ALEGORÍA
DE NUESTRA TIERRA.
Memoria
del pintor Rafael Pedrós
Si Rafael Pedrós, el pintor que más y mejor
retrató a los Mendoza, hubiese dejado escritas sus memorias disfrutaríamos, a
estas alturas del tiempo, de la lectura de alguno de los capítulos más
interesantes y curiosos de la vida de la provincia de Guadalajara, y de España,
sazonadas con notas de humor que nos conducirían a la España de las décadas de
1950, o 1960 o… A cualquiera de esas en
las que nuestro hombre vivió, y de las que, de una u otra forma, fue protagonista, o compañero
de camino de personajes ilustres. Seguro que en esas memorias no faltaría
aquella anécdota de sus tiempos de París, cuando alguien le pagó un bocadillo
porque lo vio con cara de hambre; o cuando le ofrecieron un empleo que Casimiro
Municio –verdugo oficial de la Audiencia Nacional en los inicios del siglo XX-,
no rechazó en España y Rafael Pedrós lo hizo en la capital de Francia, y es
que, a cualquiera, no le ofrecen ser verdugo oficial de una República.
No, la parca se lo llevó antes de que nos escribiese todas aquellas
anécdotas que jalonan una vida intensa y llena de color. Pero nos dejó una
magnífica y larga obra pictórica que al día de hoy se encuentra esparcida por
los cuatro puntos cardinales de España, y de medio mundo.
Lo mayor y mejor de su obra, sin duda, se
encuentra en la provincia de Guadalajara. Muchos de sus pueblos, algunos sin
conocerlo porque la memoria se nos pierde al menor soplo de viento, conservan
algún lienzo de Pedrós en sus iglesias, pues fue el autor de muchos lienzos
que, tras la debacle guerrera de 1939, regresaron para ocupar el lugar de lo
perdido. Enumerar los cerca de cincuenta municipios que conservan obra de
Pedrós terminaría de un plumazo con esta “Memoria Pedrosiana”; sí que diremos
que en Mondéjar se encuentra la que es quizá la obra de su obras, el retablo
entero y verdadero cuyas pinturas salieron de su pincel y en las que, como los
grandes del Renacimiento o del Siglo de Oro, dejó nuestro hombre sus ojos a
través de los personajes que pinceló. Sirviendo de guía a los indoctos en la
materia sus dedos, hechos para el pincel y la pluma, fueron capaces de señalarnos,
no ha mucho tiempo, el significado de cada personaje; no era difícil distinguir
en un San Pedro o en un San Juan su estampa de pintor clásico, de ojos
penetrantes y mentón afilado. Como a Velázquez, a Pedrós le gustaba retratarse
en sus lienzos; como en ellos retrató a su familia; algo que únicamente los
grandes clásicos intentan y logran, sin que se aprecie.
Nació en Madrid, para la pintura y para la
vida, un 19 de noviembre de 1933, a pesar de que siendo de Madrid fue hombre de
correr mundo; y universal, desde la Galicia familiar, hasta la Guadalajara en
la que se sintió más guadalajareño que los propios nacidos en la tierra.
En Madrid, decía, aprendió a pintar. Sus
primeros pasos recorrieron las aulas de la Escuela de Artes y Oficios; del
Casón del Buen Retiro o del Círculo de Bellas Artes; por supuesto, también del
celebrado Museo del Prado de donde hizo, como los clásicos de la pintura, las
mejores copias; antes de dedicarse, como los grandes clásicos, a la vida
bohemia de París, a copiar y aprender de la pintura y los pintores del Louvre o
de los venecianos en Venecia, o en Roma de los romanos.
De todos tenía un tanto; y como muchos de
los grandes, también tenía un punto para la literatura y la historia; para
conferenciar sobre los pintores historicistas, o sobre la historia de España,
desde sus orígenes hasta nuestros días. O sobre la historia de Guadalajara, que
la recorrió con los clásicos hombres de la provincia, con Sinforiano García
Sanz en tiempo de botargas, o con Aragonés Subero en el de matanzas.
Probablemente fuese don Antonio Aragonés, erudito en las artes guisanderas, quien
le mostrase la mejor fórmula para guisandear unas buenas migas alcarreñas.
Pedrós Mendocino
Tenía, Rafael Pedrós, un aire de clásico
personaje del tiempo de los mejores Mendoza; de aquellos que acompañaron al
marqués don Íñigo de Santillana versando serranillas; o de don Pedro de
Mendoza, dejándole el caballo al rey Pedro en la rota de Aljubarrota; o de
espadachín principesco de doña Ana de Éboli. Un aire de Cardenal, como si del
tercer rey de las Españas se tratase; aquel don Pedro que reino casi a partes
iguales con don Fernando y doña Isabel, tanto monta, monta tanto. A los que
retrató don Hernando del Rincón, lo mismo que si los hubiera retratado Rafael
Pedrós, que lo hizo quinientos años después.
