EL
CÓLERA, LA GRAN PANDEMIA DEL SIGLO XIX EN GUADALAJARA
Pocas epidemias, o pandemias, generalizadas a lo largo y ancho del
planeta tierra, salvadas aquellas medievales que tan lejanas nos quedan,
causaron tanta muerte, dolor y lágrimas, como la que a lo largo del siglo XIX,
llegada de La India, asoló la tierra. La muerte –como señaló nuestro admirado
Doctor y Académico de Medicina, Sr. Sanz Serrulla, entraba en las casas de
tapadillo y salía con la cabeza alta y
chorreaban gotas de sangre por la punta de su guadaña. Era una enfermedad
nueva, desconocida, que viajaba a través del aire, o del agua, y que en apenas
unas horas o unos pocos días, se llevaba a la gente al cementerio. Sin
medicinas capaces de detenerla. Era la enfermedad misteriosas que se transmitía
de unos a otros sin saber cómo ni por qué; como si se tratase de una de
aquellas plagas bíblicas que, en lugar
de castigar a una nación, las castigó a todas.
Tuvo su origen en las aguas del Ganges, de ahí que en sus inicios
recibiese un nombre acorde: “El mal del Ganges”; después se le dieron muchos más:
el mal misterioso o la enfermedad sospechosa; hasta que se acuñó lo de “Cólera
Morbo”. A Europa, a Inglaterra, la llevaron los famosos soldados bengalíes al
servicio de su graciosa majestad. Desde Inglaterra comenzó a correr mundo. Hasta llegar a España en los
primeros meses de 1833, y a la provincia de Guadalajara en los primeros días de
julio de ese año. Cuatro fueron las principales acometidas de este entonces
desconocido mal que vivió el siglo; la primera en 1833, a la que siguieron una
nueva en 1855; la tercera en 1865 y una cuarta y última en 1885 que traspasó la
frontera del tiempo para pasar a llamarse aquel, en muchos pueblos de la
provincia, el año del cólera. A España esas cuatro grandes epidemias le
costaron cerca de millón y medio de muertos; a Guadalajara cerca de 15.000, lo
que vendría a suponer el 8 o el 10 por ciento de su población, sin contar con
la masiva emigración o los costes que para muchos de los pueblos afectados tuvo
en unos tiempos en los que se carecía de sanidad oficial, y, por lo general,
había que recurrir a la beneficencia pública y la caridad del pueblo.
Los convulsos tiempos políticos que vivió en aquellos días España
contribuyeron a su expansión; a aumentar todavía un poco más el dolor y la
muerte. La primera incursión tuvo lugar en medio de una guerra civil, la
primera carlista, que llevó la locura a las calles de Madrid, cuyos vecinos
asaltaron los conventos y dieron muerte sin miramiento a frailes y sacerdotes
en la creencia de que aquellos envenenaron el agua de las fuentes.
A
Guadalajara, a la Alcarria, llegó a través de unos pobres segadores a los que
el Gobernador mandó volverse para Cuenca, de donde procedían. Pero cuando salieron
el mal estaba ya extendido, y la gente moría sin saber por qué. Una
descomposición general provocaba una deshidratación que causaba la muerte
instantánea. Por fortuna no se entretuvo en Guadalajara por mucho tiempo, llegó
en el mes de julio y salió en el de octubre, no sin antes dejar un rosario de
muertes: 340 fallecidos en Brihuega; 220 en Guadalajara; 120 en Horche; algo
más de 70 en Marchamalo o Sacedón…; algo más de mil quinientos muertos en la
media centena de poblaciones en las que hizo un alto. Y cuando ya parecía que
la provincia estaba limpia, entró en Imón y diezmó el pueblo. El párroco de la
villa, don Miguel Rupérez y Rupérez, escribió en el libro de defunciones de la
parroquia que el día 8 de diciembre detuvo
el Señor el brazo de su justicia… Fue Imón una de las muchas poblaciones
que no pudieron cumplir los dictámenes médicos de secar las fuentes y las charcas,
ya que el bichito que provocaba el mal se reproducía a través del agua, con el
calor, y moría con el frío y la sequía.
Los acuerdos municipales y provinciales que nos hablan de la lucha
contra la epidemia también lo hacen de la implantación de lazaretos o cordones
de seguridad, que fueron finalmente declarados ilegales, y que estuvieron vigilados
por gentes de armas, que impedían la entrada o salida de los pueblos, en la
creencia de que de esa manera quedarían a salvo, haciendo pasar la cuarentena
–cuarenta días enteros y verdaderos, a quienes llegaban de otros lugares. Cuarenta días que permanecían en la mayor de
los casos a la intemperie, en un corral o paridera a las afueras de las
poblaciones.
