EL GENIO DE BRIHUEGA
Justo Hernández Pareja, que puso en
funcionamiento las Reales Fábricas de Paños
Cuando a don Justo Hernández y Pareja,
natural de Brihuega, en la provincia de Guadalajara y avecindado en Madrid,
como uno de los hombres con mayores inversiones en el mundo de la ganadería,
ovina y de toros de lidia, se le ocurrió poner camisas a las ovejas de su
propiedad que pastaban por los campos de la Alcarria, el mundo madrileño se
echó las manos a la cabeza, imaginando sin duda que a don Justo se le había
soltado alguna neurona.
Todo se trataba de un ensayo que, de
obtenerse buenos resultados se extendería a toda España, con la aprobación
gubernamental. Del ensayo se elevó el correspondiente informe al Gobierno.
Tenía por objeto mejorar la lana de las ovejas merinas españolas, para que no
sufriesen las alteraciones producidas por las fuerzas de la naturaleza, esto
es, librarlas del agua en tiempo de lluvia, o de la suciedad o el barro o
cualquier otra inclemencia que las pudiera afectar. La comisión gubernamental,
reunida en Madrid el 18 de enero de 1850 dictaminó que, a pesar de que la lana
de las ovejas encamisadas presentaba mejor aspecto que las que no lo fueron, no
se podía dictaminar fehacientemente que fuese método efectivo. A pesar de dar
libertad a los ganaderos para que cada cual hiciese de su camisa un sayo, o
mejor, que encamisase a sus ovejas, o no.
Fue solamente una de las muchas iniciativas
de este genio de Brihuega que pasó la mitad de su vida reinventándose a sí
mismo, y generando una riqueza, propia y para la propia Brihuega, que muchos
quisieran en los tiempos que nos corren.
Nació don Justo en la Brihuega de los
inicios del siglo XIX, el 9 de enero y, como nos apuntase su sobrino y
heredero, don Justo Hernández Gómez cien años después, durante toda su vida dio
pruebas de cómo una persona de claro talento, constancia en el trabajo,
prudente economía y acrisolada honradez, puede llevar, aun sin poseer vasta
ilustración, desde la posición más modesta a las alturas de una respetable
fortuna, sólo por su esfuerzo individual y sin ayuda ajena, y sin que nadie
pueda molestarse de su encumbramiento, por encontrarlo legítimo.
Y, sobre poco más o menos, así fue. Con la
ligera ayuda de haber contraído matrimonio, con apenas veinte años de edad, con
doña Josefa López, la hija mayor de quien fuese tesorero de las Reales Fábricas
de Brihuega. A pesar de que para entonces la familia ya estaba establecida en
Madrid, donde regentaba uno de los más importantes emporios de la lana.
LAS FERIAS DE BRIHUEGA, EL LIBRO, PULSANDO AQUÍ
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Cierto, a don Justo Hernández no se le puso
nada por delante y con una ágil visión de futuro comenzó a invertir en
proyectos que por aquellos tiempos sus coetáneos no comprendían, como el
alumbrado de las calles, o la uniformidad de los empleados municipales. Fue,
don Justo, el primer concesionario conocido de la iluminación de las calles
madrileñas en la primera mitad de ese por descubrir siglo XIX. Claro está, que
cuando él iluminó las calles ni existía la electricidad ni mucho menos el
petróleo, por lo que las iluminó con farolas que consumían aceite de oliva,
traído de Andalucía.
De inversión en inversión, que a ninguna
hacía ascos, llegó a la que más popularidad le dio a lo largo de casi cincuenta
años, la de ganadero taurino en una España que no concebía espectáculo o fiesta
sin toros, llegando a ser, durante más de veinte años empresario taurino de la
primera plaza de Madrid, en la que se torearon con éxito toros de sus
ganaderías, pues adquirió las más renombradas de Andalucía y Salamanca. En
ocasiones tuvo por socio, en la empresa madrileña, al marqués de Gaviria,
importante banquero de este siglo; y en la plaza de Aranjuez, que igualmente
gestionó durante años, al no menos importante hombre de negocios y otros
asuntos, don José de Salamanca, marqués de su apellido.
