viernes, enero 24, 2020

ALEGORÍA DE NUESTRA TIERRA. Memoria del pintor Rafael Pedrós


 ALEGORÍA DE NUESTRA TIERRA.
Memoria del pintor Rafael Pedrós


   Si Rafael Pedrós, el pintor que más y mejor retrató a los Mendoza, hubiese dejado escritas sus memorias disfrutaríamos, a estas alturas del tiempo, de la lectura de alguno de los capítulos más interesantes y curiosos de la vida de la provincia de Guadalajara, y de España, sazonadas con notas de humor que nos conducirían a la España de las décadas de 1950,  o 1960 o… A cualquiera de esas en las que nuestro hombre vivió, y de las que, de una  u otra forma, fue protagonista, o compañero de camino de personajes ilustres. Seguro que en esas memorias no faltaría aquella anécdota de sus tiempos de París, cuando alguien le pagó un bocadillo porque lo vio con cara de hambre; o cuando le ofrecieron un empleo que Casimiro Municio –verdugo oficial de la Audiencia Nacional en los inicios del siglo XX-, no rechazó en España y Rafael Pedrós lo hizo en la capital de Francia, y es que, a cualquiera, no le ofrecen ser verdugo oficial de una República.



   No, la parca se lo llevó  antes de que nos escribiese todas aquellas anécdotas que jalonan una vida intensa y llena de color. Pero nos dejó una magnífica y larga obra pictórica que al día de hoy se encuentra esparcida por los cuatro puntos cardinales de España, y de medio mundo.

   Lo mayor y mejor de su obra, sin duda, se encuentra en la provincia de Guadalajara. Muchos de sus pueblos, algunos sin conocerlo porque la memoria se nos pierde al menor soplo de viento, conservan algún lienzo de Pedrós en sus iglesias, pues fue el autor de muchos lienzos que, tras la debacle guerrera de 1939, regresaron para ocupar el lugar de lo perdido. Enumerar los cerca de cincuenta municipios que conservan obra de Pedrós terminaría de un plumazo con esta “Memoria Pedrosiana”; sí que diremos que en Mondéjar se encuentra la que es quizá la obra de su obras, el retablo entero y verdadero cuyas pinturas salieron de su pincel y en las que, como los grandes del Renacimiento o del Siglo de Oro, dejó nuestro hombre sus ojos a través de los personajes que pinceló. Sirviendo de guía a los indoctos en la materia sus dedos, hechos para el pincel y la pluma, fueron capaces de señalarnos, no ha mucho tiempo, el significado de cada personaje; no era difícil distinguir en un San Pedro o en un San Juan su estampa de pintor clásico, de ojos penetrantes y mentón afilado. Como a Velázquez, a Pedrós le gustaba retratarse en sus lienzos; como en ellos retrató a su familia; algo que únicamente los grandes clásicos intentan y logran, sin que se aprecie.

   Nació en Madrid, para la pintura y para la vida, un 19 de noviembre de 1933, a pesar de que siendo de Madrid fue hombre de correr mundo; y universal, desde la Galicia familiar, hasta la Guadalajara en la que se sintió más guadalajareño que los propios nacidos en la tierra.

   En Madrid, decía, aprendió a pintar. Sus primeros pasos recorrieron las aulas de la Escuela de Artes y Oficios; del Casón del Buen Retiro o del Círculo de Bellas Artes; por supuesto, también del celebrado Museo del Prado de donde hizo, como los clásicos de la pintura, las mejores copias; antes de dedicarse, como los grandes clásicos, a la vida bohemia de París, a copiar y aprender de la pintura y los pintores del Louvre o de los venecianos en Venecia, o en Roma de los romanos.

   De todos tenía un tanto; y como muchos de los grandes, también tenía un punto para la literatura y la historia; para conferenciar sobre los pintores historicistas, o sobre la historia de España, desde sus orígenes hasta nuestros días. O sobre la historia de Guadalajara, que la recorrió con los clásicos hombres de la provincia, con Sinforiano García Sanz en tiempo de botargas, o con Aragonés Subero en el de matanzas. Probablemente fuese don Antonio Aragonés, erudito en las artes guisanderas, quien le mostrase la mejor fórmula para guisandear unas buenas migas alcarreñas.


Pedrós Mendocino
   Tenía, Rafael Pedrós, un aire de clásico personaje del tiempo de los mejores Mendoza; de aquellos que acompañaron al marqués don Íñigo de Santillana versando serranillas; o de don Pedro de Mendoza, dejándole el caballo al rey Pedro en la rota de Aljubarrota; o de espadachín principesco de doña Ana de Éboli. Un aire de Cardenal, como si del tercer rey de las Españas se tratase; aquel don Pedro que reino casi a partes iguales con don Fernando y doña Isabel, tanto monta, monta tanto. A los que retrató don Hernando del Rincón, lo mismo que si los hubiera retratado Rafael Pedrós, que lo hizo quinientos años después.

