LAS SALINAS DE SAELICES.
La sal fue una de las principales rentas de
la corona de Castilla
Es
más que probable que ya existiese Saelices cuando en el siglo XI se reconquistó
la tierra de Molina, adelantándose las fronteras castellanas del Duero al Tajo,
y descendiendo más allá de las tierras de Cuenca. A partir de entonces, de la
Reconquista castellana, pasó a pertenecer a la comunidad de tierras de
Medinaceli, una de tantas surgidas en aquel guerrero siglo y extremaduras
castellanas. Comunidades de villa y tierra que actuaron de alguna manera como
lo que en la actualidad conocemos como provincias. Entre las principales en
esta parte de Castilla se encontrarían junto a la de Medinaceli, las de
Atienza, Ayllón, Ágreda, Almazán, Molina o Berlanga.
Tierras, las de Saelices que, con algunas otras de sus vecinas en esta
parte de Guadalajara, pasaron tiempo adelante a pertenecer al condado y
posteriormente ducado, de Medinaceli. Cuando como pago de favores Enrique II de
Castilla concedió título y tierras a Bernardo de Foix, creándolo conde de
Medinaceli en 1368, condado que posteriormente sería elevado a la categoría de
ducado por los Reyes Católicos en 1479, en Luis de la Cerda y de la Vega,
convirtiéndose de V conde, en primer duque. Medio centenar de poblaciones de
Guadalajara quedaron integradas en el ducado.
Población, la de Saelices, denominada igualmente Sant Felices a través
del tiempo, y desde los primeros años del siglo XX, para diferenciarla de los
numerosos lugares y poblaciones del mismo nombre apellidado, por sus salinas,
de la Sal.
Nunca fue, como la inmensa mayoría de poblaciones vecinas, lugar de
elevado número de habitantes. Que se cifraban en el primer tercio del siglo XVI
(1530), en 63 vecinos que hacían 228 habitantes, que ascenderán a 78 vecinos y
282 habitantes en 1591. La población, de entonces a hoy, nunca pasó de las 300
almas.
Las
Salinas
Conocidas fueron las de esta tierra, como lo fueron las de la provincia
de Guadalajara, desde tierras molinesas hasta el confín provincial por tierras
de Atienza, desde los tiempos prehistóricos, puesto que no tardó el hombre en
descubrir que la sal era el mejor conservante para muchas, quizá demasiadas
cosas; tantas que, avanzados los siglos, decretó el rey de Castilla que puso
Dios las salinas en la tierra para que los reyes se sirviesen de ellas. Y así
lo hizo, a partir de su decreto, el rey Sabio, don Alfonso X, quien pasó a ser
titular de las que se conocieron en sus reinos, con honrosas excepciones, pues
algunas de ellas continuaron en poder de quienes conquistaron la tierra.
Con la donación de Medinaceli a su conde se le donaron igualmente las
tierras de Saelices y sus salinas, que permanecieron en el ducado con sus
pleitos correspondientes con las salinas vecinas, hasta el reinado de Felipe II;
cuando el rey, necesitado de capital,
ordenó el que tal vez sea el mayor estanco conocido de la sal, integrándose en
la Real Hacienda todas las que anteriormente no lo estaban, entre ellas las de
Saelices. Sucedió el 10 de agosto de 1564. Al duque de Medinaceli, en
compensación por la expropiación de estas salinas, junto a las del entorno
pertenecientes al ducado, se le compensaba con las alcabalas y tercias de
Carrascosa del Río (Tajo), Utrilla, La Alameda, Almazul, Oteros, Mazaterón, Miñana
y Morillejo.
Quedaron, a partir de entonces, bajo la administración directa de la
Hacienda Real, que arrendó su explotación junto a las otras cuatro que formaron
lo que se conoció como “Partido Salinero de Atienza”, compuesto por estas de
Saelices, las de Tierzo, Medinaceli, La Olmeda e Imón; el resto, compuesto por
pequeñas explotaciones hasta un número próximo al centenar, quedaron
clausuradas y encenagados sus pozos para que nadie usase de ellos, so pena, en
muchos casos, de la muerte.
Nunca estuvieron entre las más productivas del partido salinero, a cuyo
frente se encontraron las de La Olmeda e Imón como principales, por lo que en
algunas ocasiones los arrendadores de aquellas, a quienes correspondía la
explotación de estas, prefirieron no trabajarlas, centrándose en la producción
de las que más rendimientos les podían ofrecer.
