MEMORIA DE LA DUQUESA DE SEVILLANO
Dedicó su vida a hacer, sobre todo, obras de caridad
Doña María Diega Desmassières y Sevillano, Condesa de la Vega del Pozo, Duquesa de Sevillano; marquesa de Fuentes de Duero y de los Llanos de Alguazas, condesa de Goyeneche, vizcondesa de Valero y…, sin duda unos cuantos títulos más, no necesitó dedicarse al estudio de una sesuda carrera universitaria para pasar a la posteridad. Sin desearlo tal vez, se convirtió, por herencia, en una de las personas de mayores posibles de España, y de Europa.
Sus posesiones se distribuyeron por media Europa, claro está que, además de disfrutar personalmente de ellas, y de sus riquezas, hizo partícipes de sus bienes a sus empleados, distribuyendo parte de su hacienda en crear obras de caridad, colegios o centros de acogida cuando, en la segunda mitad del siglo XIX y los inicios del XX, España carecía de ellos.
El nacimiento de una Duquesa
Fue hija de don Diego María y de doña María de las Nieves, de cuyo matrimonio, además de nuestra Condesa, nació otra chiquilla quien, fallecida a los tres años de edad, dejó todo un imperio para quien había de ser, en el futuro, la rica heredera de una de las mayores fortunas de España. Fortuna que, además de la que los respectivos padres la legaron, fue acrecentada por parientes cercanos, como su tía, la condesa de Jorbalán, con lo que, pasados los años, se convirtió en una de las mujeres más afortunadas, económicamente.
Doña María Diega no nació en Guadalajara, a pesar de que durante casi toda su vida a Guadalajara estuvo vinculada, sino que lo hizo en Madrid, un 16 de junio de 1852, festividad de San Aureliano de Arlés.
En Guadalajara contrajeron matrimonio sus padres y aquí habitaron uno de los palacios más significativos; y Guadalajara quedó, para los siglos, unida al apellido de doña María Diega, quien aquí se propuso llevar a cabo sus mayores fundaciones, mandando levantar, al tiempo que recorría mundo, alguno de los edificios más señoriales de la ciudad, como centro de sus fundaciones de caridad, dedicadas a la atención de los obreros o como proyecto educativo para los futuros hombres y mujeres de la capital de la provincia, centrada, la fundación, en el Asilo Escuela que con el tiempo ha pasado a ser conocido, simplemente, como “las Adoratrices”, en recuerdo de su tía, la condesa de Jorbalán, fundadora de la orden. Levantado, en un principio, para acogida de niñas.
También levantó el complejo agrícola de Villaflores, y aquí mandó alzar su panteón, que no tardaría en convertirse en uno de los emblemas de la Guadalajara que despertaba al siglo XX.
No fueron únicas las fundaciones de caridad las que desarrolló en Guadalajara; en Madrid también empleó parte de su capital en levantar otro complejo de similares características en el entonces naciente barrio de Salamanca, para acoger a niños huérfanos; algo semejante hizo en Badajoz, e incluso por tierras del norte, en Navarra y La Rioja, en las que también tenía parte. Quizá por ello, a la hora de su muerte, cuando se dio a conocer la noticia del inesperado óbito, dijo la prensa que: Era la finada persona que dedicó su vida de retraimiento a obras de caridad y piedad.
Un viaje a Burdeos
Si eso decían unos, otros se reafirmaban en que su vida se consagraba casi por entero a las obras de beneficencia en las que empleaba una gran parte de su fortuna cuantiosísima. A ello añadían que lo principal de aquellas obras se encontraba en Guadalajara, donde construyó a sus expensas un asilo para obreros pobres, además de los colegios.
EL CASTILLO DE JADRAQUE (Pulsando aquí)
Y es que, a pesar de su inmensa fortuna, para aquellos tiempos y los presentes, doña María Diega, aun viviendo con arreglo a su estado, no fue persona que gustase de hacer ostentación de sus riquezas. Tampoco de las que anteponen su persona al bien social. Por ello quizá no puso objeción alguna, en contra de lo algunas plumas afirmaron, en ver cómo la piqueta derribaba su palacete residencial de Madrid, el primero en caer cuando se proyectó la Gran Vía madrileña, palacete que ocupaba toda una manzana de viviendas, entre las calles de Caballero de Gracia y San Miguel, que ha quedado unido a la leyenda e historias de la capital del reino; claro que, a partir de entonces, decidió levantarse otro, conforme a los nuevos tiempos, en Guadalajara.
