dar sus últimos pasos, nos sirve para introducirnos en un mundo hasta ahora desconocido, el del trabajo en las salinas de interior desde los tiempos de la Reconquista hasta el siglo XVII; tema que el autor ha estudiado concienzudamente hasta ser uno de los mayores conocedores del mundo de la sal; habiendo dado a la imprenta numerosos trabajos en torno a ello, que han pasado a engrosar la bibliografía de importantes universidades de dentro y fuera de España.

   Con maestría narrativa, el autor nos introduce en ese mundo, el de la sal; en el de las catedrales medievales, como la de Sigüenza (Guadalajara), ante la llegada de un nuevo obispo; en el de los conventos franciscanos, desde los que salen los frailes que han de predicar la humildad, y que serán perseguidos de alguna manera por los clérigos, cuya vida tiene poco de humildad y mucho de arrogancia.

   La obra original: “El Guardián del Salar”, fue unánimemente elogiada como referente histórico de un mundo hasta ahora escasamente estudiado, obteniendo el premio de Narrativa Histórica “Álvaro de Luna”.

   Sin duda, “El Valle de la Sal” culmina aquella obra anterior, al tiempo que servirá de eje para obras futuras sobre un mundo, el de la sal, que tanta historia dejó en tierras de Castilla.



El libro: 
Tapa blanda : 400 páginas 
ISBN-13 : 979-8679801325 
Dimensiones del producto : 13.97 x 2.54 x 21.59 cm 
Editorial : Independently published 
ASIN : B08GVGCTJX 
Idioma: : Español

Versión Kindle 
Longitud de impresión : 291 páginas 
Word Wise : No activado 
Tamaño del archivo : 1796 KB 
Texto a voz : No activado 
Uso simultáneo de dispositivos : Sin límite 
Lector de pantalla : Compatibles 
Tipografía mejorada : Activado 
Idioma: : Español 
ASIN : B08GS6Y4NR





 

 
AQUÍ PUEDES LEER EL COMIENZO...



PRIMERO
28 de enero de 1611
Nona

    El frío es, quizá, la extraña soga que traba nuestro espíritu. El látigo que nos azota. El telón que nos cierra el horizonte. La voz que nos lleva al recuerdo.
    Por ello, al sentirlo y advertir que me encogía sobre el escritorio, el padre Guardián, en contra de su costumbre, alzó la voz al pasar por delante y ver la extraña figura que me hacía componer:
   -Abrigaos, os va a dar un pasmo.
   Fue como un espíritu deslizándose por el corredor. Tratando de hacer el menor ruido, como el soplo de aire que penetra por la ventana y por ella se vuelve al lugar que lo trajo.
   Lo vi perderse arrebujado en su capa, como una sombra que se desvanece en medio de las tinieblas en busca de la portería. Después se escuchó la campana de la puerta al abrirse  y el profundo eco de la madera al cerrarse.
   El mejor abrigo contra el frío está en la calidez de la lumbre. Y en el oscilar de la llama bailoteando en medio de las tinieblas, que también me lleva a ello, al recuerdo. A los días agrios en los que la hoguera se encendió para librar del mal al entorno, a juicio de los hombres, y dejar en mi conciencia el pesar que desde entonces me encoge y será la losa que me ha de perseguir hasta la muerte.
   Un viento helado penetra en el cuarto encogiendo los ánimos al tiempo que arranca a las aberturas del ábside de la iglesia un sonido que parece quejido de difunto subiendo de la cripta en busca de la libertad que le ofrecen las ranuras que lo sacan al mundo, zarandeando con su invisible mano las vidrieras, que con el zarandeo amenazan con venir abajo y caer sobre nosotros en el momento en que, Dios no lo permita, nos encontremos celebrando los oficios. Es ahora cuando me pregunto dónde están las famosas riquezas de la iglesia, la pródiga mano divina que todo lo enmienda o la caridad del mundo, que no ponen remedio a nuestros males.
   Las miro ahora y me viene el mal presentimiento pues frente a mí las tengo, queriendo imaginar lo que fueron cuando los vidrieros las terminaron de componer dando al interior del templo un juego de luces que a nuestros pasados debió de parecerles creado por los mismísimos ángeles, y un sentimiento de dolor me invade ante el temor de que puedan perderse, que como digo lo harán si nadie lo remedia. Como la iglesia misma. Como el conjunto entero de este santo lugar, otrora casa de reyes y hoy ruina de los desapegados tiempos que nos persiguen.
   Las paredes desnudas del cuarto sobre las que el reflejo de la lumbre no hace sino arrancar sombras que parecen danzar en un baile infinito que más parece burla de demonio, no hacen sino lanzar más frío dentro. Como que todo el del entorno se nos mete en la casa y no hay puertas ni murallas, por espesas que sean, capaz de contenerlo.
   Se echan a faltar aquellos tapices que en el castillo del obispo, la casa del Corregidor o las capillas de la catedral tratan de dar calidez a las estancias, sin conseguirlo en ocasiones, al tiempo que visten la desnudez de la piedra.
  -¿Cómo se os ocurre imaginar –me lanzó fray Andrés Torija al escuchar mis pensamientos- que podrían estar cubiertas nuestras paredes de lienzos?
  -¿Por qué no? –Respondí preguntando nuevamente cuando aquello surgió-. Tapices historiados que cuenten la de nuestra casa como aquellos cuentan la historia de las batallas de los obispos, las guerras de los reyes o las conquistas de los papas. ¿Por qué los nuestros no podían contar los milagros del Patriarca, la vida de nuestros santos o las obras de quienes nos precedieron en esta tierra?
   Sin duda los contarán en otras casas, regiones o países, que no en la nuestra. Tierra pobre y a la que su pobreza no permite esos excesos. La vida y obras del Patriarca se trazan en las vidrieras y sus colores, junto a sus hermosas proezas, las llenan de vida.
   Fray Andrés, tan loco en otras ocasiones; cuerdo al presente, sonrió como lo hacen los chiquillos a la mirada del dulce.
   -¿Y quién los pagaría?
   Esa era la pregunta que más dolor podía causar. ¿Quién pagaría las telas ricas, los tapices, las obras del claustro o la sopa que terminará llenando las escudillas cuando se nos llame al refectorio, en tiempos en los que ni para llenar las escudillas tengamos?
   -Día llegará en el que…



 

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