Y
eso sucedió cuando, andado el siglo XIX, y vueltas las salinas al arriendo,
tras un nuevo periodo de gestión directa por la Hacienda Real fueron sacadas a
subasta en 1841, siendo el adjudicatario del arriendo de las salinas reales don
José de Salamanca, quien como otros hiciesen cerró las de Saelices y Tierzo
para centrar la producción en Imón y La Olmeda.
Ambas, Tierzo y Saelices, habían salido bastante mal paradas de los
avatares de años anteriores, primero a cuenta de la invasión francesa y más
tarde de la primera guerra carlista, en la que fueron saqueadas en más de una
ocasión.
Poco hizo don José de Salamanca por ponerlas en funcionamiento, del
mismo modo que tampoco invirtió en el mantenimiento de las explotaciones de
Imón y La Olmeda. Al término de su contrato, en 1847, las salinas regresaron de
nuevo a la Hacienda regia, que volvió a ponerlas a trabajar.
El inventario que se llevó a cabo en 1852, con objeto de conocer las
explotaciones y su valor, con miras a lo que había de ser el definitivo
desestanco poniéndolas en manos de particulares, valoró las salinas de
Saelices, con sus almacenes y terrenos, en poco más de 170.000 reales, cuando
producían una media de algo menos de 10.000 fanegas anuales y daban empleo a
unas sesenta personas, y otras tantas caballerías. Imón y La Olmeda, que
producían diez veces más, se tasaron en algo más de millón y medio de reales.
El
desestanco
Se decretó el 28 de junio de 1869, si bien no entró en vigor hasta el 1º
de enero de 1870, año en el que las salinas dejaron de ser propiedad de la Real
Hacienda, para ser subastadas entre los particulares que optaron a ello.
Abriéndose, previas las correspondientes solicitudes, decenas de explotaciones
sobre los mismos terrenos ya conocidos en los que hubo salinas con anterioridad
al estanco de Felipe II de 1564.
Una a una, las salinas que habían pasado a la administración del reino
fueron subastadas. También salieron a subasta las de Saelices, que continuaron
siendo trabajadas por funcionarios de la Real Hacienda hasta 1873, ya que nadie
se interesó en su adquisición con anterioridad a esa fecha, hasta que,
despachada la sal de sus almacenes, quedaron clausuradas.
Hasta
el 2 de agosto de 1876, cuando Juan López Díaz y Anastasio García López,
vecinos de Madrid, solicitaron su demarcación, que llevó a cabo el 3 de
diciembre de ese año el Ingeniero Jefe del Distrito Minero, don José María
Soler, entregándose la titularidad el 8 de junio del año siguiente.
A
finales de la década de 1880 la salina figurará bajo la titularidad de
Anastasio García López, residente en Madrid, calle de Goya número 1, quien
anuncia públicamente su venta a través de la prensa provincial en los meses de
diciembre de 1888 y enero de 1889, sin que al parecer tenga éxito en el
intento, ya que continuará figurando como titular al menos hasta 1905, con todo
un rosario de problemas gubernamentales al estar, prácticamente desde su
concesión, en deudas con la Hacienda.
Salió a subasta, en 1.600 pesetas, en 1906, y como nadie volvió a pujar
por ella se declaró franca y registrable. Pasando a los hermanos Faustino y
Genaro Clemente, que la volvieron a subastar en los primeros años de la década
de 1940 en 45.000 pesetas. Ellos mismos se encargaron de gestionarlas hasta
que, como tantas otras en la provincia, la industria pasó a la historia en la
década de 1970.
El siglo XXI las ha vuelto a traer a la memoria, y lucen tanto o más
hermosas que en los años de su gran esplendor, cuando reinando don Carlos III
se levantaron los grandes almacenes y se ideó que sería, la de la sal, una de
las mejores y mayores rentas del reino.
Hoy son, las de Saelices, las únicas salinas que se mantienen en la
provincia, quizá de las de España la más rica en este tio de explotaciones, mostrando que Guadalajara fue,
durante siglos, el comercio de la sal, el que mayor número de empleos, y
rendimientos, generó.
La visita a su entorno, y su memoria, son de obligado cumplimiento.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 12 de junio de 2020
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