A pesar de que Doña María Diega solía pasar largas temporadas al plácido abrigo de las playas de Biarritz, las que puso de moda la emperatriz Eugenia de Montijo, antes de que cambiase las frías aguas de Biarritz por las mediterráneas de Cannes, a donde la nobleza la siguió.
Doña María Diega continuó en aquellas costas, y las cántabras de Santander o San Sebastián. En Biarritz la encontró aquella guerra que algunos ingenuos cronistas tildaron de “Primera Mundial”. Marchó allá en los inicios del otoño de 1915; teniendo que abandonar al poco la ciudad para que su palacete de convirtiese en una especie de hospital para heridos de guerra. También Eugenia de Montijo tuvo que convertir su mansión de Fanrborough Hills, en Hampshire (Inglaterra), en hospital para oficiales ingleses a los que ella misma atendía como enfermera.
Nuestra condesa, en Burdeos, a donde llegó, terminó alojándose en una sencilla habitación de hotel en la que, el 9 de marzo de 1916, la visitó la muerte, al parecer, tras un derrame cerebral que ni la dejó tiempo para dictar testamento. La noticia llegó a Madrid y Guadalajara, dos días después.
A su muerte, sin descendientes directos, pues ni contrajo matrimonio ni tuvo descendencia, y sin testamento, a los bienes y dineros de doña María Diega le salieron herederos por los cuatro puntos cardinales de España; incluso una supuesta hija en Salamanca, a la que la justicia ni siquiera se entretuvo en llamar para que justificase el nacimiento.
Sí que lo hicieron condes, duques, marqueses y vizcondes de media España, alegando derechos de sangre, para tratar de alcanzar, si quiera, las migajas de una fortuna tasada entonces en un importante dineral, entre 80 y 100 millones de aquellas pesetas de los inicios del siglo XX que, cien años después, continúan siendo un fortunón. Y cada cual cogió su piquito. Seguro que, de haber tenido tiempo, doña María Diega hubiese empleado su fortuna como la empleó a lo largo de su vida, en obras de caridad.
El último viaje a Guadalajara
El último viaje, desde Burdeos a Guadalajara, fue uno de esos que quienes lo viven lo recuerdan. En la estación de tren de Burdeos se embarcó el féretro, de caoba con cantones de plata, con sus restos; desde allí llegaron a Madrid, y desde aquí, en inmensa procesión de tristeza, hasta Guadalajara. El expreso de la mañana entró con ellos en la estación a las 10,15 de aquel viernes 17 de marzo de 1916. Nadie recordaba haber visto en Guadalajara a tanta gente reunida en torno a la estación de ferrocarril, como aquella mañana.
Desde mucho antes de las diez, hora anunciada para la llegada del expreso con el vagón especial en el que ella viajaba, los alrededores se encontraban atestados de un gentío expectante y agradecido. Poco antes llegaron las primeras autoridades de la provincia y de la ciudad, a excepción del señor Alcalde, don Miguel Fluiters, quien marchó a Madrid con una representación municipal para venir acompañándola. El comercio y las instituciones oficiales cerraron en señal de duelo y desde la estación hasta el inmenso panteón que la Condesa mandó alzar en el otro extremo de la ciudad para albergar los restos de los suyos, cientos de personas aguardaban su paso.
JADRAQUE. CRÓNICAS DE UN SIGLO (Pulsando aquí)
Ocho caballos negros, con atalajes negros, tiraban de la grandiosa carroza funeraria, negra también. Desde la estación, la población entera acompañó el cortejo que desfiló por las calles de una ciudad que se volcó en el acompañamiento. Abría la marcha un piquete de la Guardia civil, seguían las cruces de todas las parroquias; los niños de las escuelas de la beneficencia, sus empleados, las corporaciones oficiales encabezadas por el alcalde de la ciudad; la representación real y ministerial, en la persona de don Antonio Maura; decenas de coronas de flores, y gente, mucha gente, que llegó hasta las puertas de su panteón, en cuya cripta se quedó a reposar hasta el fin de los días.
Quizá nunca nadie había repartido tanto pan y trabajo, ni obró tanto bien entre las gentes de Guadalajara, como repartió aquella mujer quien, a pesar de sus títulos y riqueza, sin renegar de ella, hizo cuanto estuvo en su mano por el bien de una ciudad y de sus gentes.
Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 11 de marzo de 2022
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