   Su obra está llena de Mendozas, de princesas de Éboli y duquesas del Infantado, de condes de Saldaña y de marqueses de Santillana.

   También pintó panes, muchos panes; y muchos quesos y jarras de vino en bodegones que se antojan escapados del siglo de los capitanes alastristes  del reinado de los reyes Felipes de Austria, el II, el III y el IV.

   La obra de Pedrós es la obra de un clásico que domina los colores de la pintura como sólo un maestro puede dominarlos para mostrarnos en lo profundo de sus lienzos la España del siglo de Cervantes.








La Alegoría de Nuestra Tierra
   Como hombre de cultura también perteneció a muchas, a muchísimas sociedades culturales del Madrid que se convirtió en cultura de su historia clásica. Con su capa parda acompañó los actos de los Amigos de la Capa; y de la cofradía del Entierro de la Sardina, para la que pintó los estandartes y..., enumerarlas todas sería el nunca acabar. También se integró, como un guadalajareño más, en la Casa de Guadalajara en Madrid. Cuando la Casa de Guadalajara cerró sus puertas, cinco años hace por estas fechas, estaba a punto de cumplir, Rafael Pedrós, treinta años como socio.

   Algunos de ellos los pasó pintando el gran mural que fue, durante años, la enseña de la Casa de Guadalajara en la Plaza de Santa Ana, esa “Alegoría de Nuestra Tierra” que quiso retratar en color miel, de la Alcarria. Una Alegoría, y una tierra, inmensa, por la que desfilan los caballeros de Atienza y las botargas de la Campiña; y laboran las abejas a la sombra de las tetas de Viana; y Juan Bautista Maino parece retratar al Marqués de Santillana, que lo mira de reojo; adormecido el doncel de Sigüenza al arrullo de las letras del arcipreste de Hita; escuchándose, tras don Francisco Layna de Guadalajara, a los mieleros peñalvereños anunciando miel; y se escucha el cantar del agua de la fuente de Pastrana, que canturrea al  paso de doña Ana y su coro de monjas teresianas; y se coronan los cerros con los castillos de Jadraque, de Atienza, de Molina, de Sigüenza; y a los pies del castillo de Hita parece que batallan los Mendoza defendiendo su Passo…Pero no, los belicosos son de Hita.
   ¡Cuánta historia provincial contenida en una alegoría que, como pocas, la retrata!

   ¡Qué gran pintor se perdió Atienza! Porque, buscando casa en la provincia, tras dar cuarenta rodeos, al llegar a la villa castillera le pareció que estaba demasiado alejada de la capital; y se quedó en Yélamos y después en Horche, y siempre en Guadalajara.

   A Guadalajara marchó, por estos días se cumplen los cinco primeros años, aquella gran obra que quiso dedicar a los guadalajareños, para que la vieran, para que aprendiesen, para que la admirasen.

    Cuando se la llevaban, en los furgones de la Diputación Provincial de Guadalajara, todavía quedó en el aire su último apunte, aquel que advertía que, si algún daño sufría, no dudasen en llamarle para retocar lo que hiciese falta para su exposición definitiva. Para cinco años va que se nos marchó para siempre el gran pintor, en los albores de la Almudena, y en su catedral. Muerte de genio, de clásico, de maestro fue. A pesar de la orfandad que dejó a cuantos le apreciaban.
   Y esa provincia, a la que tanto amó, y en la que tanto pincel dejó, todavía le guarda silencio. Al hombre que ideó aquello de la pintura rápida y que en pintura rápida fue maestro. Al clásico que ideó la baraja Mendocina, sacó miel del pecho del Cristo de la Miel, o se pintó de pasada a todos los Mendozas, desde el primer siglo mendocino.

   Puede que quienes se ofrecieron a exponer aquella gran obra, y la guardaron en un almacén, oculta a los ojos de los guadalajareños, se hayan olvidado de él, políticos eran y a otros puestos marcharon, como políticos. Pero los meleros y las Tetas de Viana, y los castillos de Atienza, Hita o Jadraque, y los marqueses de Santillana, y los Maino, Layna, Éboli, Sigüenza, las botargas y las migas de pastor, las capas pardas y la provincia entera parece que a cada paso nos recuerdan un apellido: Pedrós, Pedrós, Pedrós… Y en estos días, de botargas que tanto admiró, al cumplirse los cinco años de su olvido, más. Desde algún lugar, en un oscuro almacén, en un local… de la Diputación provincial.
  

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 24 de enero de 2020



 EL CASTILLO DE ATIENZA. DE FORTALEZA A TORRE

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