Su obra está llena de Mendozas, de princesas
de Éboli y duquesas del Infantado, de condes de Saldaña y de marqueses de
Santillana.
También pintó panes, muchos panes; y muchos
quesos y jarras de vino en bodegones que se antojan escapados del siglo de los
capitanes alastristes del reinado de los reyes Felipes de Austria,
el II, el III y el IV.
La obra de Pedrós es la obra de un clásico
que domina los colores de la pintura como sólo un maestro puede dominarlos para
mostrarnos en lo profundo de sus lienzos la España del siglo de Cervantes.
La Alegoría de Nuestra Tierra
Como hombre de cultura también perteneció a
muchas, a muchísimas sociedades culturales del Madrid que se convirtió en
cultura de su historia clásica. Con su capa parda acompañó los actos de los
Amigos de la Capa; y de la cofradía del Entierro de la Sardina, para la que
pintó los estandartes y..., enumerarlas todas sería el nunca acabar. También se
integró, como un guadalajareño más, en la Casa de Guadalajara en Madrid. Cuando
la Casa de Guadalajara cerró sus puertas, cinco años hace por estas fechas,
estaba a punto de cumplir, Rafael Pedrós, treinta años como socio.
Algunos de ellos los pasó pintando el gran
mural que fue, durante años, la enseña de la Casa de Guadalajara en la Plaza de
Santa Ana, esa “Alegoría de Nuestra
Tierra” que quiso retratar en color miel, de la Alcarria. Una Alegoría, y
una tierra, inmensa, por la que desfilan los caballeros de Atienza y las
botargas de la Campiña; y laboran las abejas a la sombra de las tetas de Viana;
y Juan Bautista Maino parece retratar al Marqués de Santillana, que lo mira de
reojo; adormecido el doncel de Sigüenza al arrullo de las letras del arcipreste
de Hita; escuchándose, tras don Francisco Layna de Guadalajara, a los mieleros
peñalvereños anunciando miel; y se escucha el cantar del agua de la fuente de
Pastrana, que canturrea al paso de doña
Ana y su coro de monjas teresianas; y se coronan los cerros con los castillos
de Jadraque, de Atienza, de Molina, de Sigüenza; y a los pies del castillo de
Hita parece que batallan los Mendoza defendiendo su Passo…Pero no, los
belicosos son de Hita.
¡Cuánta historia provincial contenida en una
alegoría que, como pocas, la retrata!
¡Qué gran pintor se perdió Atienza! Porque,
buscando casa en la provincia, tras dar cuarenta rodeos, al llegar a la villa
castillera le pareció que estaba demasiado alejada de la capital; y se quedó en
Yélamos y después en Horche, y siempre en Guadalajara.
A Guadalajara marchó, por estos días se
cumplen los cinco primeros años, aquella gran obra que quiso dedicar a los
guadalajareños, para que la vieran, para que aprendiesen, para que la
admirasen.
Cuando se la llevaban, en los furgones de
la Diputación Provincial de Guadalajara, todavía quedó en el aire su último
apunte, aquel que advertía que, si algún daño sufría, no dudasen en llamarle
para retocar lo que hiciese falta para su exposición definitiva. Para cinco
años va que se nos marchó para siempre el gran pintor, en los albores de la
Almudena, y en su catedral. Muerte de genio, de clásico, de maestro fue. A
pesar de la orfandad que dejó a cuantos le apreciaban.
Y esa provincia, a la que tanto amó, y en la
que tanto pincel dejó, todavía le guarda silencio. Al hombre que ideó aquello
de la pintura rápida y que en pintura rápida fue maestro. Al clásico que ideó
la baraja Mendocina, sacó miel del pecho del Cristo de la Miel, o se pintó de
pasada a todos los Mendozas, desde el primer siglo mendocino.
Puede que quienes se ofrecieron a exponer
aquella gran obra, y la guardaron en un almacén, oculta a los ojos de los
guadalajareños, se hayan olvidado de él, políticos eran y a otros puestos
marcharon, como políticos. Pero los meleros y las Tetas de Viana, y los
castillos de Atienza, Hita o Jadraque, y los marqueses de Santillana, y los Maino,
Layna, Éboli, Sigüenza, las botargas y las migas de pastor, las capas pardas y
la provincia entera parece que a cada paso nos recuerdan un apellido: Pedrós,
Pedrós, Pedrós… Y en estos días, de botargas que tanto admiró, al cumplirse los
cinco años de su olvido, más. Desde algún lugar, en un oscuro almacén, en un
local… de la Diputación provincial.
Tomás Gismera
Velasco
Guadalajara en la
Memoria
Periódico Nueva
Alcarria
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