Los
remedios afloraron por cualquier parte, desde las aguas milagrosas a los
remedios más impensables, como “tomar una
copa de aguardiente en ayunas, y un vaso de vino, seguido de otro de agua, cada
media hora, acostarse una persona sana con otra infectada para darle calor…”
La gran epidemia de 1855 (cerca de 10.000 muertos en tres meses en la
provincia de Guadalajara), afectó a todas las comarcas por igual, salvo algunos
pueblos de la comarca de Atienza aunque algunos atencinos no se libraron, entre
ellos Sinforoso Zúñiga, que se encontraba tomando las aguas en el balneario de
Trillo, un lugar protegido junto con el de la Isabela por gentes de armas que
no pudieron evitar la llegada del mal. Trillo, su balneario, era el Gran Hotel,
el Biarritz de Guadalajara, donde tomaba las aguas y pasaba la temporada
veraniega lo más granado de la provincia, y hasta de Madrid. La primera difunta
fue Josefa Picaños, una pobre lavandera, aunque el caso más llamativo fue el de
un Director General que con su familia llegó desde Madrid para visitar a un
hermano enfermo. Fallecieron todos los llegados de la capital, librándose el
enfermo. La movilidad transportó el mal a todas partes, de ahí la importancia
de quedarse cada uno en su casa. Se suspendieron fiestas, eventos, ferias,
romerías. Se prohibió el acompañamiento en los entierros, que tenían lugar a lo
largo de la noche, y hasta se suspendió el toque de difuntos
En esta ocasión, en 1855, el cólera recorrió toda la provincia dejando
su reguero de muerte: 300 en Brihuega; 150 en Cifuentes; otros tantos en
Guadalajara; un centenar en Hiendelaencina, en Pastrana, en Marchamalo, en
Mondéjar; en Somolinos, que perdió una tercera parte de su población. Y la
muerte corrió por todos los rincones, sin hospitales o medicinas con los que
combatir el mal. En Guadalajara se habilitó la plaza de toros como hospital de
coléricos; en los pueblos cada cual se apañó como pudo. En Jadraque se montaron
tiendas de campaña en los cerros, en 1885.
Por si fuera poco, al desastre vital del año 55 le siguió el económico, precedido
de malas cosechas, y sin poderse recoger las últimas por falta de mano de obra,
seguida de un invierno duro, que asoló económicamente a un buen número de
pueblos. Incluso las salinas de Imón se encontraron sin gente capaz de
transportar la sal a los alfolíes. En la ocasión ni el Gobernador se libró. Don
José María Bremón, quien se dispuso a recorrer la provincia en calesa, se vio
atacado por el mal en Sigüenza, donde quedaron medio centenar de muertos. Cosa
curiosa, el Gobernador se atrevía a viajar solo en un tiempo en el que los
caminos eran un riesgo diario, el Gobernador de Soria viajaba con una escolta
de lanceros. Y no solo las personas murieron y se perdieron las cosechas, también
murieron muchos de los animales de labor, y, sobre todo, aves. Aumentando con
ello la miseria.
La última y más documentada epidemia, la de 1885, tras la férrea censura
que rodeó la de 1865 que pasó por Guadalajara sin hacer apenas daño tuvo un
preámbulo en Molina de Aragón en 1884: quienes pudieron abandonaron la ciudad,
que quedó totalmente desabastecida, tan sólo una docena de arrieros de Selas se
atrevieron a prestar ayuda, llevando cargas de leña.
En Madrid, la de 1885 se llevó incluso al rey
Alfonso XII, quien tuvo la valentía de acudir a Aranjuez, donde la gente moría
con la única compañía de un guadalajareño que pasó a la historia, don Rafael
Almazán García, a quien las gentes del Real Sitio terminaron convirtiendo en
Alcalde y las de Guadalajara salieron a la calle a darle las gracias por su
labor. El rey murió, acelerado su mal a consecuencia del cólera de Aranjuez,
que convirtió en un héroe a su majestad. También al obispo de Madrid, el primer
obispo, que llegó entonces desde Salamanca en medio de la epidemia, salía noche
a noche a cuidar coléricos y ayudar a familias sin recursos; el obispo, don
Narciso Martínez Izquierdo, nuestro paisano molinés.
Sucedió entonces como ocurre ahora. Hubo héroes y villanos. Médicos y
sacerdotes que entregaron sus vidas por ayudar a los más necesitados, e
industriales sin escrúpulos que inventaron remedios y jarabes imposibles que
vendieron a precio de oro. Alcaldes que negaron la epidemia, para no arruinar la
economía de sus pueblos hasta que a sus pueblos los arruinó la muerte; y la
mano de la caridad que, a falta de otros recursos, ayudó a que los pueblos
pudiesen salir adelante. Sin ella no podría entenderse el comportamiento, o la
subsistencia de algunos pueblos, ya que el coste de las epidemias quebró la
mayoría de las arcas, incluidas las de la Diputación Provincial. La epidemia de
1855 se tasó para España en treinta millones de reales, y, para hacernos una
idea, un jornalero ganaba poco más de cinco o seis reales diarios. La mayoría
de los municipios tuvo que gastar en unos meses el doble del presupuesto
municipal para todo el año. Hipotecándose
por los restos.
También, estas epidemias, trajeron algunos cambios: el reconocimiento a
la moderna medicina, la higiene, tanto
de las personas como de los municipios; la solidaridad y la lucha por la
vacuna, que logró un buen español, don Jaime Ferrant y Clúa, en 1885. A partir
de entonces hubo un medio con el que hacer frente al mal. Después llegó la de
la gripe de 1918 que apenas afectó a la provincia; y más tarde la de viruela,
que tanto daño hizo en los primeros años de la década de 1930. A todas se las
venció.
Como se logrará en nuestros tiempos. A pesar de que hasta que llegue,
que llegará, nos cueste padecer el azote de esa guadaña que ha entrado en
muchas de nuestras casas y de ellas sale chorreando sangre por la punta.
Entonces no perdieron nuestros paisanos la esperanza. A pesar del coste,
en vidas y haciendas. Tampoco en estos la debemos perder. Y como aquellos, que
aprendieron a enfrentarse a lo desconocido, lo haremos en estos tiempos.
(Del libro:
“Guadalajara en los tiempos del cólera. La provincia bajo la epidemia,
1833-1885”, obra que fue finalista en el premio de Historia Layna Serrano de la
Diputación Provincial de Guadalajara, en 2011; prologado por el Doctor y
Académico de la Real de Medicina, D. F. Javier Sanz Serrulla).
Tomás Gismera Velasco
Henaresaldia.com
Guadalajara, 13 de abril de 2020
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