También invirtió en otro negocio en boga
entonces en el siglo XIX, y que continuó en auge hasta bien entrado el siglo
XX, la tala y transporte de maderas por el Tajo, desde las altas sierras
molinesas, hasta Aranjuez e incluso Lisboa. Sin que faltase Madrid, en donde
tanta madera se necesitaba entonces para levantar la enormidad de edificios que
por aquellos tiempos cambiaron la fisonomía de la capital del reino y, metidos
en el terreno de las obras y como los edificios necesitaban teja para cubrir
los tejados, organizó unas cuantas tejeras, por Brihuega, y por la provincia de
Madrid. Teja y ladrillos con los que, se cuenta, se construyeron las galerías
bajas del Palacio Real de Madrid, en los costados de la plaza de la Armería.
También poseyó, junto a sus ganaderías de
reses bravas, alguno de cuyos toros se hizo famoso en el ruedo después de
recibir más de veinte puyados, una de las mejores yeguadas de la madre patria,
de la que salieron algunos de los mejores caballos que en el siglo XIX exhibió
el Ejército español.
Sus ovejas merinas, las de la camisa, fue
las que adquirió al marqués de Cerralbo, quien fue poseedor de una de las
cabañas merinas más grandes de España, con lo que nuestro hombre adquiría, al
tiempo que las ovejas, una industria en aquel siglo de indudables dividendos,
ya que la lana era parte de la riqueza nacional. Su rebaño, de más de veinte
mil cabezas, empleó a varios cientos de personas. Y a lo largo de su vida
sostuvo a otros tantos cientos de familias brihuegas que trabajaron para sus
industrias, fuesen la de tejas y ladrillos o, mediado el siglo, para la Real
Fábrica de Paños, que por entonces en desuso, adquirió al Estado para fundar en
ella una más de sus industrias y dejar para el futuro de Brihuega todo un
emblema de prosperidad. Reparó lo reparable, mejoró lo mejorable, y dio al
futuro un edificio, y unos jardines que, tras su renovación, son hoy la
admiración de España.
Claro está que todo ello le generó el
suficiente capital como para levantarse en Madrid una especie de palacete,
sobre el mismo solar en el que se levantó la iglesia de San Salvador, actualmente
en el número 70 de la calle Mayor –entonces el 108-, donde pasó a residir la
práctica totalidad de la familia de los Hernández Pareja y los López Bermejo
–por la parte de su mujer.
No fue esta su única adquisición
inmobiliaria, ya que también adquirió por tierras alcarreñas el famoso coto y
monte de Anguix, castillo incluido, en el término municipal de Sayatón, hasta
entonces propiedad del marqués de San Juan de Piedras Altas. Se cuenta que allá
descuajó medio monte para dedicarlo a la labor, en la que se emplearon una
docena de yuntas; plantando 12.000 olivos y otras 50.000 vides, empleando en
ello, claro está, a la mayoría de los hombres de los pueblos del entorno.
Sus productos agrícolas y ganaderos se
exhibieron en las grandes exposiciones universales de París y Londres y, como
no podía ser de otra manera, en hombre de tantas iniciativas, también tuvo su
vena política, como los grandes hombres de su tiempo. Don Justo comulgó con las
ideas liberales y tomó parte de aquellos sucesos que el 7 de julio de 1822 a
punto estuvieron de derribar del trono a Fernando VII. Después continuó en las
filas del liberalismo, siguiendo sin dudar a Espartero y a O´Donell.
También representó a Brihuega en las Cortes,
a partir de 1858 y hasta que la edad y sus muchas ocupaciones se lo
permitieron.
Nos dice su sobrino que don Justo falleció
en Madrid el 10 de marzo de 1870, sin dejar descendencia, rodeado de sus
hermanos y de numerosos sobrinos, a los que dejó toda su hacienda.
Las crónicas de aquel día nos cuentan que
falleció a las tres de la tarde, aunque para ser exactos fue a las tres menos
diez, un jueves pardo y frio en Madrid. Su mujer, doña Josefa, con la que
contrajo matrimonio cuando ella acababa de cumplir los diecisiete años de edad,
se le adelantó en el viaje. Sus hermanos, Antonio, que continuó con las
ganaderías de reses bravas, y su hermana, doña Ana, se encargaron de presidir
las honras fúnebres en la Sacramental de San Isidro, donde recibió sepultura.
Sin duda fue todo un genio, de Brihuega, que
tanto poder tuvo que, incluso, rechazó todos los honores que le fueron
ofrecidos, desde las medallas y grandes cruces que otros buscaron, a los
títulos nobiliarios con que otros se cubrieron.
Marchó el genio, y quedó esta tierra sin
hombres de su talla.
Tomás
Gismera Velasco
Guadalajara
en la memoria
Periódico
Nueva Alcarria
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